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El pueblo salva
En estos tiempos de desasosiego judicial hemos oído, leído, escrito, dicho que la Justicia solo emana del pueblo, al parecer con poca fortuna. Mucha gente, mucha gente bien, se resiste y reniega impasible ante un aserto tan democrático como constitucional. Pero, ¿y el pueblo? ¿Es consciente de que la Justicia solo puede emanar de su poder? Difícil de digerir en una sociedad que ha mamado poco la democracia. El pueblo no se lo cree, se siente inferior y distanciado de esas afirmaciones tan rimbombantes en medio de la vorágine de la democracia representativa. Sin contar con que de una parte muy relevante de la gente ya no emana nada en tanto que ni vota. Lo han conseguido. En cierto sentido se han roto los vínculos emocionales entre el pueblo y las instituciones que lo representan o están encargadas de defender sus derechos, caso de la Justicia, el servicio público peor valorado por la ciudadanía.
En esas estábamos en una conversación de amigos, algo aliviados por la lección francesa, y a la vez preocupados por el auge y envilecimiento de la derecha y extrema derecha, cuando el camarero, un amigo que había pasado su niñez en Francia, hijo de la emigración andaluza, mientras nos ponía vino, intervino: no hay posibilidades de regreso al pasado, el pueblo nunca lo consentirá. Creí que se refería a Francia, en donde la virtud republicana mamada desde siglos es capaz de rehacer los vínculos rotos entre electores y partidos para salvar la democracia. Pero insistió -me refiero también a España. Nunca lo permitiremos, otra cosa es que estemos cabreados-.
Me sentí francamente reconfortado, aún y así le insistí con que la desconfianza entren los electores y los electos en España era galopante y que la militancia y confianza en los partidos, fruto del descrédito y de los malos ejemplos, era también menguante. Eso estaba permitiendo la penetración del populismo extremista. Ahí lo dejamos, pero me puso a cavilar.
El asunto se muestra con toda crudeza cuando los destinatarios de esa confianza electoral son unos auténticos mamarrachos, botarates y unos aventureros en busca de mejor fortuna como estaban demostrando -decía mi ilustre amigo- los dirigentes de la extrema derecha que acababan de romper, no todos, sus pactos de gobierno con la otra derecha
¿En qué circunstancias psicológicas el pueblo es capaz de dejarse engañar y apoyar a un partido, a un candidato, a sabiendas de que es una enemigo mortal de sus libertades? Y, ¿por cuánto tiempo? Una reflexión parecida se hace uno de los pensadores políticos más relevantes de Europa en toda su obra, William Shakespeare. El asunto se muestra con toda crudeza cuando los destinatarios de esa confianza electoral son unos auténticos mamarrachos, botarates y unos aventureros en busca de mejor fortuna como estaban demostrando -decía mi ilustre amigo- los dirigentes de la extrema derecha que acababan de romper, no todos, sus pactos de gobierno con la otra derecha.
En la zozobra aparecían otros desasosiegos, un nutrido contingente de mandos de la Policía Nacional se había dedicado con toda impunidad y con amparo político a espiar a cerca de setenta diputados electos de Podemos, según habíamos sabido el mismo día. Guerra sucia sobre otras guerras igual de sucias por parte de funcionarios del Estado que, además, tienen la desfachatez de considerarse patriotas. Un escándalo que no parece depurar responsabilidad alguna, es decir, escándalo sobre escándalo. Si las instituciones fallan, se vuelven contra la democracia ¿Quién defiende al pueblo?
Las palabras que había escuchado me esperanzaban a la vez que inquietaban. En un diálogo en la obra de Shakespeare sobre Julio César, aparece Bruto preocupado por la ruina y fin de la república ante las aclamaciones del pueblo a aquel que precisamente tenía la intención de acabar con ella. Casio le dice: “la culpa no es de nuestras estrellas, sino de nosotros mismos, que consentimos en ser inferiores”. El pueblo, otra vez el pueblo.
El poder del pueblo, también el eslabón más manipulable de la cadena, gracias a un trabajo concienzudo de mentiras, difamaciones, bulos, encomendado a una parte muy relevante de un periodismo que se sale de su papel en defensa de la democracia y la libertad y se incorpora con gozo a las cacerías antidemocráticas emprendidas por los patriotas que se sienten amenazados en su statu quo.
Sin embargo, hay que confiar en el pueblo que, ciertamente, está cabreado, también contra los que no lo protegen ante tanta manipulación y, en ocasiones, se comportan de la misma manera que sus opresores. Shakespeare confiaba en el sentido histórico y en la oportunidad del pueblo, para él, no era el simple espectador de su monumental obra teatral, era el representante de la decencia colectiva que con su actuación política, llegado el caso, tras lo observado, defendería la libertad frente a los tiranos. El pueblo llano, la ciudadanía corriente. Con esa esperanza hay equipaje para seguir hacia adelante, y algún ejemplo de decencia como el de los franceses.
En estos tiempos de desasosiego judicial hemos oído, leído, escrito, dicho que la Justicia solo emana del pueblo, al parecer con poca fortuna. Mucha gente, mucha gente bien, se resiste y reniega impasible ante un aserto tan democrático como constitucional. Pero, ¿y el pueblo? ¿Es consciente de que la Justicia solo puede emanar de su poder? Difícil de digerir en una sociedad que ha mamado poco la democracia. El pueblo no se lo cree, se siente inferior y distanciado de esas afirmaciones tan rimbombantes en medio de la vorágine de la democracia representativa. Sin contar con que de una parte muy relevante de la gente ya no emana nada en tanto que ni vota. Lo han conseguido. En cierto sentido se han roto los vínculos emocionales entre el pueblo y las instituciones que lo representan o están encargadas de defender sus derechos, caso de la Justicia, el servicio público peor valorado por la ciudadanía.
En esas estábamos en una conversación de amigos, algo aliviados por la lección francesa, y a la vez preocupados por el auge y envilecimiento de la derecha y extrema derecha, cuando el camarero, un amigo que había pasado su niñez en Francia, hijo de la emigración andaluza, mientras nos ponía vino, intervino: no hay posibilidades de regreso al pasado, el pueblo nunca lo consentirá. Creí que se refería a Francia, en donde la virtud republicana mamada desde siglos es capaz de rehacer los vínculos rotos entre electores y partidos para salvar la democracia. Pero insistió -me refiero también a España. Nunca lo permitiremos, otra cosa es que estemos cabreados-.