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Quien se pierde el valor de los silencios, se pierde el mundo
En 2017 Max Richter realizó una serie de conciertos pensados para dormir. En ellos, el compositor al que recordarán por las bandas sonoras de Ad Astra, The Leftovers o Vals con Bashir, interpretaba su album 'Sleep“', una creación musical de ocho horas desarrollada con la colaboración del neurocientífico David Eagleman, una nana moderna para un mundo en continua hiperactividad.
En el documental del mismo nombre, que vi hace unos años, se recogen estos conciertos o performances colectivas en las que se disponen cientos de camas para que la gente pueda dormir mientras los músicos tocan. Un parque a la luz de la luna en Los Ángeles, la Ópera de Sidney, la Gran Muralla China, la Philarmonie de París, o los Spring Studios en Nueva York han sido testigos noctámbulos de este hermoso y raro experimento al que los asistentes acudían en pijama y con almohadas.
Cuando vi el documental me sumergí por completo en la poética íntima y reflexiva que propone. Un concierto para conciliar un sueño colectivo, algo en profunda crisis en nuestra sociedad. Alcanzar la calma mediante la música en medio del frenesí.
Desde entonces llevo el álbum 'Sleep' descargado en mi Spotify para poder escucharlo sin conexión, y aprovecho los viajes en avión y en tren para ponerlo. Es magia. Me coloco mis cascos y todo el ruido: el chico que ve tik toks a toda leche sin auriculares, la señora que se pelea con el de al lado por ocupar todo el espacio de los portamaletas, la familia que habla a voz en grito, el corbatilla que apura los últimos segundos para cerrar las gestiones de nosequé... todo desaparece y me sumerjo en las notas de Richter donde el mundo es tranquilo y mi cerebro puede pensar.
Quizá esa isla que supone estar en las alturas, flotando en el aire, lejos de la cobertura y las responsabilidades inmediatas, de todas las cosas que son para ya, es la que hace posible el milagro
Me resulta curioso que en los últimos dos años, los trayectos en avión que he de hacer por trabajo, se hayan convertido en una especie de refugio. La seguridad de que durante unas horas no me sonará el móvil y que, aunque haya personas contactándome, yo ni puedo hacer nada ni me enteraré, me da una sensación de paz indescriptible.
La vida me regala dos horas, tres, las que sean, para escuchar música, leer, escribir, pensar, descansar. Las melodías repetitivas de 'Sleep' funcionan y a la cuarta página del libro y segundo tema del álbum, caigo en un profundo sueño. Algo increíble si pienso en el tiempo que llevo con medicación para poder dormir. Quizá esa isla que supone estar en las alturas, flotando en el aire, lejos de la cobertura y las responsabilidades inmediatas, de todas las cosas que son para ya, es la que hace posible el milagro.
Filmin acaba de estrenar el documental Opus, el último concierto de Rryuichi Sakamoto, un retrato de amor filmado por su hijo, pocos meses antes de que el compositor de míticas bandas sonoras como las de El último emperador, El cielo protector o El Renacido, falleciera a causa del cáncer.
En el documental solo están Sakamoto, su piano y una bellísima intimidad, tan verdadera y tan honesta como sus propias composiciones. Me es imposible no emocionarme al verle interpretar la hermosa Bibo no Aozora.
Solo hay que mirar lo que está pasando delante nuestra, lo maravilloso está ahí, quedémonos quietos y miremos
En la música, en la danza, en el cine, en el arte en general, muchos autores se obsesionan con el “mira lo que sé hacer”, otros simplemente, consiguen derribar todos los muros para decir: “mira lo que soy”.
Pienso en cómo estamos expulsando todo lo que implica pausa y quietud de nuestro mundo. Ultimamente he tenido que pelearme con algún miembro de mi equipo en rodaje por esa necesidad imperiosa de mover la cámara y tomar cientos de encuadres y mover el foco. “Pero si solo hay que mirar lo que está pasando delante nuestra, lo maravilloso está ahí, quedémonos quietos y miremos”, he repetido mientras me miraban con rostro atónito.
Y quizá el problema sea ese, que nos estemos negando a pararnos y mirar, o simplemente que no nos dejen, que ni nosotros mismos nos lo estemos permitiendo. Y es tan peligroso... porque de qué otro lugar si no es de la pausa vienen el pensamiento y la reflexión.
Será que me estoy haciendo mayor, pero no puedo soportar esta nueva tendencia de tener que captar la atención en tres segundos con los contenidos audiovisuales, ver las películas y series a doble velocidad, escuchar solo 20 segundos de una canción y pasar a otra. Me horroriza. Quien se pierde el valor de los silencios, se pierde el mundo, como el que esconden las delicadas pausas de las manos de Ryuichi Sakamoto, o las miradas de párpados pesados en los conciertos de Richter. A mí que me busquen allí, en esas pequeñas islas cada vez más extintas.
En 2017 Max Richter realizó una serie de conciertos pensados para dormir. En ellos, el compositor al que recordarán por las bandas sonoras de Ad Astra, The Leftovers o Vals con Bashir, interpretaba su album 'Sleep“', una creación musical de ocho horas desarrollada con la colaboración del neurocientífico David Eagleman, una nana moderna para un mundo en continua hiperactividad.
En el documental del mismo nombre, que vi hace unos años, se recogen estos conciertos o performances colectivas en las que se disponen cientos de camas para que la gente pueda dormir mientras los músicos tocan. Un parque a la luz de la luna en Los Ángeles, la Ópera de Sidney, la Gran Muralla China, la Philarmonie de París, o los Spring Studios en Nueva York han sido testigos noctámbulos de este hermoso y raro experimento al que los asistentes acudían en pijama y con almohadas.