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Lucía Berlin y las mujeres de la limpieza
Llueve mansamente, con mansedumbre, como tiene que llover, sin hacer daño. En mi anterior artículo de octubre anunciaba las lluvias otoñales. Y ha llovido sobre buena parte de Andalucía. El otoño nos invita a meditar, al recogimiento, a admirar la belleza, a defender la verdad, frente a la insidiosa mentira, como nos enseñó el poeta inglés John Keats: “La belleza es verdad, la verdad belleza... Una obra hermosa es eterna alegría”. El otoño es ideal para pensar, escribir y para leer.
En el inicio de este otoño, he disfrutado con Manual para mujeres de la limpieza, un libro de relatos hermoso e impactante, atrevido, tierno a veces, otras desgarrador, con en el que Lucía Berlin (Alaska, 1936- Los Ángeles, 2004) nos deslumbra con sus historias sobre la vida cotidiana, describiendo con detalle lo que observa a su alrededor.
Lucía Berlin escribió 77 cuentos y tres libros de relatos. En 1991, obtuvo el American Book Award, por su libro Homesick. Para algunos críticos fue un personaje maldito y de leyenda. En 2015, once años después de su muerte, empieza a coger celebridad con su libro de relatos Manual para mujeres de la limpieza, convertido en superventas.
Su obra ha sido comparada con las de Hemingway y Raymond Carver. Stephen Emerson, amigo de Lucía, escritor y crítico señala: “Lucía Berlin fue la amiga más íntima que he tenido, también fue una de las escritoras más insignes con quien me he topado”.
La escritora tuvo cuatro hijos y basó muchos de sus relatos en sucesos de su propia vida. Trabajó como mujer de la limpieza, enfermera, recepcionista y telefonista en hospitales, profesora de secundaria. Uno de sus hijos dijo tras su muerte: “Mi madre escribía historias; no necesariamente autobiográficas, pero por poco”.
No me importa contar cosas terribles si consigo hacerlas divertidas
Me permito compartir aquí algunos fragmentos:
“Una noche hacía un frío espantoso. Ben y Keith estaban durmiendo conmigo, con los monos de la nieve puestos. Los postigos batían con el viento, postigos tan viejos como Herman Melville. Era domingo, así que no había coches. Abajo en las calles pasaba el fabricante de velas, con un carro tirado por un caballo. Clop, clop. La gélida aguanieve siseaba contra las ventanas, y Max llamó. Hola, dijo. Estoy abajo en la esquina, en una cabina de teléfono. Llegó con rosas, una botella de brandy y cuatro billetes para Acapulco. Desperté a los chicos y nos fuimos”.
“Llevo años trabajando en hospitales, y si algo he aprendido es que cuanto más enfermo está un paciente, menos ruido hace. Por eso los ignoro cuando llaman por el interfono”.
En el cuento Silencio: “No me importa contar cosas terribles si consigo hacerlas divertidas”. Ante la dificultad para comprar alcohol, escribe: “Las licorerías, son pesadillas mastodónticas del tamaño de unos grandes almacenes. Podrías morir de delirium tremens antes de encontrar el pasillo del Jim Beam”.
“El tiempo se detiene cuando alguien muere. Por supuesto se detiene para ellos, quizá, pero para los que sufren la pérdida el tiempo se desquicia”. En el relato Espera un momento, Berlin habla de su hermana Sally enferma de cáncer: “Le hicieron una mastectomía y le dieron radioterapia, y durante cinco años estuvo bien. Radiante y hermosa, feliz de la vida con Andrés, un hombre cariñoso. Viajamos juntas a Yucatán y Nueva York. Yo iba a visitarla a México, o ella venía a Oakland. Cuando murió nuestra madre, pasamos una semana en Zihuatanejo, México, donde hablamos día y noche sin parar y creo que las dos maduramos”.
“Las mujeres de la limpieza de toda la vida no me aceptan de buenas a primeras. Y además, me cuesta conseguir trabajo en esto, porque soy 'instruída'. He aprendido a contarles a las señoras desde el principio que mi marido alcohólico acaba de morir y me he quedado sola con mis cuatro hijos”.
“Mujeres de la limpieza: como norma general, no trabajéis para las amigas. Tarde o temprano se molestan contigo porque sabes demasiado de su vida. O dejan de caerte bien, por lo mismo”.
Las mujeres de la limpieza, personas casi invisibles que también tienen su vida familiar, contribuyen con su trabajo a mantener la armonía en las casas donde trabajan
A los diez años, Lucía Berlin padecía escoliosis, una dolorosa afección en la columna que la obligaba a llevar un corsé ortopédico de acero. En 1955 estudió en la Universidad de Nuevo México con Ramón J. Sender. Tuvo tres maridos, se separó del último, Buddy Berlin, músico de jazz y adicto a las drogas. Lucía fue durante años adicta al alcohol, hasta que por fin ganó la batalla. Su madre falleció en 1986, de un posible suicidio.
En 1991 y 1992, el año de la Expo de Sevilla, Lucía vivió en Ciudad de México donde acompañó a su hermana Sally que se moría aquejada de cáncer. De 1994 a 2000 fue escritora residente y profesora adjunta en la Universidad de Colorado, donde obtuvo el premio a la excelencia académica. La escoliosis le perforó un pulmón y desde mediados de los 90 dependía de una bomba de oxigeno. Tras superar la enfermedad del cáncer, murió en 2004.
Con este artículo he querido homenajear a Lucía Berlin, una gran mujer, prestigiosa escritora de quien el cineasta Pedro Almodóvar dijo tras leer el Manual: “Es el libro con más páginas marcadas por mí, sus relatos descarnados me han hecho pensar en llevarlos al cine”. El libro nos hace reflexionar sobre la importancia de las mujeres de la limpieza en la sociedad, mi madre lo fue, y cómo nos ayudan a resolver los problemas diarios a las familias que afrontan con dificultad la conciliación laboral y casera.
Las mujeres de la limpieza, esas personas casi invisibles que también tienen su vida familiar, contribuyen con su trabajo a mantener la armonía en las casas donde trabajan, y Lucía Berlin con sus relatos nos ayuda a que las valoremos más y les paguemos mejor por su trabajo. El libro es una delicia. Si lo lees, lo comprobarás.
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