El día que la narcolancha partió Barbate en dos: cartografía del tráfico de drogas en un pueblo pesquero

Cádiz —
14 de febrero de 2024 20:38 h

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“No eran gente de aquí, de Barbate”, insiste el alcalde Miguel Molina cada vez que le preguntan. En efecto, Kiko “El Cabra” y los otro siete detenidos por la embestida a la zodiac de la Guardia Civil que le costó la vida a dos de sus agentes, procedían de La Línea de la Concepción (Cádiz).

Esta última localidad y la de Sanlúcar de Barrameda concentra, hoy por hoy, a buena parte de los capos del narcotráfico a esta orilla del Estrecho de Gibraltar. Algeciras es otro de los puntos calientes en el mapa de los grandes distribuidores de droga de la zona: allí, El Messi del Hachís se exhibía desde el pub que tuvo en Getares y los Castaña –uno de ellos acaba de ser empurado en una macrocausa con la acusación inteligente llevada a cabo por la fiscal Ana Villagómez–, que contaban con todo un ejército de adeptos.

En abril del año pasado, en Los Barrios, moría a tiros El Tayena, un narco ceutí que empezó a operar en el Campo de Gibraltar, después de sus enfrentamientos a mano armada con Piolín, su rival en el control del mercado negro de la Ciudad Autónoma. Su asesino era El Pastilla, el joven ceutí que se fugó en vísperas de Nochebuena de Alcalá-Meco y al que había empleado como sicario, no siempre con suerte: en octubre de 2022, asesinó por error a un joven en la barriada algecireña de El Saladillo, al que había confundido con el blanco que le habían contratado. 

Molina había advertido a las autoridades gubernativas, desde el jueves de la pasada semana, que había varias planeadoras en la dársena barbateña. Esas embarcaciones se encuentran prohibidas desde 2018 y al alcalde le preocupaba su presencia, por mucho que simplemente trataran de guarecerse allí. 

“No eran de Barbate”

Los tripulantes de la narcolancha, ingresados en prisión provisional desde el lunes, no eran de Barbate, pero quienes los jaleaban, sí. El ministerio Fiscal ha impulsado una investigación para identificarles. Las primeras sospechas apuntaban a que fueran “puntos”, esto es, avisadores de la presencia de los picoletos en los alrededores.

Sin embargo, tampoco tendría mucho sentido que les hubieran contratado para dicha misión cuando las narcolanchas sólo buscaban guarecerse allí de la mala mar. Quizá se tratara, simplemente, de jóvenes embelesados por los narcos de hoy, metidos a menudo a tiktokers o youtubers, con gran capacidad de fascinación entre una muchachada sin demasiadas expectativas de otra índole: “Acabar con esto no es una cuestión de dinero, sino de cultura, mejorar un estrato social muy bajo. Ahora, no hay música, no hay teatro, no hay sitio para reunirse, las comparsas tienen que ensayar en unos sitios infames. La cultura es lo único que puede salvarnos. Es un proceso muy lento. Pensaba, entonces, que el índice de grosería era muy alto. Ahora, es tres veces más. El gentucerío, como le llamamos aquí. Pero Barbate es el pueblo más simpático y acogedor que existe”, afirma el músico barbateño Nono García.

Barbate, como a veces se entiende por error, no está situado en los límites geográficos del Campo de Gibraltar y también la idiosincrasia de su narcoindustria es distinta. Frente a los potentados del tráfico de drogas de los años 90, la familia Antón, en los últimos tiempos, sólo se ha dejado sentir el menudeo del clan de Norberto, que vendía, eso sí, “rebujitos” de coca y de lo que fuera, no muy lejos de los colegios.

Cuando la heroína se enroló en la pesca

Los viejos del lugar recuerdan la geografía urbana del Barbate en los años 70, cuando la marginación era el barrio de El Zapal, una villamiseria de chabolas en la que desembocaba la calle Zapal y en donde hasta mediados de dicha década se hacinaban 5.000 personas. Por allí, aparecían a veces flamencos de la talla de Rancapino o de Juan Villar, pero su vecindario, por lo común, vivía más allá de los umbrales de la pobreza.

En tiempos del alcalde Diego López Barrera, los ocupantes de aquel meandro de infraviviendas fueron trasladados a los nuevos pisos de la barriada de Carrero Blanco, un nombre nada extraño para la época y para una localidad que no dejó de llamarse Barbate de Franco hasta 1998. Y como en otros lugares de similares características, desde las Tres Mil de Sevilla, al Políngano de Granada, El Junquillo de La Línea o El Saladillo de Algeciras, esa nueva forma de vida coincidió con el crecimiento exponencial del contrabando de hachís y la aparición de la heroína, desde finales de los 70. 

En la década de los 80, aparecieron los primeros nombres propios de camellos con marca propia, como los Palete o los Osuna –una familia a la que también mordió el caballo en sus propias carnes y en la que no faltó un célebre cantaor callejero y pintoresco, Antonio, que nunca se dedicó a ese trapicheo–: puro menudeo, en cualquier caso.

La heroína entró también en los barcos, cuando todavía la pesca y las almadrabas daban réditos sobrados. Fue entonces, recuerdan Paco Mena y Miguel Alberto Díaz, de las coordinadoras del Campo de Gibraltar, cuando más de 9.000 manifestantes salieron a las calles reclamando que se pusiera cerco a la droga y a quienes traficaban con ella. Claro que la coordinadora local denunció en 1990 como un grupo de narcos, armados con cuchillos, dispersaron otra manifestación de menor envergadura: los vecinos protestaron ante el Gobierno Civil, entonces, porque no se habían sentido protegidos.

“Barbate, atún y chocolate”

Ese fue uno de los primeros puntos de inflexión en el comportamiento de los narcos. Hasta entonces, no se habían visto armas blancas ni armas de fuego, pero todo ello cambiaría más tarde. El guitarrista, compositor y cantante Nono García, conoció desde chico aquel Barbate y su juventud ochentera ya era consciente de que algo iba cambiando: “En mi familia, había armadores, de traíñas y de barcos grandes, pero todo aquello se fue viniendo abajo, la explosión de vida que había cuando yo era niño, se fue apagando”, rememora de una época en la que la ciudad vivía de los ingresos lícitos de la pesca o de las almadrabas.

García le dedicó una hermosísima bossa, Atún y chocolate, a la leyenda negra local, que sirvió de banda sonora a una controvertida película de Pablo Carbonell, que dividió en su día las opiniones de los barbateños: “En los 80, fue la época de los busquimanos, que cogían los fardos de droga que llegaban a la playa. Vamos, que empezaron robándole los alijos a los narcos. Iban en motillo. Hasta entonces, llamábamos rastreros a los voyeur, pero empezamos a llamárselo a quienes rastreaban la droga. Pero nunca hubo delitos de sangre. El narco era casi simpático, familiar, no había pistolas ni cuchillos. Casi un cuadro costumbrista. Todo lo más, pegaban paterazos”.

El menudeo del hachís o de la cocaína –con dealers a pequeña escala como Jose o Lolo El Canario--, se canalizaba a veces a través de bares tapadera y coincidía con la época del llamado “Sonido Breña”, cuando el pianista Chano Domínguez se dejaba caer por el paseo del Río, donde abundaba la música en directo. 

Años después, un trágico suceso habría de modificar dicha apreciación. En marzo de 2001, el cabo de la policía local Diego Pérez Rodríguez –que ahora da nombre a una calle barbateña--, fallecía poco después de que un joven le hubiera asestado un cabezazo en un simple control. 

Los Antón ya no son lo que fueron

Luego, vinieron los Antón, que ya tampoco son lo que fueron, un clan de hermanos en el que no todos se dedicaron a la narcoindustria. En Barbate, todavía se recuerda a esta organización familiar que, a lo largo de dos décadas, manejaba los hilos del tráfico de drogas en este cruce de caminos terrestres y marítimos.

Toda una dinastía, que lleva desde Antón El Viejo, también conocido como Antón El Gitano –“iba siempre muy maqueado por el pueblo”, le recuerdan--, el primero en adentrarse en los trapicheos de la droga, hasta su propio nieto. 

En el epicentro de dicha trama, Antonio Vázquez Gutiérrez, Antón a secas, quien no dudó en embarcar a su hijo, entonces menor de edad, con 17 años, en 2015, en el desembarco de 240 kilos de chocolate en la costa de Conil. En 2018 le echaron seis años de cárcel, pero en el pueblo cuentan que ya ha salido, o que debe estar en tercer grado, porque hay quien lo ha visto ya por allí o por Zahora, donde tuvo una casa en Mangueta. Pasó de vivir en la barriada Blas Infante, a pasear un cachorro de león tirado por una cadena de oro por las calles del pueblo.

Todo quedaba en familia: incluso, en algunos casos, como recuerda Paco Mena, de la Coordinadora Alternativas, la madre del clan llevaba las cuentas al milímetro, desde el precio de la compraventa al reparto de beneficios en todo el entramado que conllevaban las operaciones de carga y descarga: los puntos que vigilan y avisan, los pilotos –los mejor pagados–, los braceros que descargan, los notarios –hombres de confianza del clan que vigilan el operativo—o las guarderías de la droga de los jumanjis –que es como en el Campo de Gibraltar se llaman a veces a los narcotraficantes–. 

Todo un clan: cuando detuvieron a Antón y a su hijo con ese fallido alijo, también cayó su hermano Chelu y un primo de ambos, al que apodan Piticló. Les pillaron con las manos en la masa, a bordo de una planeadora semirrígida, la Mercury, a unas seis millas de las playas de Roche, en Conil.

Los guardia civiles les trincaron como a pardillos: cuando abordaron la lancha, un teniente oyó como sonaba el móvil del hijo de Antón y lo descolgó en silencio. Les tendió una trampa a los que esperaban en tierra y cayeron todos. Menos un sobrino que llegó a quemar el coche de un guardia civil para que no prestara declaración en contra de su tito.

“Lo del cachorro de león fue mucho antes. Tenía su nombre incluso, y se sabía, pero no me acuerdo cómo le llamaban –explica un vecino de la barriada Carrero Blanco, que estuvo enganchado a la droga pero que logró salir por el plan de la metadona–. Ahora, ronean por las redes sociales y entonces esa era la forma de darse importancia”.

La pista del dinero

No era el único, al otro lado del Estrecho, en Ceuta, por aquella misma época, un narco llamado Abdelilah paseaba o hacía pasear su tigre por las calles de El Príncipe o de Hadú. Sólo que, en una de esas, el felino se zampó el antebrazo de una transeúnte, a la que el narco pagó todos los gastos y mucho más para que no prosperase la denuncia en su contra que se apresuró a presentar ante el juzgado. 

“Pero antes de que lo pillaran pilotando la Mercury con su hijo a bordo, Antón parecía que se había retirado –recuerda llamémosle Jorge, el antiguo yonqui–. Incluso abrió algunos negocios, o se decía que andaba detrás de ellos”. 

En Algeciras, no tan lejos de Barbate, Manuel Gutiérrez Luna, ejerce ahora la acusación particular contra el yihadista Yassine Kanjaa que asesinó al sacristán Diego Valencia hace poco más de un año en plena Plaza Alta de dicha población. Pero, antes, fue juez e incluso presidente de la sección de la Audiencia Provincial en dicha localidad: “Es imprescindible seguirle el rastro al dinero. Hace falta agentes especializados en la lucha contra el blanqueo de capitales”, asegura con la experiencia que le da la investigación seguida a finales de los 80, en el llamado Caso Algeciras y el Caso de los Visados, en los que intentó sustanciar las relaciones entre policías nacionales destinados en dicha localidad y tramas de narcotráfico, de prostitución y de inmigración clandestina, con contactos con narcos locales como El Lince o pasadores marroquíes de lo que fuese, como El Tiñoso.

En los últimos tiempos ha peleado porque se intervenga un conocido restaurante de Algeciras, Puro Estrecho. En agosto del pasado año, Gutiérrez Luna, expresidente también de la Sala de Apelaciones del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (TSJA), instó al cierre del local, tras la condena a sus dueños a tres años y tres meses de prisión y a la clausura del establecimiento durante cinco años por blanqueo de capitales procedentes del narcotráfico. El recinto, a día de hoy, sigue abierto, pendiente tal vez de algún recurso sobre la sentencia.

Cara y cruz de la Operación Espejo

El primer gran golpe contra los Antón se llamó Operación Espejo y tuvo lugar en el año 2000. Allí, cayó Antón El Viejo y otros 18 sospechosos. Antón a secas logró darse a la fuga, aunque se entregó un mes después en el cuartel de la Guardia Civil en Chiclana, tras estrecharle el cerco la Guardia Civil. Seis años y medio de cárcel, le cayeron. Como antes, otros tres por un alijo en Barbate.

Recurso a recurso, la libertad provisional le permitía seguir controlando el negocio. En el año 2004, tendría que haber ingresado finalmente en la trena, pero se dio a la fuga a Marruecos y llegó a conceder una entrevista por televisión en la que se burlaba de los 3.000 euros de recompensa que ofrecían las autoridades para localizarle. Detenido de nuevo, tras su excarcelación volvió a Marruecos, hasta que regresó a casa. Y a aquella embarcación, junto a su hijo.

Al mando de la Operación Espejo estaba David Oliva, un guardia que había empezado desde cero y que llegó, paso a paso, a comandante y, posteriormente, a teniente coronel, después de haber liderado OCON-Sur, la unidad de inteligencia contra el narco que fue desmantelada por el ministro Fernando Grande-Marlaska.

Oliva fue investigado, luego, por cohecho y revelación de secretos, así que tuvo que asumir un papel de menor perfil, al frente de un organismo de formación para los agentes.

El propio Grande-Marlaska le condecoró en 2021 con la Medalla al Mérito del Plan Nacional sobre Drogas, tras haber fundado la exitosa unidad de élite a la que se llamó Grupo OCON-Sur, que arrojó excelentes resultados en la lucha contra el narcotráfico, tras buscar voluntarios en el Cuerpo para aquella misión imposible. Al año siguiente, Interior disolvía precipitadamente dicha unidad. 

Aunque el medallero de Oliva es espectacular, el Servicio de Asuntos Internos (SAI) comenzó a investigarle en 2021, en relación con posibles filtraciones de investigaciones contra el narcotráfico por parte de un teniente de la Guardia Civil, en cuya terminal localizaron algunos mensajes cruzados con David Oliva, que le ficharía para engrosar OCON-Sur y sus 150 agentes instalados en el puerto algecireño. 

Como telón de fondo, un chivatazo al clan de los Varea que dio al traste con una operación en su contra. No obstante, mientras se sustanciaban las investigaciones, Oliva fue ascendido a teniente coronel, siendo destinado de la Comandancia de Algeciras a la de Málaga. Allí, le sorprendería la imputación por corrupción y ahora está pendiente de responder a la justicia por cargos de revelación de secretos y cohecho.

Operación Ojiva: mucho ruido y pocas nueces

En noviembre de 2008, la Operación Ojiva puso contra las cuerdas a una nueva organización que pretendía heredar el trono de los Antón. Otros 70 agentes protagonizaron un cerco nunca visto en torno a Barbate, con cinco registros domiciliarios en la compleja barriada de Blas Infante, en el muelle pesquero y en una finca rural, en las proximidades del santuario de la Oliva.

Para ello, diversas patrullas bloquearon los accesos a la ciudad por Los Caños, Zahara y Vejer, al tiempo que se situó un control en el Parque Natural de la Breña, a cargo del Seprona, para capturar a cualquier fugitivo de aquella almadraba urbana que contó con refuerzos –un helicóptero y una patrullera del servicio marítimo de la Guardia Civil–, por tierra y por mar. 

Cayeron, entonces, tan sólo 11 personas, en su mayoría extremadamente jóvenes, pero ya por encima de los 18 años. Apenas encontraron droga: 50 gramos de hachís. El parte oficial hablaba de la requisa de ocho vehículos de gama alta, ordenadores, teléfonos móviles, 2.000 euros en efectivo y diversa documentación.

Mucho ruido y pocas nueces pero, según se supo, se trataba de un operativo que se había preparado con anterioridad para asestar un golpe contra dicha organización, después de meses de vigilancia, pero todo se fue al traste también por otro temporal en la costa de Cádiz: el 31 de octubre de aquel año, se esperaba un importante cargamento de hachís pero la narcolancha se fue a pique con sus dos tripulantes y, de hecho, uno de los cuerpos, el del barbateño Antonio Caro, apareció al día siguiente en la playa del Botero o de Los Cañillos, en Zahara, apareciendo otro, con posterioridad, en la playa barbateña del Carmen.

También el mar arrojó el pecio de la nave naufragada y varios fardos de droga, por un peso superior a 600 kilos. Aquellos primeros detenidos tan sólo iban a oficiar como estibadores del alijo. Tres días después y dentro de este mismo dispositivo, otro vecino de Barbate iba a recibir, en un restaurante de Vejer, 300 gramos de cocaína de gran pureza, de manos de un matrimonio colombiano.

Antón, en su día, había logrado un gran nivel de interlocución con los productores marroquíes de cannabis y, de hecho, en la Operación Ojiva, cayeron dos de ellos, en Estepona. Sin embargo, la globalización de los estupefacientes estrecharía, en los años siguientes, lazos con América o con Albania.

Ahora, las narcolanchas no sólo llevan hachís, sino también coca, o incluso seres humanos, en un espectro que abarca a toda la costa andaluza y que, tras las exitosas operaciones de OCON-Sur y del Plan Especial de Seguridad del Campo de Gibraltar, ha provocado que los grandes capos de dicho territorio hayan ampliado su espectro geográfico hasta la desembocadura del Guadalquivir. Sin embargo, en esa expansión, Barbate juega un papel secundario. 

Una superviviente de los niños narcos

Este año, cumplirá 40 Teresa Arcos del Pozo, que fue una “niña narco” en aquel país de busquimanos, que era el nombre popular de los que buscaban fardos perdidos a orillas de un mar de aguas turbulentas. El periodista Andros Lozano –imprescindible su libro Costo para conocer la realidad del narco por estos tumbos— la describe de forma rotunda: “De ponerles café caliente y ropa seca a los primeros marroquíes que traían fardos a mover droga por el pueblo siendo una cría. Su gran lamento de hoy: el costo sólo ha traído 'mierda, muerte, pobreza”

Teresa La Osuna, como la llamaban, empezó con tan sólo ocho años a hacerle “mandados” a los camellos o a vender ella misma rebujitos por las calles: “Teresa no tuvo DNI hasta los 13 años. Hasta esa edad no hubo constancia del nombre de Teresa en el registro civil. Aunque estaba matriculada en el colegio, no asistía a las clases. Muchas noches dormía en la playa o en el monte para evitar las palizas que le daban sus tíos cuando sufrían el mono (síndrome de abstinencia). Algún narco llegó a ofrecerle dos toneladas de hachís por acostarse con él. Ella siempre lo rechazó”, la describe Lozano.

Ahora, Teresa cobra una minúscula pensión contributiva por una minusvalía del 65%, ya que arrastra escoliosis, un cuadro de fibromialgia e incluso un trastorno de doble personalidad, quizá por su dura infancia.

El clan Norberto: los narcos en tiempos del Covid

Los menores han seguido siendo utilizados para esas funciones. En marzo de 2020, apenas una semana antes del confinamiento, la Guardia Civil dio por desarticulado el clan de Norberto, en el marco de la Operación Carrero, en homenaje a la barriada local del mismo nombre.

El cabecilla había instalado puntos de venta de drogas –viviendas de la familia, una de ellas en la barriada de El Pinar, o en quioscos–, cerca de un instituto, con sus dos hijos dedicados a la venta, por lo que sabían atraer más fácilmente a otros jóvenes, hasta engancharlos, a precios bajos, al “rebujito”, la habitual mezcla de cocaína y de heroína. Eso sí, admitían el pago en especie: como teléfonos móviles, a menudo hurtados a terceros, que canjeaban por dosis. Servicio 24 horas, 7 días a la semana, con formidables medidas de contravigilancia por parte de los narcos.

La Guardia Civil –en un despliegue de más de 200 agentes con apoyo de la patrulla canina e incluso de un helicóptero de la Unidad Aérea de Rota– logró detener, entonces, a diez integrantes de esa organización, que también distribuía droga a pequeña escala en localidades próximas. Ya el perfil era distinto a la era de los Antón, tanto por las cantidades menores con que traficaban como por la artillería que obraba en su poder: en los 16 registros practicados en 11 domicilios, dos garajes y tres quioscos, por el Instituto Armado aparecieron tres pistolas de calibre 9mm municionadas y una pistola detonadora que había sido modificada para disparar munición del mismo calibre.

También había gran cantidad de munición para estas armas, dinero en efectivo --86.000 euros más o menos–, y una decena de dosis de heroína, cocaína y rebujo listas para su venta, más de 13 kilos de polen de hachís, varios kilos de marihuana, 3.770 cajetillas de tabaco de contrabando, 22 vehículos –un parque móvil que incluía turismos, furgonetas y ciclomotores–, así como una embarcación.

A pesar de la pandemia, la Guardia Civil del Puerto de Barbate presumía que, una vez desarticulada otra trama, alguna otra podría sentirse tentada de ocupar su lugar. Así que, apenas semanas después, bajo el paraguas de la llamada Operación Darkness, se detuvo a otro individuo y se investigó a otros 18, que ya estaban dispuestos al relevo, en una geografía variable que incluía a Barbate, Medina Sidonia y centros penitenciarios donde habían ido a parar como consecuencia de la redada anterior: como resultado, medio kilo de cocaína en roca. También, más dosis de rebujo.

Un dato significativo: el punto de venta más activo se encontraba en el mismo bloque de viviendas en la barriada del Pinar, en el que se situaba el principal punto desarticulado durante la Operación Carrero. De nuevo, en las proximidades de un Instituto de Educación Secundaria.

A finales de abril de aquel año, en pleno estado de alarma, se detuvo a un individuo que ocultaba entre sus ropas dos envoltorios con 56 gramos de cocaína en roca y 16 de heroína. Y a finales de julio, cayó el capo cuando venía de comprar medio kilo de cocaína en roca.

Más recientemente, a mediados de diciembre, la Guardia Civil practicaba una macrorredada en Barbate, especialmente centrada en la calle Churruca, no muy lejos de un centro escolar, donde existía otro punto de venta de droga. Esta vez, 70 agentes que, a golpe de ariete, entraron en cinco puntos de venta en zonas marginales de la ciudad y detuvieron a 11 camellos, bajo el mando de un barbateño identificado como David A.P., de 42 años de edad, que llegaba a vender en plena calle, en las proximidades del Instituto Trafalgar y del CEIP Baessipo. Como el amor es ciego, su pareja, M.S.P., le prestaba apoyo.

Barbate vuelve a aparecer en las páginas de sucesos como escenario de la muerte en acto de servicio de dos guardias civiles, en la dársena del puerto. Hasta ese día, ya había desaparecido de la cartografía del narcotráfico a gran escala. De ahí que el alcalde, Miguel Molina, elegido por mayoría absoluta al frente del partido AndalucíaXSí, lamente que la imagen local haya vuelto a ensuciarse.

La población local no sólo salió masivamente, el sábado, a mostrar su duelo por los guardias Miguel Ángel González y David Pérez. También lo hizo por vergüenza, por quienes jalearon su muerte, que sí son de allí y habrá que saber cómo evitar que algo así vuelva a ocurrir en el futuro.