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El nombre de la cosa

3 de marzo de 2024 21:11 h

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Uno de mis mejores profesores en la Facultad hispalense de Derecho me decía siempre que no había que mentar a los jueces por su nombre sino por su titularidad, es decir, el magistrado del Supremo, del juzgado tal o de la sala tal. Entendí entonces que mi profesor lo decía porque desconfiaba del protagonismo de los jueces y de sus vanidades. Y, si la Justicia era ciega, por qué identificar al ciego –él decía–, pero ahora es que la Justicia es tuerta, ve por un ojo, según la acreditada oftalmología forense.

Practiqué durante mucho tiempo aquella enseñanza y eso que observaba asomado a la ventana cómo en el derecho comparado, un poner, en Estados Unidos, a los jueces se les nombraba siempre por sus nombres y apellidos. No me desanimó el ejemplo ya que –pensaba yo– allí es bueno saber sus nombres, no en vano, al menos en la justicia estatal, había que ir a las urnas periódicamente a elegir a los jueces o a destituirlos y mejor saber de quién se trataba y sus andanzas. Pero en España era distinto, los jueces son para siempre, tienen abundantes apellidos compuestos donde elegir, pero los jueces lo son por oposición, no son electos como lo son los miembros de los otros dos poderes, ejecutivo y legislativo. En todo caso, tras aprobar la oposición, el destino se lo marcan ellos mismos a través del escalafón y de sus órganos de gobierno.

Ya hace un tiempo que cambié de opinión y probablemente mi ilustre maestro, también. Pero algo me queda de aquella tradición y cultura y por eso hoy no voy a nombrar a jueces pero sí a aquellos otros maestros que nos han hablado de jueces.

Los jueces solo se deben a la ley y a la justicia que, según la Constitución española, emana del pueblo y no se me ocurre otra emanación más democrática y constitucional que la que procede del poder legislativo

Aristóteles dejó escrito: “Conviene que las leyes estén bien establecidas y definan todo cuanto sea posible por sí mismas, y dejen a los jueces lo menos posible, primero porque es más fácil encontrar a uno o unos pocos que a muchos de buen discernimiento y competentes para legislar y juzgar; luego, porque legislar es el resultado de un proceso largo y reflexivo, mientras que las sentencias son momentáneas, de suerte que es difícil que los encargados de juzgar decidan adecuadamente lo justo y conveniente”. Siempre se podrá decir que los jueces en la época del sabio heleno no eran profesionales por oposición sino ciudadanos del común.

Ahora viajo en el tiempo hasta Montesquieu. Dos mil años después, dijo: “Tampoco hay libertad si el poder judicial no está separado del ejecutivo y legislativo. Si va unido al poder legislativo, el poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos sería arbitrario, pues el juez sería al mismo tiempo legislador. Si va unido al poder ejecutivo, el juez podría tener la fuerza del opresor”.

Es un pasaje que sigue a la advertencia del filósofo sobre los peligros de la invasión y no separación de poderes, de sus equilibrios, pero aquí destaca, hace hincapié en otros momentos, en lo torcido que es que los jueces –la juristocracia– se crean que tienen el poder de legislar o el poder de gobernar. Opresión dice Montesquieu, agravada con la particularidad de que los jueces no se presentan a unas elecciones, que podrían hacerlo, pero mientras se deciden y como jueces, solo se deben a la ley y a la justicia que, según la Constitución española, emana del pueblo y no se me ocurre otra emanación más democrática y constitucional que la que procede del poder legislativo, fruto de la voluntad democrática y libremente ejercida por la ciudadanía en unas elecciones.

La Comisión de Venecia es un órgano consultivo del Consejo de Europa y no de la Unión Europea, pero alguien la invocó y llamó al convite de despropósitos

A uno y otro autor me ha llevado el borrador del dictamen de la Comisión de Venecia que avala la ley de amnistía. Ya dije en su momento, frente el entusiasmo escrito, radiado y tertuliado por su advenimiento a Madrid, que se trataba solo de un órgano consultivo del Consejo de Europa y no de la Unión Europea. Pero alguien la invocó y llamó al convite de despropósitos, por no hablar de la petición de mediación al amigo comisario de Justicia de la Comisión Europea y su despliegue flechero infructuoso para el bochornoso asunto de la normalización del CGPJ, de cuerpo incorrupto a pesar de fallecido.

Empero si ahora sirve para algo, los comisionados dicen tres cosas, como resumen: sí, puede haber una ley de amnistía; dos, hay que hacerla bien, y tres: no debe haber invasión de poderes. No hay una tal invasión pero advierten: la ley corresponde al poder legislativo y no a los jueces. Y algo más, la constitucionalidad de una tal norma es competencia del Tribunal Constitucional, y no, por tanto, del voluntarismo publicado de los alféreces de complemento judicial.

Hay un pasaje en Aristóteles (Retórica) que es para reflexionar, dice: “La predisposición contra alguien, la compasión, la ira y otras afecciones del alma similares no tienen que ver con el asunto (el que fuere), sino con el juez (el que sea)”. No dio nombres.

He conseguido no citar a ningún juez, admirado profesor, ya no me puedes catear, pero no puedo terminar sin mentar de nuevo a Montesquieu y mi cambio de actitud. El sabio francés reinó: “Los tártaros están obligados a poner su nombre en sus flechas. Cuando Filipo de Macedonia resultó herido se encontraron en el dardo escritas estas palabras, Aster ha asestado este golpe mortal a Filipo”. He tardado en comprenderlo y hoy, tarde, te explico por qué cambié: los tuertos tienen puntería.

Uno de mis mejores profesores en la Facultad hispalense de Derecho me decía siempre que no había que mentar a los jueces por su nombre sino por su titularidad, es decir, el magistrado del Supremo, del juzgado tal o de la sala tal. Entendí entonces que mi profesor lo decía porque desconfiaba del protagonismo de los jueces y de sus vanidades. Y, si la Justicia era ciega, por qué identificar al ciego –él decía–, pero ahora es que la Justicia es tuerta, ve por un ojo, según la acreditada oftalmología forense.

Practiqué durante mucho tiempo aquella enseñanza y eso que observaba asomado a la ventana cómo en el derecho comparado, un poner, en Estados Unidos, a los jueces se les nombraba siempre por sus nombres y apellidos. No me desanimó el ejemplo ya que –pensaba yo– allí es bueno saber sus nombres, no en vano, al menos en la justicia estatal, había que ir a las urnas periódicamente a elegir a los jueces o a destituirlos y mejor saber de quién se trataba y sus andanzas. Pero en España era distinto, los jueces son para siempre, tienen abundantes apellidos compuestos donde elegir, pero los jueces lo son por oposición, no son electos como lo son los miembros de los otros dos poderes, ejecutivo y legislativo. En todo caso, tras aprobar la oposición, el destino se lo marcan ellos mismos a través del escalafón y de sus órganos de gobierno.