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Protoloco

Carmen Camacho

10 de mayo de 2023 06:01 h

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Comenzaba, casualmente, mi anterior artículo afirmando que el protocolo es eso que evita que las personas que ostentan cargos se maten entre sí. Pero eso era antes de la semana pasada. El pasado 2 de mayo se armó en Madrid el 2 de Mayo. Bayonetas y trabucos mutaron en secuencias de acto, gestos despelucados, agarrones y desorden de prelación, en una violencia simbólica nunca vista hasta el momento. Podríamos dejarlo correr, en plan la enésima ayusada, que una vez perpetrada se olvida (¡hay tantas!), o bien detenernos un momento a contemplar esta inercia, su propósito y los límites que existen -y que no sé por qué no se aplican- a la provocación y el disparate. Hoy servimos media ración de protoloco.

Hasta ahora, en cualquier acto institucional, si las autoridades podían ascender en paz a la tribuna era gracias a que los jefes de protocolo se habían partido, previa y metafóricamente, la cara para hacer valer una secuencia del acto consensuada y conforme a leyes, reales decretos y otras normas que regulan el ceremonial público. Órdenes de precedencia, colocación de los símbolos, tratamientos, líneas de saludo, intervenciones…, no son frívolos caprichos. A lo largo de mi carrera profesional he visto muchas veces a responsables de protocolo discutir para obtener la secuencia más ventajosa en los márgenes que establece la norma. Pero jamás había visto a una responsable de protocolo encararse con un ministro, como hizo Alejandra Blázquez con Javier Bolaños. Esto es nuevo de paquete.

De las muchas líneas que la derecha rayana en la ultraderecha se salta a diario ante nuestras narices, para ver hasta dónde aguanta el personal, es esta de confundir persona y cargo

Durante un lustro ejercí de responsable de Comunicación en diversas instituciones públicas. Mi puesto abarcaba funciones de muchos tipos. Entre ellas estaba la de proponer las secuencias de cada acto, acompañar en la negociación de las mismas y velar porque se cumpliera lo que acordaban los respectivos responsables de protocolo (de ayuntamientos, de San Telmo, Moncloa, la Unión Europea…). Contra todo pronóstico, aquello me pareció interesantísimo. Y lleno de sorpresas: la presencia imprevista, pongo por caso, del alcalde anfitrión que la noche antes había descartado acudir, hacía saltar por los aires lo previsto. Si la norma para aquel contexto establecía que a dicha personalidad, de acudir, le correspondía presidir el acto, ése era mi problema, no el del alcalde: en minutos me tocaba desbaratar la mesa –las mesas inaugurales son impares, lo impar propone una jerarquía-, recomponer sitios a izquierda y derecha, hablar con los de comunicación del patrocinador para pedirles que bajaran al mecenas del estrado (y que si se cabreaba, que bebiera agüita), poner a la cabeza al alcalde de la ciudad que acoge el evento y pedirle al presidente que hable desde el atril, pongo por caso. La solución al rompecabezas protocolario está en la legislación, no en una hojilla parroquial. Esto es de primero de comunicación institucional, materia que le ha de sonar de algo a Díaz Ayuso, que además de tener la brillante idea de abrirle una cuenta al perro Pecas es, por la patilla, alumna ilustre de la Complutense.

De las muchas líneas que la derecha rayana en la ultraderecha se salta a diario ante nuestras narices, para ver hasta dónde aguanta el personal, es esta de confundir persona y cargo. Un ministro de un Gobierno democrático es, por encima de sus siglas, una autoridad a la que el orden de precedencias le confiere un sitio en los actos oficiales, según el Real Decreto que lo regula. Sobra decir que, en un acto de estas características en Madrid, que es capital del Estado y sede de las instituciones generales, lo normal es que haya representación de los poderes y órganos estatales, igualmente ordenaditos. Bolaños, arguyen los de protocolo de la Comunidad de Madrid, no estaba invitado. Uno: eso está muy feo, que es el ministro de la Presidencia, no el de Pesca (al no tener Madrid –por ahora- puerto de mar podría disculpar que no lo invitasen). Dos: me da igual, señora mía. Bien sabe, porque le habrá tocado muchas veces lidiar con ello, que entre su modesta secuencia de protocolo y el Real Decreto, este inspira y manda en aquella.

Estos trapos, insisto, se suelen lavar en la tramoya, jamás así. Aflige mucho este incidente y beneficia a quien quiere mostrarse de un modo que a buena parte de la población nos abochorna, pero a otra le pirra. Se trata de una estrategia de comunicación que no toda persona con escrúpulos puede sostener, pero ya tenemos comprobado que Isabel Díaz Ayuso no se hace ningún problema ético en retratarse de plañidera en plena pandemia (el suyo sí que fue un auténtico protocolo, el de la vergüenza), inventarse las siglas de la Covid, merendarse de un bocado a Casado en sus luchas intestinas, o soltar falacias nivel “socialismo o libertad”. Si a Ayuso le cabe todo eso sin hacerse el menor problema, lo de Bolaños no es sólo un juego, es un gol: es una manera de decirle a quienes admiran su desfachatez quién manda. Y por las malas.

Me pregunto si esta es la actitud correcta, si es buen ejemplo que una comunidad autónoma, o un órgano judicial, se salte a piola la norma ante la mirada atónita de toda España y no suceda nada

Remató la estampa goyesca Almeida, declarando públicamente que Bolaños ha querido ir de okupa. Idea extraña y peligrosa del mundo, la de los políticos que consideran ilegítimo a un Gobierno por no presidirlo ellos y que toman por okupa a quien reclama el puesto que le corresponde por decreto. Idea nefasta la del ministro, por ponerles el follón tan a la mano a quienes les renta tanto el charraneo. 

 Persisto en no olvidarme tan rápido de este bochorno porque la tendencia va a ser sumar y seguir, sin darle importancia. Me pregunto si esta es la actitud correcta, si es buen ejemplo que una comunidad autónoma, o un órgano judicial, se salte a piola la norma ante la mirada atónita de toda España y no suceda nada. No hablo de aplicar el 155, como habrá quien proponga, sino el mecanismo efectivo que nos muestre que los pequeños actos de subversión institucional desde el interior de dichas instituciones tienen un nombre, y el reproche a los mismos, también. 

Comenzaba, casualmente, mi anterior artículo afirmando que el protocolo es eso que evita que las personas que ostentan cargos se maten entre sí. Pero eso era antes de la semana pasada. El pasado 2 de mayo se armó en Madrid el 2 de Mayo. Bayonetas y trabucos mutaron en secuencias de acto, gestos despelucados, agarrones y desorden de prelación, en una violencia simbólica nunca vista hasta el momento. Podríamos dejarlo correr, en plan la enésima ayusada, que una vez perpetrada se olvida (¡hay tantas!), o bien detenernos un momento a contemplar esta inercia, su propósito y los límites que existen -y que no sé por qué no se aplican- a la provocación y el disparate. Hoy servimos media ración de protoloco.

Hasta ahora, en cualquier acto institucional, si las autoridades podían ascender en paz a la tribuna era gracias a que los jefes de protocolo se habían partido, previa y metafóricamente, la cara para hacer valer una secuencia del acto consensuada y conforme a leyes, reales decretos y otras normas que regulan el ceremonial público. Órdenes de precedencia, colocación de los símbolos, tratamientos, líneas de saludo, intervenciones…, no son frívolos caprichos. A lo largo de mi carrera profesional he visto muchas veces a responsables de protocolo discutir para obtener la secuencia más ventajosa en los márgenes que establece la norma. Pero jamás había visto a una responsable de protocolo encararse con un ministro, como hizo Alejandra Blázquez con Javier Bolaños. Esto es nuevo de paquete.