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¿Y si la nueva burbuja es la crisis?

Desde que estalló la crisis inmobiliaria, para algunos la gran preocupación ha sido descubrir el nuevo pelotazo que nos sacará de ésta. Si una burbuja nos metió, otra burbuja nos tiene que salvar. Al fin y al cabo, y como nos ha enseñado el economista John Kenneth Galbraith en su visionario ensayo Breve historia de la euforia financiera, publicado en 1991, la historia económica de los últimos 300 años ha sido una sucesión de efímeras pompas de jabón especulativas: de la fiebre de los tulipanes en la Holanda del siglo XVII al desquiciado boom de las acciones de la Compañía de los Mares del Sur en el XVIII, que condujo a la aprobación en Gran Bretaña de una ley reguladora llamada, justamente la Bubble Act, Bubble Actque por supuesto fue posteriormente revocada. De ahí, hasta llegar al gran crack de 1929. Y el resto ya lo conocemos.

En España, cuando el ladrillo comenzaba a mostrar leves signos de agotamiento, hubo quien lo apostó todo a las energías renovables. Las jugosas subvenciones que estaban en juego hicieron enloquecer a los especuladores. Tengo un conocido cuyo trabajo, durante meses, fue trasladar paneles solares de un terreno a otro, de noche y en furgoneta, para engañar a quienes repartían las primas y hacerles creer que había más instalaciones generadoras de las reales. Una versión tecnológica de los famosos olivos de cartón de su tiempo. Sea porque el truco era demasiado burdo, sea porque había en juego otros intereses -de las grandes eléctricas, fundamentalmente- lo cierto es que la burbuja de la energía verde pinchó antes casi de terminar de inflarse. Las administraciones cerraron el grifo y los reyes del dinero rápido se marcharon con sus billetes a otra parte. Mientras, el fútbol hinchaba su propio globo, alimentado por el embriagador oxígeno de la locura inmobiliaria.

¿Y ahora qué? ¿Cuál será la próxima burbuja? ¿La tendrán ya localizada los especuladores? ¿Y si fuera la propia crisis? Si en la década pasada muchos se llenaron los bolsillos con nuestra euforia y nuestra despreocupación, ¿lo harán ahora con nuestro miedo? Si entonces nos hicieron creer que todos podíamos pertenecer al club de los ricos, ahora la fórmula parece ser la contraria: convencernos de que somos pobres de solemnidad, de que no hay dinero para nada. Nos hacen asumir que la crisis es una fatalidad, una maldición que ha caído sobre nuestras cabezas, de la que sólo saldremos con grandes sacrificios. Pero no lo lograremos mientras sea un negocio para otros. Mientras a alguien le interese que nada cambie, al menos por un tiempo.

Así, las empresas sanitarias se frotan ya las manos pensando en el gran negocio de la privatización de los hospitales públicos, como comienza a ocurrir ya en Madrid. Lo mismo que las grandes aseguradoras, que -con la complicidad de gobiernos y ciertos medios de comunicación- nos presentan los fondos de pensiones privados como la única opción si no queremos vernos en la indigencia al jubilarnos. Proyectos inverosímiles como el de Eurovegas aterrizan en nuestro país sobre la alfombra roja de las administraciones públicas. O se desmantela la Ley de Costas, reviviendo la misma cultura del “todo vale” que permitió la construcción de un mamotreto como el Algarrobico.

“¿Cuándo se producirá el próximo episodio especulador?”, se preguntaba Galbraith casi 20 años antes del derrumbe financiero de 2008. “Una cosa sí es cierta -escribía-: habrá otro de esos episodios y otros más después. (...) Tarde o temprano, a los incautos se les desposee de su dinero”. Así que la siguiente pregunta tiene que ser, forzosamente, ésta: ¿Qué vamos a hacer nosotros, los incautos? ¿Y qué estallará primero, esta nueva burbuja o nosotros?

Desde que estalló la crisis inmobiliaria, para algunos la gran preocupación ha sido descubrir el nuevo pelotazo que nos sacará de ésta. Si una burbuja nos metió, otra burbuja nos tiene que salvar. Al fin y al cabo, y como nos ha enseñado el economista John Kenneth Galbraith en su visionario ensayo Breve historia de la euforia financiera, publicado en 1991, la historia económica de los últimos 300 años ha sido una sucesión de efímeras pompas de jabón especulativas: de la fiebre de los tulipanes en la Holanda del siglo XVII al desquiciado boom de las acciones de la Compañía de los Mares del Sur en el XVIII, que condujo a la aprobación en Gran Bretaña de una ley reguladora llamada, justamente la Bubble Act, Bubble Actque por supuesto fue posteriormente revocada. De ahí, hasta llegar al gran crack de 1929. Y el resto ya lo conocemos.

En España, cuando el ladrillo comenzaba a mostrar leves signos de agotamiento, hubo quien lo apostó todo a las energías renovables. Las jugosas subvenciones que estaban en juego hicieron enloquecer a los especuladores. Tengo un conocido cuyo trabajo, durante meses, fue trasladar paneles solares de un terreno a otro, de noche y en furgoneta, para engañar a quienes repartían las primas y hacerles creer que había más instalaciones generadoras de las reales. Una versión tecnológica de los famosos olivos de cartón de su tiempo. Sea porque el truco era demasiado burdo, sea porque había en juego otros intereses -de las grandes eléctricas, fundamentalmente- lo cierto es que la burbuja de la energía verde pinchó antes casi de terminar de inflarse. Las administraciones cerraron el grifo y los reyes del dinero rápido se marcharon con sus billetes a otra parte. Mientras, el fútbol hinchaba su propio globo, alimentado por el embriagador oxígeno de la locura inmobiliaria.