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La nueva crisis la pagan los mismos

20 de enero de 2021 20:19 h

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La pandemia está dejando unas cuantas enseñanzas que también son paradojas. Tristes paradojas. La más lacerante: repetir a todas horas y en todas las tribunas que la salud está por encima de cualquier cosa, incluso del dinero, cuando en verdad lo que priman son los cálculos económicos. Hace tiempo que la atención sanitaria en sí misma se convirtió en una mina de ingresos. Basta con observar la pulsión de los contratistas privados por hacerse con un trozo del sector, una oportunidad de inversión con rentabilidad garantizada. Mientras unos y otros predican con tono transcendente que una plaga como ésta solo se puede combatir mediante robustos sistemas públicos, la realidad es que la sanidad como la conocimos lleva lustros desmantelándose. No nos llevemos a engaño, la salud es un boyante negocio, el negocio del siglo.

Al explotar la propagación del virus, muchos quisimos ver el lado luminoso de la adversidad: el esfuerzo desinteresado, el empuje de gente anónima que se pone al servicio de los demás, la generosidad en el desempeño de ocupaciones difíciles y, por lo común, mal pagadas; el altruismo de quienes son capaces de apartar sus diferencias para trabajar juntos, a veces con pocos medios y en circunstancias laborales precarias. Creo que no fue un error. Esto ha ocurrido y sigue ocurriendo, y además siempre es mejor pecar de cierta candidez respecto a la condición humana que cronificar un cinismo agrio y descreído. Pero en lo de aspirar, por ejemplo, a una excepción en la lógica destructiva de los partidos políticos, o a la cooperación internacional para atender a los más débiles, hay que reconocer que los optimistas nos pasamos de frenada.

Ni siquiera la certeza de que si se acaba con la enfermedad, mejora la economía y, por tanto, los beneficios, ha variado el rumbo de la inercia devastadora.

Y eso que algunos expertos renombrados llegaron más allá y vislumbraron una inflexión del engranaje depredador que devora el planeta, y el comienzo de una nueva era, erigida sobre el aprendizaje de las equivocaciones que, tanto en origen como en la gestión, condujeron a esta tragedia global. Ni siquiera la certeza de que si se acaba con la enfermedad, mejora la economía y, por tanto, los beneficios, ha variado el rumbo de la inercia devastadora. Casi un año después, la desigualdad ha crecido de manera vertiginosa, de tal suerte que 250 millones de personas de países en desarrollo pueden caer en la pobreza total. En el ámbito nacional, aunque las administraciones ayuden con subsidios, son los de abajo los que soportan la peor parte. También en cuanto a contagios y mortandad, que se ceba en los barrios humildes y, según los estudios de seroprevalencia, en las tareas básicas como la limpieza.

El reparto de las vacunas ha terminado por apagar la última chispa de confianza en una salida equitativa. Naciones Unidas ha alertado del escándalo de los países ricos al acaparar las dosis, así como de la hecatombe que se cierne sobre una amplia zona del mundo, condenada a la miseria por varias generaciones. Si bien, en puridad, ya se vieron avanzadillas con los sobresaltos iniciales de la Covid, ya saben, la competición desenfrenada por conseguir mascarillas, respiradores o medicamentos. El espectáculo de los tirones, las malas artes y el egoísmo nacionalista fue muy lamentable. En la Asamblea Mundial de la Salud que se celebró en mayo se acordó colaborar y no dejar a los países pobres en la estacada, sin embargo, nada más descollar los primeros datos de efectividad de los ensayos, el compromiso se deshizo.

Pese a la ruindad de los casos penosos de cargos que se han saltado obscenamente el orden de vacunación para ponerse ellos a salvo --el consejero murciano del PP, junto con su séquito, y los cuatro alcaldes socialistas defenestrados--, en el plano individual sigue brillando la abnegación y el sacrificio de los que hacen su trabajo de manera concienzuda y desinteresada, aquellos que sostienen nada menos que el armazón de nuestras vidas. Ya he dicho antes que prefiero quedarme con el prisma resplandeciente del género humano y tiendo a buscar razones para la esperanza. Ahora bien, conviene mirar con los ojos abiertos y saber que la pandemia no ha cambiado nada, todo lo contrario; que hay unas reglas para los adinerados y otras para el resto, y que si no se invierte radicalmente la tendencia, el precio más alto de esta nueva crisis lo pagarán los mismos que cayeron en la anterior. Ya lo están pagando.

La pandemia está dejando unas cuantas enseñanzas que también son paradojas. Tristes paradojas. La más lacerante: repetir a todas horas y en todas las tribunas que la salud está por encima de cualquier cosa, incluso del dinero, cuando en verdad lo que priman son los cálculos económicos. Hace tiempo que la atención sanitaria en sí misma se convirtió en una mina de ingresos. Basta con observar la pulsión de los contratistas privados por hacerse con un trozo del sector, una oportunidad de inversión con rentabilidad garantizada. Mientras unos y otros predican con tono transcendente que una plaga como ésta solo se puede combatir mediante robustos sistemas públicos, la realidad es que la sanidad como la conocimos lleva lustros desmantelándose. No nos llevemos a engaño, la salud es un boyante negocio, el negocio del siglo.

Al explotar la propagación del virus, muchos quisimos ver el lado luminoso de la adversidad: el esfuerzo desinteresado, el empuje de gente anónima que se pone al servicio de los demás, la generosidad en el desempeño de ocupaciones difíciles y, por lo común, mal pagadas; el altruismo de quienes son capaces de apartar sus diferencias para trabajar juntos, a veces con pocos medios y en circunstancias laborales precarias. Creo que no fue un error. Esto ha ocurrido y sigue ocurriendo, y además siempre es mejor pecar de cierta candidez respecto a la condición humana que cronificar un cinismo agrio y descreído. Pero en lo de aspirar, por ejemplo, a una excepción en la lógica destructiva de los partidos políticos, o a la cooperación internacional para atender a los más débiles, hay que reconocer que los optimistas nos pasamos de frenada.