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Covid-19 y prisiones. ¿Una oportunidad perdida?

Francisco Miguel Fernández Caparrós

18 de enero de 2022 20:16 h

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Desde el inicio de la pandemia de la Covid-19, las personas privadas de libertad han sufrido un endurecimiento de las condiciones de reclusión, una mayor exposición a contraer la enfermedad debido a las propias características del encarcelamiento, así como un mayor riesgo de padecer sus consecuencias, ya que las personas presas suelen tener un peor estado de salud en comparación con el resto de la población. En este contexto, tanto organizaciones internacionales, entre las que se encuentran Naciones Unidas o el Consejo de Europa, como entidades sociales de todo el Estado español, hemos solicitado desde el comienzo de la crisis provocada por la Covid-19 la excarcelación del mayor número posible de personas privadas de libertad. Casi dos años después del inicio de la pandemia, puede ser un buen momento para examinar cuál ha sido la evolución de la situación en los centros penitenciarios. 

De acuerdo con los datos recabados por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, se estima que hasta el mes de mayo de 2021 alrededor de 550.000 personas presas de 122 países se habían infectado con la Covid-19 y habían muerto por esa causa en torno a 4.000. Aunque Naciones Unidas reconoce que los datos cuentan con una serie de limitaciones, son una de las mejores aproximaciones disponibles para conocer la incidencia de la Covid-19 en el plano mundial. Entre las medidas adoptadas por los Estados, la organización internacional presta especial atención al número de excarcelaciones que se han practicado durante la pandemia. Según las cifras recopiladas, al menos 700.000 personas privadas de libertad en todo el mundo han sido excarceladas, lo que implica que, respecto a un total de 11,5 millones de personas presas, alrededor de un 6% de la población reclusa ha salido de prisión desde marzo de 2020. 

Sin embargo, una de las principales preocupaciones de Naciones Unidas en esta materia es el carácter temporal y excepcional de las medidas adoptadas o, dicho de otro modo, uno de los principales temores de la organización internacional es que se produzca una reversión del impulso dado al uso alternativo a la privación de libertad a propósito de la Covid-19. Por eso, entre las recomendaciones dirigidas a los Estados, la Oficina contra la Droga y el Delito de la ONU subraya que los Estados miembros deben acelerar, ampliar e institucionalizar «el uso de medidas no privativas de la libertad, garantizando la disponibilidad de una amplia variedad de alternativas al encarcelamiento». 

En el ámbito regional europeo, a inicios del año 2020 se encontraban privadas de libertad alrededor de un millón y medio de personas, según los datos ofrecidos por el Consejo de Europa. Entre marzo y septiembre del primer año de pandemia se excarcelaron a unas 143.000 personas presas (aunque se debe advertir el hecho de que 114.000 de ellas correspondían solo a Turquía). El informe del Consejo de Europa detecta dos grandes tendencias en la región: por un lado, en el primer trimestre de la pandemia, esta fue acompañada de una disminución general de la población presa europea durante el período de los confinamientos, pero, por otro lado, esa tendencia se ha detenido –y en algunos casos se ha revertido– tras el fin de los encierros. Según el Consejo de Europa, hay tres factores que pueden explicar esta evolución: la disminución de la actividad de los sistemas judiciales del continente, las excarcelaciones efectuadas y el descenso de la tasa de delincuencia vinculado con las medidas de confinamiento. 

El Estado español se inscribe en la tendencia internacional descrita. Si en el mes de enero de 2020, la población total privada de libertad se situaba en las 58.369 personas, seis meses más tarde había disminuido en unas 3.000 personas. Desde entonces, siguiendo la tendencia experimentada por otros países europeos, la cifra de personas presas se ha mantenido estable (en torno a las 58.000 personas). Se debe advertir que la disminución de la población reclusa ha sido continua en la última década tal y como se puede observar en la siguiente tabla a partir de los datos de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias.

Lejos de invitar a la autocomplacencia, el escenario descrito alumbra dos ideas. La primera –repetida hasta la saciedad– es que tenemos un sistema penal extraordinariamente duro y sobredimensionado. Las medidas de excarcelación adoptadas a propósito de la pandemia han mostrado con claridad que, con los propios instrumentos contemplados en el ordenamiento jurídico, es posible reducir el número de personas que se encuentran privadas de libertad en centros penitenciarios aplicando medidas alternativas al uso de la prisión. La segunda idea tiene que ver con el horizonte punitivo que dibuja la pandemia, esto es, con el riesgo –cuando no la certeza– de que la «nueva normalidad» penitenciaria sea la realidad que ya conocemos: entre ellas, la persistencia de una de las tasas de encarcelamiento más elevadas de Europa occidental o la crítica y disfuncional situación en la que se encuentra la atención sanitaria en prisión. 

Frente a este segundo riesgo, es imprescindible emprender un conjunto de medidas que compensen las restricciones de derechos que han sufrido las personas privadas de libertad a propósito de la Covid-19 (como la suspensión de comunicaciones vis a vis, las suspensiones de permisos o la paralización de los programas de tratamiento) y que al mismo tiempo profundicen en el uso de medidas de excarcelación con las que ya cuenta nuestro ordenamiento jurídico. Se trataría de poner en marcha una especie de New Deal penitenciario. De lo contrario, corremos el riesgo de que en el ámbito penitenciario el «fin de la excepcionalidad» introducida por la Covid-19 no suponga la vuelta a ningún escenario de «normalidad», sino que se trate del regreso a la vieja excepcionalidad que ya conocemos en los centros penitenciarios.

Desde el inicio de la pandemia de la Covid-19, las personas privadas de libertad han sufrido un endurecimiento de las condiciones de reclusión, una mayor exposición a contraer la enfermedad debido a las propias características del encarcelamiento, así como un mayor riesgo de padecer sus consecuencias, ya que las personas presas suelen tener un peor estado de salud en comparación con el resto de la población. En este contexto, tanto organizaciones internacionales, entre las que se encuentran Naciones Unidas o el Consejo de Europa, como entidades sociales de todo el Estado español, hemos solicitado desde el comienzo de la crisis provocada por la Covid-19 la excarcelación del mayor número posible de personas privadas de libertad. Casi dos años después del inicio de la pandemia, puede ser un buen momento para examinar cuál ha sido la evolución de la situación en los centros penitenciarios. 

De acuerdo con los datos recabados por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, se estima que hasta el mes de mayo de 2021 alrededor de 550.000 personas presas de 122 países se habían infectado con la Covid-19 y habían muerto por esa causa en torno a 4.000. Aunque Naciones Unidas reconoce que los datos cuentan con una serie de limitaciones, son una de las mejores aproximaciones disponibles para conocer la incidencia de la Covid-19 en el plano mundial. Entre las medidas adoptadas por los Estados, la organización internacional presta especial atención al número de excarcelaciones que se han practicado durante la pandemia. Según las cifras recopiladas, al menos 700.000 personas privadas de libertad en todo el mundo han sido excarceladas, lo que implica que, respecto a un total de 11,5 millones de personas presas, alrededor de un 6% de la población reclusa ha salido de prisión desde marzo de 2020.