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Los presupuestos de la Gurtel
Mientras la bancada popular saltaba el miércoles en aplausos por ver aprobados por presupuestos generales del Estado, de Ciudadanos y del PNV, el jovial Eduardo Zaplana quizá se estaría preguntando si habría rayos uva en suchabolo de Picasent. Del cupo al cupón, el patriotismo de Albert Rivera sostiene las cuentas del Gran Cristóbal Montoro: si a doña Ana Mato, según la sentencia de la Gürtel dada a conocer el jueves, le han salido bastante caros los payasos del cumpleaños de su prole, a este país –o a esta patria—le ha costado más la broma de un partido que nos hizo creer que España iba bien porque España era Génova, la calle madrileña que lleva el nombre de la ciudad italiana cuya banca arrambló con el oro americano. Hasta les acusa Quevedo: “Es don Dinero./Nace en las Indias honrado,/ Donde el mundo le acompaña;/ Viene a morir en España,/ Y es en Génova enterrado”.
Una ardilla podría recorrer ahora la Península saltando de corrupción en corruptela. Y el PP, como bien zanjó el presidente del Gobierno y de dicho partido antes de que el huracán de una sentencia le devastara, es mucho más que diez o quince casos aislados. Lo menos, sesenta, según contabilizó en su día Irene Montero, cuya aventura inmobiliaria de familia campestre puede costarle mucho más a su Podemos que la trincalina en serie que se imputa a los conservadores sin que hasta ahora les haya lastrado demasiados votos. Mientras la izquierda, sea cual sea, se hunde a poco que estornude, a la derecha siempre le llega el séptimo de caballería de otra derecha aparentemente más limpia cuando se ve acosada por los siux de los tribunales.
Qué se hizo de aquellos tiempos de la boda de El Escorial, de la alfombra roja por donde desfilaba el señor Correa y la plana mayor del aznarismo. Qué fue de Rita Barberá y de Francisco Camps en un bólido por el circuito de Valencia; do la arrogancia de la comunidad de Madrid, a dónde la plusmarca de presidentes en trenas o en banquillos. Ubit Sunt Alberto Ruiz Gallardón, que logró que la justicia supuestamente universal y gratuita funcionara con peajes en sus tasas.
Mientras nos convencían de que eran capaces de sacarnos de la crisis con tan sólo convertir al Estado español en el país europeo con más empleos temporales y más parados que raperos, tuiteros, titiriteros y blogueros empurados por la fiscalía, La Moncloa hacía encajes de bolillos. Y, abracadabra, juntaba al partido de Sabino Arana con el de Marta Sánchez, en una votación conjunta en el Congreso, pocas horas antes de que sobreviniera el apocalipsis y nadie guasapeara esta vez “Mariano, se fuerte”. El árbol de Gernika y el himno de Granaderos conviven allí donde los verdes campos del Edén se convierten en el color clásico del papel moneda, la única bandera capaz de unirnos a casi todos.
Nadie en su buen juicio creerá que los Presupuestos Generales del Estado –que siguen tratando como una chacha a Andalucía y a otras comunidades—van a salvar a corto plazo al Partido Popular de las encuestas, ese peligroso monstruo que importó su fundador Manuel Fraga cuando hacía las veces de ministro tardofranquista. ¿Para qué van a servir estas cuentas que siguen ralentizando inversiones estratégicas como los corredores ferroviarios y pueden dinamitarnos la contención del déficit por las concesiones particulares a sus votantes y no precisamente por intentar compensar a los pensionistas?
Mariano Rajoy, eso sí, ha comprado tiempo. En dos años, lo mismo sueña con enderezar la deriva, hasta que se olvide la Gurtel, la Púnica, Andratx y lo que le echen. En dos años, igual sus cargos públicos han logrado el visto bueno del departamento de Recursos Humanos de Ciudadanos y cambian de franquicia como si los dependientes de Burger King acabaran trabajando para MCDonalds. Dos años para fabricar nuevas puertas giratorias. Dos años de carencia para que Catalunya se convierta en la aldea de Asterix, o para que entre tantas banderas nos olvidemos del rostro de la gente. Dos años también para exiliarnos como Puigdemont o como Urdangarín, que sigue sin pisar el maco; como Valtonic ahora o como, en los viejos días de la UCD, Albert Boadella.
Dentro de dos años, quizá hayamos olvidado la Gurtel. Lo que no podremos olvidar serán las consecuencias de casi una década de Gobierno de un partido que prefirió salvar a los bancos que a las familias. Y que, al votarle, además, nos hizo creer que era lo correcto. Entre la reforma laboral y la ley mordaza, tiene razón Rajoy: su partido supone mucho más que diez o quince casos aislados. Unos días después de apoyar los presupuestos, no parece probable que Ciudadanos pueda refrendar la moción de censura que va a promover el lánguido PSOE de Pedro Sánchez. El Gobierno dice que la sentencia no le afecta, aunque su partido –y por tanto su presidente—haya sido condenado como beneficiario a título lucrativo de una trama que se parece demasiado a la de la mafia. Es probable que, en las próximas horas, la cabeza de un caballo decapitado aparezca en nuestra cama. Luego, en unos días, nos limitaremos a seguir hablando de Catalunya. Y todo esto, me temo, será historia.
Mientras la bancada popular saltaba el miércoles en aplausos por ver aprobados por presupuestos generales del Estado, de Ciudadanos y del PNV, el jovial Eduardo Zaplana quizá se estaría preguntando si habría rayos uva en suchabolo de Picasent. Del cupo al cupón, el patriotismo de Albert Rivera sostiene las cuentas del Gran Cristóbal Montoro: si a doña Ana Mato, según la sentencia de la Gürtel dada a conocer el jueves, le han salido bastante caros los payasos del cumpleaños de su prole, a este país –o a esta patria—le ha costado más la broma de un partido que nos hizo creer que España iba bien porque España era Génova, la calle madrileña que lleva el nombre de la ciudad italiana cuya banca arrambló con el oro americano. Hasta les acusa Quevedo: “Es don Dinero./Nace en las Indias honrado,/ Donde el mundo le acompaña;/ Viene a morir en España,/ Y es en Génova enterrado”.
Una ardilla podría recorrer ahora la Península saltando de corrupción en corruptela. Y el PP, como bien zanjó el presidente del Gobierno y de dicho partido antes de que el huracán de una sentencia le devastara, es mucho más que diez o quince casos aislados. Lo menos, sesenta, según contabilizó en su día Irene Montero, cuya aventura inmobiliaria de familia campestre puede costarle mucho más a su Podemos que la trincalina en serie que se imputa a los conservadores sin que hasta ahora les haya lastrado demasiados votos. Mientras la izquierda, sea cual sea, se hunde a poco que estornude, a la derecha siempre le llega el séptimo de caballería de otra derecha aparentemente más limpia cuando se ve acosada por los siux de los tribunales.