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Las múltiples aristas de la crisis de la democracia americana: conversación maternofilial

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Conservo su foto de pelón de apenas un año, sentado en su cochecito en Washington Square Park y con una pegatina de Run Against Bush, pegada en un body verde de mangas cortas, a punto de unirnos, su padre y yo, a la manifestación que, rumbo arriba y por la quinta avenida, se movilizaría (en vano, como sabemos) en contra de la reelección de George W. Bush. Ese George W. Bush que ya por entonces había cometido algunos de los más graves atropellos de su mandato como fue la invasión de Iraq en búsqueda de las supuestas armas de destrucción masiva. De esas aguas, estos lodos. Tal vez por eso, aquel sábado, mientras hacía el camino inverso descendiendo por la quinta, del brazo de ese mismo hijo -ahora de 18 años, e instalado desde los 16 en Nueva York con su padre-, yo sintiera tanta nostalgia. La nostalgia de verlo a él “tan mayor” pero también la de pensar que hasta ese Bush contra el que entonces nos manifestábamos y que entonces nos parecía la máxima expresión de incompetencia política, ahora nos resulta una figura prácticamente inofensiva en comparación con el tipo de personajes, presidentes incluidos, que mueven los hilos en el partido republicano desde que este se escorara bajo los influjos de su ala más radical y del Tea Party movement, a partir de 2009.

Supongo que el tema de la conversación me ayudó a recuperar el recuerdo de ese momento político en particular, pues hablamos de política. Habíamos estado por la mañana patinando en el Wallman Rink de Central Park. Mis habilidades habían mermado desde que, años atrás, me lanzara a ese mismo hielo musical con fondo de rascacielos (¿otro motivo de nostalgia?) y la cosa había acabado con un importante porrazo de una caída. Al finalizar, el brazo me dolía pero era consciente de que recluirnos en casa era acabar pantalleando en vez de conversando. Además, a pesar de los bajo cero, era uno de esos días soleados de este duro invierno en los que los restos de nieve en las calles reflejan una luz entre mágica y cegadora. Así que opté por sobornarlo: regresaríamos a casa paseando. Entre la 59, a la salida del parque, y la tienda más cercana de Krispy Kremes y, por ende, de los donuts más asquerosamente deliciosos de la ciudad, unas 26 calles, y entre los donuts y nuestro apartamento en el Village unas 36 más. Total, de Central Park hasta el Village andando, una hora larga de conversación maternofilial bajo cero. 

Desde que llegué a la ciudad a inicios de año y, por tanto, cumpliéndose un año desde el asalto al Capitolio, los medios no hablan de otra cosa y proliferan artículos de opinión acerca de la crisis de la democracia americana

Una hora larga que dio para mucho porque el tema a debate que escogimos fue el estado de la democracia en EEUU, no solo porque el ejercicio temprano de su derecho a la manifestación parece haber infundido en mi hijo un interés por la cosa pública que afortunadamente lo sigue acompañando, sino porque ese era el tema de la redacción que tenía que escribir para su instituto esa semana. Lo cierto es que tampoco me sorprendió que lo planteara. Desde que llegué a la ciudad a inicios de año y, por tanto, cumpliéndose un año desde el asalto al Capitolio, los medios no hablan de otra cosa y proliferan artículos de opinión acerca de la crisis de la democracia americana o incluso la posibilidad de una nueva guerra civil.

Tal vez lo que sí me sorprendiera un poco más fue la capacidad de mi hijo de ir desengranando con la misma velocidad y precisión con la que se comía los donuts (bueno, yo ayudé con el que tiene relleno de mermelada de frambuesa) las múltiples caras de la crisis por la que pasa la democracia en este país. Es complicado no interrumpir en exceso, sobre todo cuando además de madre eres constitucionalista, para aclarar, profundizar, o matizar. Pero en esta opté por la escucha y demoré mis comentarios hasta que él hubo acabado su diagnóstico global. Me alegré de haberlo hecho, no solo porque me permitió constatar el grado de conciencia que tiene un adolescente en este país (o al menos los que, como él, se crían en contextos educativos privilegiados) acerca del momento crítico por el que atraviesa la democracia, sino también porque me ayudó a reafirmar mi impresión de que, más allá de lo estridente y a la vez aterrador que nos pudiera resultar el episodio del asalto al Capitolio, el problema de la democracia americana tiene raíces profundas y es la suma de una cantidad de elementos que solo cuando se juntan, como las teselas de un mosaico, permiten atisbar el verdadero rostro de la bestia. 

Escuchándolo, resultaba fácil entender que una parte central de la imagen resultante se debe al sistema electoral americano, en estos momentos blanco de ataque de los conservadores (más del 40% de los votantes republicanos siguen convencidos de que Biden robó unas elecciones que según alegan fueron fraudulentas). Son, efectivamente muchos los Estados de mayoría republicana que están emprendiendo iniciativas para restringir el derecho al voto y ampliar sus poderes de control del recuento electoral con la clara intención de politizar le proceso. Se pretende, por ejemplo, limitar la posibilidad del voto anticipado o por correo (que en las últimas elecciones claramente favoreció la participación beneficiando al partido demócrata y a muchos sectores vulnerables de la población). Y aunque los demócratas están tratando de aprobar legislación federal que frene a nivel nacional este tipo de intentos, no han sido aún capaces de lograr superar la barrera de un senado donde las fuerzas están distribuidas al 50% entre los dos partidos y este tipo de legislación exigiría el apoyo del 60% de los senadores. A esto se une la ingeniería electoral del “gerrymandering” técnica que, en pocas palabras, consiste en, partiendo del dato de las zonas que concentran una mayoría poblacional demócrata o republicana dentro de cada Estado, trazar las líneas de demarcación de los distritos electorales de forma que los votos del partido que se quiera perdedor queden diluidos, cosa que facilita un sistema electoral de tipo bipartidista y mayoritario y que, por poner un ejemplo, condujo a que en Pennsylvania, en las elecciones de 2012, los republicanos ganaran solo el 49% de los votos pero acabaran consiguiendo 13 de los 18 escaños para el congreso. Y aunque es cierto que ambos partidos han abusado de la técnica cuando se han encontrado con mayorías estatales en el momento en el que se abre la oportunidad de adaptar el censo electoral -cada diez años-, el republicano lo ha hecho mucho más que el demócrata en la última década, simplemente porque ha contado con mayorías que lo hacían posible en un número mucho mayor de Estados. Añadamos a la mezcla la cuestión de la financiación de los partidos y las campañas electorales que no descansa en un sistema de financiación pública y en el que no hay límites legales a lo que puede aportar el sector privado por lo que las grandes fortunas y lobbies de los sectores empresariales más potentes acaban edulcorando de sobremanera el principio básico de la democracia: una persona, un voto, haciendo del sistema uno que, al final, acaba pareciéndose más al de una plutocracia.

Mi hijo sabía también que la composición del Tribunal Supremo también jugaba algún rol, pero fui yo quien le ayudó a tomar conciencia de hasta qué punto, especialmente en estos momentos. En un país, como EEUU, donde el Tribunal Supremo está pensado como institución contra-mayoritaria que permite poner freno a lo que las mayorías políticas de cada momento decidan cuando de lo que se trata es de proteger a las minorías y sus derechos fundamentales, se podría esperar mejor defensa de los valores igualitarios en los que se asienta la democracia. Pero lo cierto es que la jurisprudencia de este tribunal (que cuenta en la actualidad con 6 miembros nombrados por presidentes republicanos y 3 por presidentes demócratas, pero ya desde hace unos años con mayoría conservadora) no ha sido proclive en los últimos años a limitar las competencias de los Estados, ni las libertades de los empresarios para priorizar la igualdad política de la ciudadanía americana. Si tenemos en cuenta que 3 de los 6 republicanos fueron designados por Trump (nunca otro presidente en la historia del país logró nombrar a más jueces en un menor lapso de tiempo) y que este los escogió deliberadamente jóvenes y le añadimos el dato de que los jueces del Tribunal Supremo no tienen edad de jubilación obligatoria, no es difícil imaginar un escenario en el que dicho Tribunal favorezca (en las próximas décadas!) la visión de un Estado poco intervencionista y que dé amplio margen de actuación a los poderes privados, en una concepción estrecha y formalista de la igualdad. Que una de sus juezas del ala progresista, la jueza Sotomayor, comentara ayer en una conferencia inaugural en la Universidad de Nueva York que una de sus mayores esperanzas para que esto no sea así reside en la capacidad que tenemos todas las personas de cambiar de opinión a lo largo de nuestra vida y de cuestionarnos en lo más profundo nos da la medida real del reto que tenemos por delante sobre todo porque mientras ella lo decía yo imaginaba la posibilidad de que cada uno de los jueces de la mayoría conservadora albergara la misma idea con respecto a las convicciones de los jueces progresistas.

Una sociedad en la que la brecha racial se suma a la social, y en la que ambas tienen el rostro de las incontables personas sin techo que vamos dejando atrás, calle tras calle, en nuestro largo paseo

Con todo, en su relato, mi hijo no se limitaba a señalar, con un lenguaje que yo le ayudaría a hacer más técnico, estas peculiaridades y riesgos de manipulación del sistema electoral americano o a deplorar la actual composición del Tribunal Supremo y el riesgo de su politización. Parte del malestar de la democracia americana, afirmaba con toda la razón, estaba en el grado de polarización de la sociedad. Una sociedad, decía con acierto, en la que los opositores se convierten en enemigos y en la que las partes del país de un color político han dejado de compartir un lenguaje con el que razonar con las partes del país del otro color político. Una sociedad en la que la posibilidad de llegar a acuerdos bipartidistas se encuentra en uno de sus mínimos históricos resultando, las más de las veces, en un bloqueo legislativo estéril. Una sociedad en la que, como muchas otras sociedades, las redes sociales se han convertido ya en el principal medio de información y, sobre todo, también de desinformación de una ciudadanía que ya no se habla más que con sus semejantes, y cuando lo hace, lo hace más a través de las emociones que de las razones. En la que las redes y los medios de comunicación en general luchan por captar los disputados segundos de atención del usuario y saben que la mejor estrategia para hacerlo es precisamente fomentando lo extremo, lo radical, lo polémico, lo escandaloso. Una sociedad dividida también por cuestiones identitarias, en la que una parte exige rectificación y reparación por una cantidad de deudas históricas aún por saldar, como atestigua la fuerza del movimiento Black Lives Matter, y otra se siente cada vez más amenazada no solo por la pérdida de poder adquisitivo sino por una merma en términos de representación poblacional que amenaza con convertirla en minoría en un futuro próximo. Una sociedad en la que la brecha racial se suma a la social, y en la que ambas tienen el rostro de las incontables personas sin techo que vamos dejando atrás, calle tras calle, en nuestro largo paseo. 

Conservo su foto de pelón de apenas un año, sentado en su cochecito en Washington Square Park y con una pegatina de Run Against Bush, pegada en un body verde de mangas cortas, a punto de unirnos, su padre y yo, a la manifestación que, rumbo arriba y por la quinta avenida, se movilizaría (en vano, como sabemos) en contra de la reelección de George W. Bush. Ese George W. Bush que ya por entonces había cometido algunos de los más graves atropellos de su mandato como fue la invasión de Iraq en búsqueda de las supuestas armas de destrucción masiva. De esas aguas, estos lodos. Tal vez por eso, aquel sábado, mientras hacía el camino inverso descendiendo por la quinta, del brazo de ese mismo hijo -ahora de 18 años, e instalado desde los 16 en Nueva York con su padre-, yo sintiera tanta nostalgia. La nostalgia de verlo a él “tan mayor” pero también la de pensar que hasta ese Bush contra el que entonces nos manifestábamos y que entonces nos parecía la máxima expresión de incompetencia política, ahora nos resulta una figura prácticamente inofensiva en comparación con el tipo de personajes, presidentes incluidos, que mueven los hilos en el partido republicano desde que este se escorara bajo los influjos de su ala más radical y del Tea Party movement, a partir de 2009.

Supongo que el tema de la conversación me ayudó a recuperar el recuerdo de ese momento político en particular, pues hablamos de política. Habíamos estado por la mañana patinando en el Wallman Rink de Central Park. Mis habilidades habían mermado desde que, años atrás, me lanzara a ese mismo hielo musical con fondo de rascacielos (¿otro motivo de nostalgia?) y la cosa había acabado con un importante porrazo de una caída. Al finalizar, el brazo me dolía pero era consciente de que recluirnos en casa era acabar pantalleando en vez de conversando. Además, a pesar de los bajo cero, era uno de esos días soleados de este duro invierno en los que los restos de nieve en las calles reflejan una luz entre mágica y cegadora. Así que opté por sobornarlo: regresaríamos a casa paseando. Entre la 59, a la salida del parque, y la tienda más cercana de Krispy Kremes y, por ende, de los donuts más asquerosamente deliciosos de la ciudad, unas 26 calles, y entre los donuts y nuestro apartamento en el Village unas 36 más. Total, de Central Park hasta el Village andando, una hora larga de conversación maternofilial bajo cero.