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Siguen siendo guerras culturales

15 de noviembre de 2022 20:12 h

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Ya no hablamos tanto de aquello de las “guerras culturales”, un término que tuvo su auge cuando la extrema derecha irrumpió en la política institucional. De pronto, se impuso con una urgencia que relegó aquello otro de la “batalla por el relato”, los “significantes vacíos” y demás. La guerra cultural era el marco en el que se podían expresar grandes sintagmas porque, más allá de políticas o gestiones concretas, proyectaban un modelo genérico de sociedad: blanca, cristiana, heterosexual, clasista, machista, etc. Luego, la izquierda entró en el Gobierno, y ese debate se diluyó. Desapareció, si alguna vez la hubo, la posibilidad de una política de parte. A fin de cuentas, en eso consiste también la socialdemocracia, en crear la fantasía de un supuesto consenso sustentado igualmente en una supuesta clase media.

Cada vez que el Gobierno intenta escorarse un poco a la izquierda, y así anotarse un tanto en la guerra cultural, llega Grande-Marlaska y lo chafa. Ahora ha ocurrido con la reforma del código penal y la eliminación del delito de sedición. Grande-Marlaska ha cortado el buen rollo al negar las evidencias que muestran los vídeos de Melilla. Se diría que la tenacidad con la que Sánchez le está defendiendo solo anticipa su destitución. Al fin y al cabo, con su postura, refuerza lo que ya sabemos, que Tarajal y la valla de Melilla son tragedias calcadas, como también su gestión y la de Fernández Díaz en su etapa de ministro popular. En suma, que con él como ministro no hay batalla cultural contra el racismo.

Las pataletas del PSOE contra los derechos de las personas trans es la misma que la del PP de antaño contra las personas homosexuales, es decir, otra guerra cultural: la del binarismo sexual y su determinismo biológico, en lo que ninguno de los partidos parece diferenciarse tanto.

Es evidente que este Gobierno tampoco va a librar la verdadera guerra cultural de la memoria democrática, la que reside en los patrimonios ilícitos. No se atreve a dar esa batalla

La nueva ley de memoria histórica servirá de poco, porque son incontables las que ya sumamos entre estatales y autonómicas. A la postre quedan en algunos gestos cosméticos: exhumaciones, algún nombre de calle y a veces ni eso. En mi barrio, sin ir más lejos y como ya conté en otra ocasión, todas las calles rinden tributo a los golpistas. Ninguna de estas leyes se fundamenta en principios verdaderos de justicia reparativa, que a medida que pasan las décadas parece más improbable. Es evidente que este Gobierno tampoco va a librar la verdadera guerra cultural de la memoria democrática, la que reside en los patrimonios ilícitos. No se atreve a dar esa batalla. Apellidos bien conocidos o instituciones como la Iglesia católica siguen gozando impunemente de un patrimonio engrandecido con el expolio que les facilitó la guerra y la dictadura.

La masiva manifestación, que por fin ha demostrado que la defensa de la sanidad pública no es solo tarea de las sanitarias y sanitarios, revela también otra guerra cultural. Es la de la compartimentación social, esos guetos que de facto se pretenden establecer para los pobres: barriales, sanitarios, escolares. Por alguna razón, a nadie en el Gobierno se le ha ocurrido que, ya que se habían puesto con lo del delito de sedición, igual habría estado bien blindar el acceso a la salud. Como delito de “sedición sanitaria” podrían haber tipificado lo que gobiernos como el de Madrid o el de Andalucía hacen con nuestro sistema de salud.

Y entre tanto, se siguen aplaudiendo películas como En los márgenes. No en vano, es solo una ficción, nada tiene que ver que el PSOE no sea capaz de hacer nada digno con la SAREB, el banco con el que PP nos estafó y que, mientras tenemos 100 desahucios al día, acumula miles de viviendas deshabitadas en cada Comunidad Autónoma.

La lista se puede alargar de manera interminable, empezando por el furor belicista con el que la invasión de Ucrania ha vuelto a hermanar al PSOE y al PP. Podría continuar con la laxa postura frente a la emergencia climática y los derechos animales, que tan bien expresó el presidente con su “chuletón al punto”. Luego acabaríamos en la trifulca a cuenta del Poder Judicial, que es un atentado del Partido Popular contra la democracia, sin duda, pero en el fondo únicamente revela un defecto viciado de fábrica: la falta efectiva de separación de los poderes, en la que, me temo, ninguno de los dos partidos difiere mucho.

Y es que al final va a parecer lo que es: que cuando el PSOE gobierna deja de hablarse de guerras culturales, no porque las gane, sino porque deja de librarlas.

Ya no hablamos tanto de aquello de las “guerras culturales”, un término que tuvo su auge cuando la extrema derecha irrumpió en la política institucional. De pronto, se impuso con una urgencia que relegó aquello otro de la “batalla por el relato”, los “significantes vacíos” y demás. La guerra cultural era el marco en el que se podían expresar grandes sintagmas porque, más allá de políticas o gestiones concretas, proyectaban un modelo genérico de sociedad: blanca, cristiana, heterosexual, clasista, machista, etc. Luego, la izquierda entró en el Gobierno, y ese debate se diluyó. Desapareció, si alguna vez la hubo, la posibilidad de una política de parte. A fin de cuentas, en eso consiste también la socialdemocracia, en crear la fantasía de un supuesto consenso sustentado igualmente en una supuesta clase media.

Cada vez que el Gobierno intenta escorarse un poco a la izquierda, y así anotarse un tanto en la guerra cultural, llega Grande-Marlaska y lo chafa. Ahora ha ocurrido con la reforma del código penal y la eliminación del delito de sedición. Grande-Marlaska ha cortado el buen rollo al negar las evidencias que muestran los vídeos de Melilla. Se diría que la tenacidad con la que Sánchez le está defendiendo solo anticipa su destitución. Al fin y al cabo, con su postura, refuerza lo que ya sabemos, que Tarajal y la valla de Melilla son tragedias calcadas, como también su gestión y la de Fernández Díaz en su etapa de ministro popular. En suma, que con él como ministro no hay batalla cultural contra el racismo.