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Trump y su machismo racista

La reacción de Donald Trump contra las cuatro congresistas demócratas no es sólo racismo, también es machismo.

A ninguno de los hombres congresistas o senadores de otros grupos étnicos que lo han criticado les ha dicho que se vayan a los países donde tienen sus raíces, de hecho, el senador Cory Booker, a quien hace unas semanas la prensa definía como “El senador negro que desafía a Trump”, a pesar de las críticas que vierte contra el Presidente en ningún momento le ha dicho nada parecido a lo que repite sin cesar sobre las cuatro congresistas, Alexandra Ocasio-Cortez, Ilhan Omar, Rashida Tlaib y Ayanna Pressley.

Los ataques contra estas congresistas se centran sobre aquellos elementos que desde su posición hegemónica (hombre, blanco, heterosexual, americano, rico…) considera válidos para humillarlas, cosificarlas y exponerlas a la crítica de quienes en la sociedad piensan como él. Y el elemento fundamental es su condición de mujeres, a pesar de permanecer camuflado por el doble componente existente en el contexto, por un lado el impacto de un argumento racista tan burdo, y por otro lo normalizado e invisibilizado que queda el elemento machista en una sociedad patriarcal.

Esa situación permite que sobre la condición de mujer se pueda establecer una crítica añadida que acapara la atención, mientras que el sexismo existente en su construcción permanece completamente invisibilizado, cuando en verdad es la base sobre la que se levanta la crítica identificada. De ese modo queda disimulada la posición de poder de partida, y la crítica, en este caso racista, aunque sea reprobada, es justificada o integrada en las circunstancias de los hechos sin que se vea el componente estructural que hay en la elaboración.

Y es que el machismo no ve el machismo, es decir, el machismo existente en la sociedad es incapaz de ver muchas de las manifestaciones machistas existentes, las cuales permanecen integradas como parte de la normalidad. En cambio, esa misma sociedad sí es capaz de detectar las manifestaciones racistas cuando adquieren una intensidad suficiente, siempre menor a la intensidad crítica exigida para el machismo.

Por eso no se le ocurre a Trump decirle a un hombre adversario político de otro grupo étnico que se vaya a su país o al lugar donde tiene sus raíces, y si lo hubiera hecho las críticas habrían sido mucho más generalizadas e intensas al no contar con el elemento “mujer” que minimiza el ataque. Algo parecido habría sucedido si en el ataque contra las cuatro congresistas les hubiera dicho que lo que tenían que hacer es “irse a su casas a cuidar de sus familias, a lavar y planchar la ropa, y hacer la comida”. Si lo hubiera hecho habría dejado al descubierto el componente machista y sexista de su ataque, y habría levantado más críticas contra ese tipo de argumentos. En cambio, con la estrategia seguida el machismo ha quedado disimulado por el racismo, y el racismo en parte por las circunstancias políticas.

El machismo es la esencia de la desigualdad al construir su estructura de poder sobre el pilar básico de la superioridad de los hombres respecto a las mujeres, puesto que esta era la única diferencia que existían en las comunidades del Neolítico. Pero como tal construcción de poder, una vez que se asume que “una condición” es superior a las otras, conforme se unen elementos diferentes y aparece la diversidad, se añaden al original otros elementos de reconocimiento para defender la superioridad sobre un conglomerado en el que la condición masculina siempre está en el núcleo. De ese modo, el ser hombre, blanco, heterosexual, de origen nacional, con determinadas ideas y creencias… da más reconocimiento y privilegios frente a los que no comparten esos elementos, tanto más conforme el número de ellos sea mayor. Las mujeres, al no contar con el “elemento esencial de la masculinidad” son situadas de entrada en un plano inferior, al cual se pueden unir otros elementos de discriminación, como ha ocurrido con la cuestión racial en el caso de Trump con las congresistas.

Es la interseccionalidad de la discriminación, algo que lleva a esa reivindicación tan habitual hoy en día en distintos contextos, desde los ambientes políticos hasta las redes sociales, que hace que muchos machistas se presenten ante los demás sobre la referencia identitaria de ser “hombre, blanco, heterosexual…”, tal y como se definió Brenton Tarrant, el asesino que mató a 51 musulmanes en dos mezquitas de Nueva Zelanda. Lo hacen porque de esa manera reivindican su superioridad y hacen ver que la crítica o ataque que se lleva a cabo desde ella no sólo defiende intereses particulares, sino que también se realiza para defender los valores comunes de una sociedad levantada sobre esos mismos valores.

Lo de Donald Trump con las cuatro congresistas es machismo y racismo. Y si el machismo es capaz de comportarse de este modo en público y negar la evidencia de que las cuatro congresistas son americanas, imagínense lo que es capaz de hacer en privado y la verdad que hay en sus argumentos (denuncias falsas, todas las violencias son iguales, no hacen falta medidas específicas contra la violencia de género…).

La reacción de Donald Trump contra las cuatro congresistas demócratas no es sólo racismo, también es machismo.

A ninguno de los hombres congresistas o senadores de otros grupos étnicos que lo han criticado les ha dicho que se vayan a los países donde tienen sus raíces, de hecho, el senador Cory Booker, a quien hace unas semanas la prensa definía como “El senador negro que desafía a Trump”, a pesar de las críticas que vierte contra el Presidente en ningún momento le ha dicho nada parecido a lo que repite sin cesar sobre las cuatro congresistas, Alexandra Ocasio-Cortez, Ilhan Omar, Rashida Tlaib y Ayanna Pressley.