Nuevamente, el 25 de noviembre nos enfrenta a realidades que nos invitan a reflexionar sobre cuestiones con muchos matices. Entre ellas, la validez de las estrategias que vienen llevándose a cabo desde las instituciones, así como desde los feminismos, para parar la violencia de género.
Nos preocupa que las cifras de mujeres asesinadas, así como el número de agresiones sexuales y violaciones, continúen aumentando. En lo que llevamos de año, han sido asesinadas en nuestro país 42 mujeres, 8 de ellas en Andalucía. Y son 10 las víctimas mortales menores de edad por violencia vicaria (aquella mediante la cual el maltratador pretende causar el mayor daño posible a la madre, asesinando a sus hijes). Desde el año 2003, cuando se empezó a contabilizar en España, han sido asesinadas 1284 mujeres y 63 menores.
Toda la sociedad está contra esa violencia, menos la ultraderecha, que no la reconoce y la favorece con su negacionismo y discursos de odio, permitidos desde las propias instituciones. Pero ante la violencia contra las mujeres, no todo el mundo coincide en sus causas ni en las medidas que se proponen para detener dicha violencia.
La violencia de género no es una violencia aislada que ejercen algunos hombres contra las mujeres, es una violencia estructural e ideológica, sustentada por un sistema hetero patriarcal, capitalista y colonial, que vulnera constantemente los derechos humanos, atentando contra los ecosistemas en los que vivimos. Y, aunque sabemos que su expresión más grave es el asesinato machista de mujeres, hombres como Samuel Luiz y otras disidencias de género también la sufren.
Una violencia que se expresa de muchas formas en interacción con otros condicionantes (sexo, raza, grupo social, etc.), que debemos visibilizar. La explotación laboral extrema eleva los índices de violencia en los sectores más vulnerables, como las trabajadoras del hogar o las temporeras, en su mayoría mujeres, migrantes y racializadas. La falta de apoyo a sus proyectos migratorios y la lucha contra el racismo, con leyes migratorias como las actuales, las deja totalmente a merced de la explotación y del machismo.
Además, la falta de una vivienda digna para tantas mujeres que viven en situaciones familiares precarias, hace imposible o dificulta el distanciamiento real y efectivo en los casos de malos tratos.
Por otra parte, no escuchar a colectivos como el de las trabajadoras sexuales, que están reivindicando y luchando por mejorar sus condiciones de trabajo, implica no reconocerles dignidad ni capacidad para plantear con voz propia sus demandas.
Es fundamental abogar por una justicia feminista que se centre en la reparación y el acompañamiento a las víctimas, que dirija más recursos hacía una justicia restaurativa y a una educación que se centre en el respeto a la diversidad, promoviendo valores y una cultura alentadora de igualdad contra la violencia machista estructural
Este 25N no podemos pasar por alto ni el juicio por la muerte a golpes de Samuel Luiz, al grito de “maricón de mierda”, ni el de la violencia sexual que en el caso de Gisele Pelicot ha estremecido a la vez que escandalizado a toda la sociedad, no solo la francesa. Una mujer a la que su marido drogó durante 10 años para que otros hombres la violaran y agredieran sexualmente mientras él lo grababa.
Estos casos reabren los debates en el feminismo en torno a la sumisión química, el consentimiento o la inexistencia de un modelo único de violador o agresor sexual.
La gravedad de esas violencias nos indica una vez más no solo que algo está fallando sino que no ocupan un lugar prioritario en las agendas políticas. Desde hace años, las estrategias impulsadas tanto desde las instituciones como desde el feminismo institucional se centran en aumentar las penas y el castigo, poniendo el foco en el agresor más que en el bienestar de las víctimas.
Hoy los feminismos tenemos un gran reto, ya que las políticas punitivistas hacen el juego a una ultraderecha defensora de esa política del castigo que, además, tampoco ha traído soluciones. Es imprescindible ampliar nuestras miradas y salir de ese pensamiento único que centra las soluciones en el código penal y el castigo, pensando en otro modelo de justicia social restaurativa.
Desde la APDHA, luchar contra la violencia estructural no solo depende de leyes específicas, sino que requiere de una mirada que, reconociendo sus causas en el sistema patriarcal, se oriente a denunciarlo y a buscar estrategias que cuestionen la norma heteropatriarcal dominante, apostando nítidamente por la defensa de la diversidad sexual y de género.
Es fundamental abogar por una justicia feminista que se centre en la reparación y el acompañamiento a las víctimas, que dirija más recursos hacía una justicia restaurativa y a una educación que se centre en el respeto a la diversidad, promoviendo valores y una cultura alentadora de igualdad contra la violencia machista estructural, así como recursos que mejoren las condiciones de vida de las personas más vulnerables. En definitiva, políticas públicas que pongan la vida en el centro.
La APDHA, en estos días que conmemoramos el 25 de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, comparte el lema de Gisele Pelicot que, haciendo público su juicio, reclama que “la vergüenza ha de cambiar de bando”.