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¿A quién le importa la ONU?

Herzog en la ONU en 1975

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Me cuesta mucho entender el supuesto prestigio del que aún parece gozar la ONU. Volvió a sorprenderme la semana pasada, cuando Israel anunció que prohibía el ingreso en su territorio de los funcionarios de la institución, algo que ocupó titulares en todos los medios. Para empezar, era una medida nada sorprendente. Al contrario, entraba en perfecta consonancia con la actitud que Israel siempre ha mantenido hacia esta caduca institución, a la que nunca ha dudado en ridiculizar, a pesar de haber nacido, precisamente, de un plan de su Asamblea general en 1947. Icónica es la intervención en 1975 de Jaim Herzog, entonces embajador de Israel en la ONU, antes de convertirse en presidente del país. Desde el atril de la Asamblea general rompió ante las cámaras la resolución por la que ONU equiparaba el sionismo del Estado de Israel y su política neocolonial con el racismo y el apartheid.

Así, despedazando los papeles de ese dictamen, simplemente culminaba lo que todo el mundo sabía: la ONU no servía para nada, e Israel se sentía libre de seguir aplicando su política genocida en Palestina. Si apuramos, hasta tiene cierto sentido. La propia ONU había impulsado la creación de un “Estado judío”, es decir, una aberración en toda regla, por mucho que la intentaran despojar de connotaciones religiosas. El mismo tipo de aberración con la que se rasgan las vestiduras si se trata, por ejemplo, de repúblicas islámicas. Bien mirado, debemos recordar que en los años cincuenta la España del nacionalcatolicismo fue aceptada en su seno. En suma, si en pleno siglo XX la ONU resolvió la creación de un estado basado en un texto divino, ¿a qué venía ahora decirle sí pero no? Naciones Unidas es cómplice desde sus mismos inicios de los crímenes del Estado de Israel. De hecho, Israel lleva décadas incumpliendo sus resoluciones, sin recibir a cambio ninguna sanción.

En cualquier caso, si algo podemos valorar de la ONU es su sinceridad. Ya hace décadas denunció que sus propios Cascos Azules (su “ejército de paz”, ese bello oxímoron que no le causa sonrojo), entregó niñas a la prostitución, violó a mujeres o permitió las violaciones masivas allí donde, en teoría, tenía que proteger. No en vano, hace ya también mucho tiempo que, con respecto a los Cascos Azules violadores, la BBC lo calificó como “un escándalo recurrente”. Sobre todo cuando se trataba de mujeres africanas, como bien saben en Sudán del Sur.

Tampoco es que esas misiones de paz hayan sido muy ejemplares en Europa. Acordémonos de la Guerra de los Balcanes y la masacre de Srebrenica en 1995. Más de 8.000 personas fueron asesinadas cuando tan solo a seis kilómetros de distancia 400 cascos azules tenían su cuartel general. Eso sí, el Consejo de Seguridad de la ONU emitió más tarde una resolución para condenar los hechos, que por ellos no quede.

Eso del Consejo de Seguridad de la ONU es la verdadera trampa que ya desde su nacimiento, del que ahora se cumplen 78 años, convierte a esta institución en una broma pesada. A través de él, los cinco países fundadores (y ahora sus estados herederos) se reservan el derecho a veto para cualquier medida. Basta que Reino Unido, Francia, Rusia, Estados Unidos o China digan “no” para bloquear cualquier medida. Así que, ¿a quién le importa la ONU y su papel en la invasión israelí de Palestina?

La ONU es, como mucho, una suerte de ONG asistencialista, igual que tantas otras, solo que más cara; un parlamento también carísimo, pero sin verdadera capacidad de acción, y un ejército, igualmente costosísimo, en el que militan algunos seres humanos execrables.

La solución al problema que representa el sionismo israelí, si de verdad llega alguna vez, lo hará no por la ONU, sino a pesar de la ONU.

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