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Los muertos

Ahora que según la mitología cristiana se acaba de conmemorar la resurrección del Cristo, precisamente ahora, le da a uno por pensar en los muertos.

Es la nuestra, la española, una sociedad que convive muy bien con la muerte. Nos gustan los muertos. Entiéndaseme bien. Nos gustan los muertos ilustres. No cualquier muerto nos vale. Hay muertos y muertos.

Aquí se muere, qué te digo yo, Paco de Lucía, y más de uno y de una corre a decirle a quien lo quiera oír “lo mucho que le debe la música nacional e internacional a la maestría de uno de los mayores genios de la guitarra flamenca que ha dado la historia”. Si es un tertuliano o contertulio habitual de radio y televisión, es hasta capaz de armar una frase más potente, cómo diría yo... más sentida.

Aquí se muere, por poner otro ejemplo, Adolfo Suárez, y son cientos las personas que, raudas y veloces, acuden a la capilla ardiente a mostrarle sus respetos a “ese político de raza, ese gran artífice de la democracia española” y otras lindezas por el estilo.

Aquí se muere, por último, Gabriel García Márquez (bueno, este no es nuestro, ni ha fallecido aquí, pero como es Premio Nobel de Literatura, es por tanto universal, y al ser colombiano, no es español, pero es primo hermano), y el más pintado cuelga en su muro del Facebook aquello de “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Amén.

No seré yo quien ponga en duda la veracidad de los sentimientos. Allá cada cual con su conciencia. Sí, es cierto que a lo largo de las últimas semanas, a uno le daba por preguntarse a sí mismo cuántos de esos que tanto se lamentaban por la pérdida de esos tres grandes hombres habían alguna vez escuchado un disco de Paco de Lucía, leído una obra de García Márquez o reflexionado en torno al alcance de lo que significó para nuestro país empezar a pasar del blanco y negro al color gracias, entre muchos otros, al Presidente Suárez.

El oficio de plañidera viene de muy antiguo. Eran esas mujeres también conocidas como lamentatrices, que acudían a llorar en coro al funeral de alguna persona, normalmente de alta cuna. Lo hacían tanto si conocían al difunto como si no. Lo hacían modulando el tono de su lamento, en función de la clase, rango y abolengo del finado: a más altura social, mayor llanto. Y lo hacían cobrando, por supuesto. Ése era su oficio...

… era y es.

Afortunadamente, en el caso de estos tres grandes hombres, supimos agradecerles y reconocerles en vida sus méritos. A ninguno de ellos les hizo falta morirse para que su vida y su obra empezaran a figurar en los libros de historia y ahí estarán ya para la eternidad. Ahora tenemos la obligación moral de seguir alimentando la llama de su memoria, día tras día. Tenemos la obligación moral de no permitir que el fervor y la exaltación que nos provocaron sus respectivos fallecimientos nos conviertan en simples plañideras. No sería justo.

Ahora que según la mitología cristiana se acaba de conmemorar la resurrección del Cristo, precisamente ahora, le da a uno por pensar en los muertos.

Es la nuestra, la española, una sociedad que convive muy bien con la muerte. Nos gustan los muertos. Entiéndaseme bien. Nos gustan los muertos ilustres. No cualquier muerto nos vale. Hay muertos y muertos.