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La pobreza y el valor del tiempo
Si buscamos el significado de la palabra valor en el DRAE, la primera acepción que nos encontramos es la del “grado de utilidad o aptitud de las cosas para satisfacer las necesidades o proporcionar bienestar o deleite”. Sin duda, disponer de tiempo para poder realizar las actividades que nos satisfagan, nos permitan acceder a los recursos que necesitamos para vivir, o realizar las actividades fisiológicas básicas que permiten nuestra existencia, tiene un valor incalculable, sobre todo para determinados grupos sociales y etapas de nuestro ciclo vital.
Pero aún así, en una sociedad de mercado y dentro del proceso de mercantilización constante de nuestras vidas, todo tiende a tener un precio. Y aunque ya popularizara Antonio Machado la frase de Francisco de Quevedo, “sólo el necio confunde valor y precio”, la segunda acepción de la palabra valor que nos encontramos en el DRAE es la de “cualidad de las cosas, en virtud de la cual se da por poseerlas cierta suma de dinero o equivalente”.
Y es normal que así sea en una sociedad capitalista donde el dinero es la clave para acceder a todo tipo de recursos, incluido el dinero mismo a modo de crédito para poder emprender determinadas acciones en nuestra vida que requieren de financiación. Esto obviamente genera y retroalimenta las desigualdades. No tendría por qué ser así ya que existen alternativas, algunas de las cuales conviven en nuestra sociedad de mercado como los servicios públicos. Pero éstos también tienen un coste y están sufriendo un creciente proceso de privatización, generando por tanto mayor desigualdad y procesos de individualización del riesgo.
De ahí que comencemos a hablar también en las sociedades opulentas de pobreza de tiempo, definido como el hecho que hace que algunas personas no tengan suficiente tiempo para descansar o acceder al ocio después de haber dedicado tiempo a los trabajos pagado y no pagado, el estudio u otras necesidades necesarias para la vida como el cuidado personal.
Y es que necesitamos disponer de tiempo incluso para adquirir los recursos financieros que en una sociedad de mercado nos permiten acceder a otros muchos recursos -incluidos los propios recursos financieros que en ausencia de políticas sociales adecuadas permiten el acceso a recursos tan básicos como la vivienda. De ahí que la especialización histórica de las mujeres en el cuidado y la menor disponibilidad de tiempo y movilidad que le va asociado expliquen en gran medida la concentración de las mujeres en los empleos con peor remuneración, la feminización de la pobreza, así como la construcción de los estereotipos de género que tanto condicionan las decisiones de las propias mujeres como las de las empresas.
Necesitamos tiempo para poder disfrutar de los bienes y servicios que adquirimos o a los que podemos acceder. Necesitamos tiempo para cuidar -y ser cuidados-, sobre todo en determinados momentos de nuestro ciclo vital, cuando las necesidades de cuidado devoran todo nuestro tiempo, especialmente el de las mujeres, sobre todo aquellas que pertenecen a estratos sociales sin capacidad de externalizar ese cuidado en terceras personas o que tienen dificultad en acceder a servicios sociales de calidad y gratuitos. Y tenemos que disponer de tiempo para realizar nuestras necesidades fisiológicas, especialmente el sueño, el descanso.
Cuando en las encuestas de empleo del tiempo se pregunta a la población si cree disponer de tiempo para realizar todas las actividades que necesita o quiere hacer a lo largo del día, la mayor parte de la población reporta que le falta tiempo. En cambio, esas mismas encuestas, sobre todo para países en los que llevan décadas realizándose -todos ricos-, nos muestran que el tiempo de trabajo no ha cesado de descender en el largo plazo. También sabemos que la tecnología ha llegado al hogar facilitando algunos trabajos que consumían grandes cantidades de tiempo.
A qué se debe esa paradoja. Posiblemente al uso que hacemos de las nuevas tecnologías, el avance de la sociedad de mercado, el desigual reparto de los trabajos y los tiempos y el predominio de culturas laborales que priman el presentismo y que solo entienden la flexibilidad vinculada con las necesidades de las empresas y no las de las y los trabajadores, sobre todo en el actual contexto de precarización de las condiciones de vida y de trabajo y de la existencia de unas reglas de juego que perpetúan la relación de desigualdad entre capital y trabajo.
Las tecnologías no son buenas ni malas en sí mismas, todo depende de cómo las usemos. La lavadora ha permito ahorrar tiempo, pero si ahora lavamos más la ropa, el ahorro de tiempo no será tan grande como podríamos suponer porque la ropa no transita sola al bombo de la ropa sucia, ni al tambor de la lavadora, ni al tendedero, ni a la cesta de la plancha, ni al armario.
Así pues, los móviles permiten a muchas personas atender a necesidades vinculadas con su empleo sin necesidad de estar presentes en el lugar de trabajo facilitando por ejemplo la conciliación de la vida laboral, familiar y personal, que es uno de los problemas principales que reportan las personas que consideran no tener tiempo suficiente. De hecho, de la sincronía o diacronía con la que podamos realizar las actividades y repartirlas entre las personas que en teoría tendrían la responsabilidad de satisfacerlas, va a depender en gran medida nuestra realidad y percepción sobre el tiempo disponible. Las nuevas tecnologías nos permiten micro conciliaciones y repartos que antes habrían sido difíciles e incluso un cierto cuidado y organización no presencial.
Pero al mismo tiempo, esos móviles han desdibujado las fronteras entre el tiempo de trabajo –como empleo- y el resto del tiempo vital, lo que hace que muchas personas tengan la sensación de no desconectar de sus trabajos y dedicarles más horas de las que en teoría deberían dedicarle.
La mayor competencia, degradación y precarización de los mercados de trabajo en un contexto de hiperglobalización financiera y revolución neoliberal, no facilita la desconexión laboral. A lo que habría que añadir que esas mismas tecnologías han permitido una intensificación de los trabajos pero también del ocio.
Si en el pasado, el ocio era sinónimo de estatus, la clase alta era la clase ociosa, hoy día el estatus está vinculado con la busy-ness, con estar ocupados. Estar muy ocupado en el trabajo implica que uno es importante, esto es especialmente así para los hombres que entre otras cosas tienen como media jornadas laborales mucho más prolongadas que las de las mujeres incluso en los mismos sectores o sub-sectores económicos.
Pero tener la agenda repleta como símbolo de estatus trasciende al mundo del empleo y alcanza al tiempo de ocio. Tener una agenda repleta de cenas, conciertos, inauguración de exposiciones… es símbolo de estatus, lo que sin duda ayuda a la idea de estar presionado por el tiempo. También vinculado al tiempo de ocio de las criaturas que cada día después del colegio tienen innumerables actividades extraescolares que ser tornan en una multiactividad frenética los fines de semana. Y es que a pesar de que ha descendido el número de hijos/as que tienen las personas, el tiempo de cuidados, no ha descendido, ya que éste se ha convertido en un cuidado considerado de “calidad” que sin duda es más presentista y por tanto en mayor medida, consumidor de tiempo.
Sin embargo, aunque las personas que identifican el estatus con la ocupación reporten falta de tiempo, parece claro que su busy-ness forma parte de una elección vital vinculada con el estatus social que tienen o que quieren alcanzar. Pero hay muchas otras personas, las y los auténticos pobres de tiempo para los que no disponer de tiempo no es una elección. Y es que ahora como antes, la disponibilidad de tiempo depende en gran medida de las circunstancias personales y de los recursos financieros de los que dispongan.
El disponer de tiempo se considera una buena medida de la libertad personal, y en gran medida lo es, porque nos da medida de las extremas desigualdades que existen entre las personas para vivir vidas que cada una de nosotras consideramos dignas de ser vividas. Desigualdades cruzadas de género, clase, origen étnico o geográfico, que arrojan vidas donde el tiempo se convierte en una medida de bienestar o malestar, de oportunidades o condenas, que posibilita el acceso a los recursos o cronifica la exclusión de los mismos. La pobreza de tiempo es un elemento esencial de la multidimensionalidad de la pobreza y como ésta no es inevitable, combatirla dependerá de nuestros valores y preferencias y de cómo seamos capaces de convertirlos en acciones y políticas públicas.
Si buscamos el significado de la palabra valor en el DRAE, la primera acepción que nos encontramos es la del “grado de utilidad o aptitud de las cosas para satisfacer las necesidades o proporcionar bienestar o deleite”. Sin duda, disponer de tiempo para poder realizar las actividades que nos satisfagan, nos permitan acceder a los recursos que necesitamos para vivir, o realizar las actividades fisiológicas básicas que permiten nuestra existencia, tiene un valor incalculable, sobre todo para determinados grupos sociales y etapas de nuestro ciclo vital.
Pero aún así, en una sociedad de mercado y dentro del proceso de mercantilización constante de nuestras vidas, todo tiende a tener un precio. Y aunque ya popularizara Antonio Machado la frase de Francisco de Quevedo, “sólo el necio confunde valor y precio”, la segunda acepción de la palabra valor que nos encontramos en el DRAE es la de “cualidad de las cosas, en virtud de la cual se da por poseerlas cierta suma de dinero o equivalente”.