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Las mujeres de mi vida
El año pasado, en uno de esos vuelos en los que despegaba hacia mi trabajo en Barcelona, vi por la ventanilla del avión la costa de Benalmádena, Los Boliches, Fuengirola… Durante mucho tiempo llevo dentro el malestar de no ser querida en mi tierra, y de que me quieran más fuera. Eso, a veces, me provoca un cierto distanciamiento de mis raíces. En cambio, aquel día, cuando veía aquella costa, me vine abajo y reconocí que estuviera donde estuviera nunca podría rechazar donde he nacido. Aquella costa era la de mi yayo, mi yaya y mi tía. Aquella costa era donde había empezado a tocar la espuma del mar, a montar en bicicleta, a jugar con las flores y a que me quisieran, sencillamente, por ser nieta y sobrina. Aquella costa era mi vida. Y era yo, a pesar de los pesares. Porque mi gente estaba ahí.
En eso pensaba hace poco y en cómo, desde pequeña, sin ser consciente, las mujeres de mi vida han marcado mi existencia. Desde los cuentos de niñas y las películas de Disney nos hacen aprender a decir “mi príncipe” o “el hombre de mi vida”. Yo, en cambio, reinvindico hablar sobre las mujeres de nuestra vida como reconocimiento.
Recuerdo un día en el que, sin saberlo, estaba viviendo el puro concepto de sororidad. Faltaba a quien consideré mi segunda abuela, mi tía Isabel, a quien quise mucho y de quien me acuerdo cada vez que mi vida se reduce a poco. Aquella tarde mi yaya estaba en su cama, donde llevaba ya meses sin poderse mover. Tarareaba “El día que nací yo”, una canción que mi madre cantaba de pequeña y que, desde entonces, las dos entonaban con un grado de complicidad que solo ellas conocían. A la izquierda, estábamos mis hermanas y yo, y mi madre. Y a una silla vacía, en el centro del dormitorio, llegó mi tía Mari.
Venía con una de esas sonrisas que anticipaban traer algo contundente entre manos. Era un libro sobre la Sección Femenina. Lo abrió y empezó a leer aquellas ideas cargadas de deberes para las mujeres y tan falta de derechos. Todas las comentamos desde la impotencia, sabiendo que aún se arrastran las consecuencias de la dictadura para la mujer.
Aquel momento me pareció realmente mágico y recuerdo esa imagen como si la viviera ahora. Todas entregadas a nuestras confesiones, tres generaciones de mujeres. Aquella hermandad entre nosotras era única. En aquel instante me sentí inmensamente privilegiada.
Porque siempre admiré a mi yaya y a mi tía Isabel que, siendo apenas unas adolescentes, caminaron desde Ronda hasta Marbella por la sierra, huyendo de las bombas de la guerra civil, junto a sus hermanos pequeños. También cuando luego se montaron en aquella camioneta hasta Málaga y cómo mi yaya aún recordaba el sonido de las bombas en calle Larios, a pesar de estar en los refugios. Recuerdo cuando descubrí que mi yaya vivió en la República, y ahí comprendí que hubiese sido tan decidida, que leyera tantísimo, que escribiese, que estuviese lúcida y con ese punto de rebeldía tan propio de ella. Y la alegría inmensa que me dio cuando hablaba de García Lorca, porque me acercaba en cierta forma a él.
Por lo mismo admiré siempre a mi tita Mari. Creo que, antes que yo, supo que el feminismo me salvaría y por eso me regalaba libros sobre la mujer, para tomar conciencia de nuestro pasado y de lo que quedaba por luchar. La misma tita Mari de la que aprendí que ser soltera no era un drama sino una elección, y que se podía ser una mujer completa sin ser madre ni esposa. A pesar de ir a contracorriente, derribando lo que se espera de una.
Y por lo mismo siempre admiré a mi madre, porque aun estando casada y con hijas, siempre me ha señalado otros caminos, y me ha hecho abrir los ojos ante el machismo en cientos de detalles que pasaba por alto. Me ha alertado de los peligros, aunque a veces no le haya hecho caso. Es por la que escribo, la que me enseñaba los verbos como un juego y la que ha insistido siempre en que estudiase, aunque para ello tuviese que hacer sacrificios, pero que nunca lo dejara porque, como mujer, podía ser mi tabla de salvación para que jamás dependiera de nadie.
Por eso mis hermanas y yo resistimos, y fuimos las primeras nietas universitarias, que trabajando y estudiando a la vez se aferraron a aquel derecho a la educación por el que ellas antes habían luchado. Quizás, por ello, mi madre ha sufrido más que yo cuando me ha visto en la cola del paro dudando de mí, y siempre ha insistido en mi capacidad, aunque ni yo lo crea.
Todas estas mujeres nos han visto, a mis dos hermanas y a mí, dar los primeros pasos y pronunciar las primeras palabras, nos han dado regalos cuando no venían los Reyes, nos consolaron en nuestras decepciones y nos abrazaban cuando entendíamos qué significaba aquella clave secreta: “Felipe”. Ellas nos enseñaron nuestra vida como mujeres.
Cuando era pequeña, mi adorado abuelo era el centro de la familia. Toda decisión era consultada con él. Su nombre estaba en boca de todos. Un día, en primero de EGB, preguntaron en un ejercicio por el nombre de mis abuelos. Yo no tuve la suerte de conocer a mi abuela y abuelo paterno, así que solo tenía a la parte de mi madre. Dudé y, en aquellos espacios del folio, escribí: “Yayo” y “yaya”. A lo que mi profesora, Pilar Cámara, me dijo que no, que tenían un nombre. Pensando, recordé que algunas personas no le llamaban yayo, sino Juan. Salí de clase y, con vergüenza, confesé a mi madre que no sabía el nombre de la yaya. Ahora me doy cuenta hasta qué punto la sombra de un hombre puede ocultar la luz de las mujeres que le rodean. Y, a veces, para consolarme, pienso que mi propio abuelo se fue antes para que tuviera tiempo de descubrir a tan inmensas mujeres que quedaban eclipsadas. Desde entonces, conforme fui una adolescente, empecé a admirar a mi abuela como lo hice con él, siendo las raíces de mi vida.
Mi tía-yaya Isabel murió en 1999.
Mi tía Mari rompió la ley de vida, y murió en 2014.
Mi yaya, aunque no me lo crea, hace justo hoy una semana que se fue.
Y no sé cómo, en cierta manera, creo que ellas siguen aquí, aunque creo que es porque aún no lo quiero asumir.
Solo me queda viva una, mi madre, y no sé cómo lo llevaré cuando me arranquen esa raíz.
Las trabajadoras anónimas y las amas de casa apenas aparecen en los libros de historia del feminismo, cuando la historia del feminismo no podría haberse escrito sin ellas. Ellas no fueron Simone de Beauvoir, ni Kate Millet, ni Concepción Arenal, ni Clara Campoamor.
Ellas fueron Isabel Badillo, Mari Pepa Triviño, Josefa Badillo y María Teresa Triviño. Y aunque no aparezcan en los libros, con sus actos, gestos y palabras, ellas son las mujeres que me enseñaron mi historia. Ellas son las mujeres de mi vida.
El año pasado, en uno de esos vuelos en los que despegaba hacia mi trabajo en Barcelona, vi por la ventanilla del avión la costa de Benalmádena, Los Boliches, Fuengirola… Durante mucho tiempo llevo dentro el malestar de no ser querida en mi tierra, y de que me quieran más fuera. Eso, a veces, me provoca un cierto distanciamiento de mis raíces. En cambio, aquel día, cuando veía aquella costa, me vine abajo y reconocí que estuviera donde estuviera nunca podría rechazar donde he nacido. Aquella costa era la de mi yayo, mi yaya y mi tía. Aquella costa era donde había empezado a tocar la espuma del mar, a montar en bicicleta, a jugar con las flores y a que me quisieran, sencillamente, por ser nieta y sobrina. Aquella costa era mi vida. Y era yo, a pesar de los pesares. Porque mi gente estaba ahí.
En eso pensaba hace poco y en cómo, desde pequeña, sin ser consciente, las mujeres de mi vida han marcado mi existencia. Desde los cuentos de niñas y las películas de Disney nos hacen aprender a decir “mi príncipe” o “el hombre de mi vida”. Yo, en cambio, reinvindico hablar sobre las mujeres de nuestra vida como reconocimiento.