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El 'queo' o el arte de la broma

Rancio

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El más mítico que recuerdo lo perpetraron mi padre y mi tío, y fue doble. Paseaba un verano de siesta lenta en el que había obras en la puerta de la imprenta. Mi padre se hizo amigo de los obreros y, por gastarles una broma, una tarde cuando ya no estaban, se llevó uno de los bordillos que tenían que poner y lo escondió en el taller.

Al día siguiente, el jefe de obra no daba crédito a que alguien hubiera tenido la idea de llevarse un bordillo que pesaba casi 50 kilos.

Mi padre quiso aguantar la broma un par de días y en ellos apareció “El Flequi”. El Flequi era un representante de papel o de tinta de lo más solícito. Si un comercial ya te da bola, lo de El Flequi ya era una exageración. Mi padre lo vio llegar y la bombilla se le encendió.

-Flequi, mira, pues ya que estás aquí…

-Dime, Pepe, dime. Lo que necesites.

-No, no, déjalo. Es un marrón.

-No, por Dios, Pepe, que hay confianza, dime qué necesitas.

-Verás, si vas a ir al taller de Suárez, ¿podías llevarle el afilador de cantos, que me lo ha pedido?

-¿El afilador de cantos? Sí hombre, eso lo monto yo en la moto y listo.

-¿Seguro?

-Claro que sí, hombre.

-Vale, pues te lo empaqueto. Ojo que no lo muevas mucho que tiene un liquidito que como se salga ya no afila los cantos bien.

-Bueno, lo llevo en el Vespino, pero lo intentaré.

Mi padre y mi tío Luis se metieron dentro. Cogieron entre los dos el adoquín de 50 kilos, lo metieron en una caja de cartón, la precintaron y, como el asesino en serie que deja un naipe en la escena del crimen por recrearse, cogieron un enchufe con el cable pelado que había por allí y lo metieron por un extremo para que se viera el enchufe colgando por fuera.

El Flequi, cuando vio a los dos cargando la caja con esfuerzo, no sabía dónde meterse. Todavía recuerdan cómo iba el Vespino por la Alfalfa casi vencido por el centro por el peso de los muestrarios y el adoquín.

No acabó ahí la cosa. La cuadratura del círculo se produjo cuando llamaron a Suárez, el dueño del taller al que llevaba el adoquín, y se lo contaron. Por lo visto, Suárez no tuvo otra cosa que, cuando llegó El Flequi con el adoquín metido en la caja, rizar el rizo.

-¿Eso qué es, Flequi?

-Me lo han dado Pepe y Luis para que te lo trajera, el afilacantos.

Suárez puso una cara rara.

-¡Pero esta gente no se entera! ¡Este es el afilacantos grande! ¡Yo les pedí el pequeño!

La cara de El Flequi tuvo que ser muy parecida a la desesperanza pura, al vacío ancho. Sobre todo, cuando le remataron.

-Pues eso vale un dineral, yo no me arriesgo a dejarlo aquí. Llévaselo de vuelta.

Como ya era tarde, y mi padre había cerrado, El Flequi se tuvo que llevar el adoquín metido en la caja con el cable a su casa. Un cuarto sin ascensor, creo recordar. Cuando llegó, abrió la caja, y no soy capaz de imaginar las frases que pudo soltar, ni en qué idioma lo haría. ¿Lenguas muertas? ¿Dialectos arcanos?

Los queos son parte de nuestra manera de relacionarnos. No son crueldad sino intercambio. La pelota ahora estaba en el tejado de El Flequi que no me acuerdo con qué, pero se la devolvió con creces, y todos acabaron riendo, cansados eso sí, de llevar adoquines de un lado para otro, y de afinar el ingenio para ser un poco más felices entre la rutina de la empatía.

El más mítico que recuerdo lo perpetraron mi padre y mi tío, y fue doble. Paseaba un verano de siesta lenta en el que había obras en la puerta de la imprenta. Mi padre se hizo amigo de los obreros y, por gastarles una broma, una tarde cuando ya no estaban, se llevó uno de los bordillos que tenían que poner y lo escondió en el taller.

Al día siguiente, el jefe de obra no daba crédito a que alguien hubiera tenido la idea de llevarse un bordillo que pesaba casi 50 kilos.