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Otra vez el peñazo de Gibraltar

23 de diciembre de 2020 09:31 h

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Crecí en una España supuestamente una, grande y libre, en la que el grito de Gibraltar español pretendía unificar a la idiosincrasia patria. Incluso las editoriales del Movimiento publicaban textos de autores del exilio siempre y cuando se alinearan con la reivindicación de la soberanía del Peñón a matacaballo. Algo así, al menos en su espíritu, como cuando la dictadura argentina llegó a utilizar a montoneros presos para operaciones militares de Las Malvinas.

Ahora, cuando Gibraltar no quiere ser del Reino Unido ni de España, sino de Schengen, la población en general se encoge de hombros porque presumiblemente ignora que de esa hipótesis depende la vida cotidiana de unas 50.000 personas, incluyendo a más de 15.000 trabajadores transfronterizos. El hecho de que puedas tardar tres horas o tres minutos en cruzar la Verja para acceder a tu casa o a tu trabajo no es una cuestión menor y esa es una de las bazas que se juega en esta extraña partida de póker diplomático que el Reino Unido y la Unión Europea llevan jugando desde que se inició el largo y tortuoso camino del Brexit.

Para buena parte de la opinión pública española y británica, el Peñón de Gibraltar se ha convertido en un peñazo que sólo parece interesar a la diplomacia de ambos países, a los militares en la reserva o a quienes les toca maniobras a la sombra de la Roca. Incluso los líderes de Vox, a caballo en el spot electoral de las elecciones andaluzas de hace dos años, parece que han dejado de cabalgar a diario hasta la Verja para entretenerse en subir en las encuestas con sus argumentarios de barra de bar.

Lo peor que puede ocurrirle a Gibraltar es que a los españoles deje de interesarle; y a la mayoría de nosotros ya no nos importa en demasía, después de trescientos años, que Gibraltar pertenezca a España, al Reino Unido o a la Uefa. O que una parte del valle de Arán sea de Francia. Hemos perdido, sin duda, ardor guerrero, que diría Antonio Muñoz Molina, y nos hemos dejado en cambio seducir por los productos baratos que habitan sus comercios o por los simpáticos monos que tan caro resulta visitar en sus cumbres calizas. Nos parece gracioso, eso sí, su relativo acento andaluz, considerándose los llanitos legítimamente británicos: como aquí seguimos confundiendo a los árabes con los musulmanes y a los británicos con los ingleses, tenemos con ello un chiste seguro para las cenas de cuñados. 

Fabian Picardo, el ministro principal de Gibraltar, puso sobre la mesa hace meses la posibilidad de que su comunidad se incorporase al espacio Schengen, otro misterioso arcano para buena parte de la idiosincrasia española, que siempre confunde el acuerdo para la supresión de fronteras en territorio europeo con el apellido de algún futbolista a punto de ser fichado por el Barça en el mercado de invierno.

Con el espacio Schengen, España ganaría, de entrada, dejar de dar por saco a unos miles de compatriotas a los que nuestro país ha sido incapaz de ofrecer trabajo y dignidad en nuestro suelo

Si esta jugada diplomática tuviera buen fin sería probablemente el cambio más importante en el estatus del Peñón desde el Tratado de Utrecht de 1713. Con la práctica supresión de la Verja que implicaría dicho acuerdo, no recobraríamos la soberanía desde luego, pero sus usuarios recobrarían la tranquilidad de que, por un largo periodo de tiempo, no iba a sentirse eternamente secuestrada su vida diaria por los sacrosantos intereses de Estado. Esto es, que podrían ir y venir a currar o a comprar chocolatinas y bebedizos raros sin el temor a que alguien decida cerrar la frontera o restringirla, obligarles a colas eternas y ese tipo de zarandajas que tanto gusta al poder cuando se pone a ejercer el poder.

De ahí, presumiblemente, que a cierto sector del Ministerio español de Asuntos Exteriores y del Foreign Office británico le haya cogido con el paso cambiado esta nueva estrategia planteada por el Gobierno de Gibraltar y asumida en parte por la ministra Arancha González Laya, cuyo pragmatismo felizmente se veía venir frente a las pomporrutas imperiales de algunos de nuestros más eminentes salvapatrias que siguen preguntándose qué ganaría España con todo ello. La respuesta está clara, salvo para quienes viven en lugares lejanos a los problemas que deben afrontar como responsables públicos: España ganaría, sencillamente, de entrada, dejar de dar por saco a unos miles de compatriotas a los que nuestro país ha sido incapaz de ofrecer trabajo y dignidad en nuestro suelo y, para ello, tienen que emigran a diario hacia una colonia, mientras a este lado de la Verja acechan el paro, la desesperanza y las andanzas nocturnas de las narcolanchas.

Tampoco al britanismo al uso le importa un ápice Gibraltar y su peñazo: ellos están en lo que están, mandando barcos de guerra al mar del norte para combatir a los peligrosos pescadores franceses, o resolviendo la frontera de Irlanda del Norte, quizá porque en ello le fuera el acuerdo de paz con el IRA.

Quedan muchos flecos por resolver en una negociación a cuatro bandas que implica a Londres y a Bruselas, pero también a Madrid y a Gibraltar. Los que se la cogen con papel de fumar y ponen astillas en las ruedas de la negociación entienden que la hipótesis del Peñón en Schengen no sólo es compleja –que lo es--, sino imposible. Quizá, sencillamente, porque ellos perderían buena parte de su razón de ser porque cada vez que aquí se ha intentado alguna solución para hacerle la vida más fácil a la gente mientras sus gobiernos resuelven los contenciosos, ha aparecido el empollón de la clase diciendo que tal o cual alternativa vulnera el epígrafe doce bis de cualquier acuerdo o desacuerdo, de cualquier resolución de Naciones Unidas o de los altos tribunales mundiales. Así lo mismo se cerró el Instituto Cervantes en Gibraltar porque venía a reconocer implícitamente que Gibraltar era el extranjero, como sostenía el inconmensurable José Manuel García Margallo.

Que esta frontera terrestre pierda definitivamente sentido y se diluya en la historia, no sería una victoria inglesa, española o gibraltareña, sino del sentido común.

Quienes se limitan a preguntar qué ganaría España con ello vienen a ser los mismos --o sus descendientes, porque aquí hay mucha genética--, que se preguntaban hace justo cuarenta años por qué había que abrir una frontera sin recibir nada a cambio, como si a este país no le fuera suficiente que sus nacionales pudieran escaparse de sus demonios cuando les fuera necesario.

Claro que es complicado que Gibraltar se incorpore al Acuerdo de Schengen, al que nunca perteneció el Reino Unido y al que no pertenecerá ya nunca después del Brexit. Claro que quedan asuntos que pulir respecto a fiscalidad del Peñón o la aceptación de este nuevo socio por parte de los veintiséis países que conforman dicho Tratado de libre paso. Botella medio llena, botella medio vacía. Que sea el Frontex quien ejerza el control de la Verja en lugar de los cuerpos y fuerzas de Seguridad españoles no significa que España renuncie a nada, sino que, en la práctica, sería el Reino Unido quien estaría renunciando de hecho a ejercer dicho papel en el istmo que usurpó en su día y sobre el que levantó la Verja hace justo un siglo. Que esta frontera terrestre pierda definitivamente sentido y se diluya en la historia, no sería una victoria inglesa, española o gibraltareña, sino del sentido común. Una virtud laica que, creo yo, tendría que ser mucho más valorada en estos tiempos desaprensivos. El Peñón de Gibraltar dejará de ser un peñazo cuando, a su sombra y como diría Mario Benedetti, la gente viva feliz aunque no tenga permiso.

 

Crecí en una España supuestamente una, grande y libre, en la que el grito de Gibraltar español pretendía unificar a la idiosincrasia patria. Incluso las editoriales del Movimiento publicaban textos de autores del exilio siempre y cuando se alinearan con la reivindicación de la soberanía del Peñón a matacaballo. Algo así, al menos en su espíritu, como cuando la dictadura argentina llegó a utilizar a montoneros presos para operaciones militares de Las Malvinas.

Ahora, cuando Gibraltar no quiere ser del Reino Unido ni de España, sino de Schengen, la población en general se encoge de hombros porque presumiblemente ignora que de esa hipótesis depende la vida cotidiana de unas 50.000 personas, incluyendo a más de 15.000 trabajadores transfronterizos. El hecho de que puedas tardar tres horas o tres minutos en cruzar la Verja para acceder a tu casa o a tu trabajo no es una cuestión menor y esa es una de las bazas que se juega en esta extraña partida de póker diplomático que el Reino Unido y la Unión Europea llevan jugando desde que se inició el largo y tortuoso camino del Brexit.