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Alberto Revuelta

Abogado —

Se ha incendiado el bajo en el que vive con dos de sus hijos. Parió once. Le viven once. Ocho mujeres, tres varones. De los dos que con ella paran, uno es un esquizofrénico que grita cuando le hablan los demonios y los muertos, y se da cabezazos contra las pared horrorizado, espantado pues los ve cómo quieren cogerlo y llevárselo con ellos. El otro, el más chico, ya para los dieciocho, diagnosticado de un grado alto de minusvalía. Gitana, claro. Cuarenta y siete años. Su hombre murió de cáncer hace ya unos años. Uno sesenta, ciento veinte kilos. Las piernas deformadas por la morbidez.

Hablamos en el cuartito de la parroquia donde funciona la abogacía pro bono del comité. Ya hace calor. Llora, suda, se coge la cara con las manos.

Ha tenido que irse a casa de su otro varón, casado por el rito gitano con una murciana con la que tiene dos niños chicos, uno de meses. Viven en un cuarto piso y lleva recogida allí tres semanas. Cuando su Antonio ve los espíritus y chilla, los nietos se asustan, su nuera llora, su mayor quiere callarlo. Hace ya calor. Un infierno en la cuarta planta.

Pero ella no puede subir la escalera. No cabe por el tiro y no puede mover las rodillas para llegar ni al primer descansillo, así que se queda en el portón de día y de noche. Duerme en una silla y le bajan la comida y se lava “en de” una vecina donde le dejan hacer sus necesidades. Tres semanas.

Su casa, quemada, era del Instituto de la Vivienda y cuando don Francisco tuvo a bien morirse, pasó a la Junta. Pero no hay presupuesto para el arreglo. Visitas a los servicios sociales (“no aquí no es”, “la competencia es de los del Ayuntamiento”, ¡qué es la “contencia”, madre de mi vida!). Escritos van, papeles vienen, no hay presupuesto, se han acabado los fondos, ya hay que esperar a la convocatoria del año próximo. Ella en la casa puerta del bloque de su hijo, casi un mes. ¿A quién le importa lo que me pasa?

Entre sus ocho hijas, todas casadas, todas con chiquillos, unas preñadas ahora, otras paridas ayer, los hombres parados, recogiendo cartones, o buscando desechos en los supermercados o chatarra en los contenedores de la basura (“no depositar antes de las 21 y en bolsas cerradas”) o aviando una poca de droga para vender y vivir, dos o tres en busca y captura, están haciendo una recogida entre ellas, entre las familias, entre las vecinas, en “las cáritas de la iglesia”, en “el culto” para pintar la casa quemada, enganchar la luz y meterse porque “así no puedo vivir”, “vamos a desbaratar a mi nuera y a mi mayor”.

Y ahí andamos. Servidor haciendo escritos, inventando denuncias, cavilando demandas. Los escritos no tienen fondos hasta la nueva convocatoria. Los jueces y fiscales no tramitan esas denuncias pues no consideran que esta “remediadora” sea víctima de un delito de violación de sus derechos constitucionales (¡ay Ferrajoli!). Las demandas se señalan ya en Sevilla para 2020, gracias a la Administración de justicia que mantienen los partidos constitucionalistas. Los emergentes no se han llegado todavía por aquí pues están pactando con los constitucionalistas y pintando rayas rojas con los secesionistas. Ella llora, suda, se coge la cara con las manos, “mire usté es que yo lo único que he hecho ha sido parir, criar, cuidar y sufrir y no me merezco esto”.

Oigo, Patria, tu aflicción y escucho el triste lamento....

Se ha incendiado el bajo en el que vive con dos de sus hijos. Parió once. Le viven once. Ocho mujeres, tres varones. De los dos que con ella paran, uno es un esquizofrénico que grita cuando le hablan los demonios y los muertos, y se da cabezazos contra las pared horrorizado, espantado pues los ve cómo quieren cogerlo y llevárselo con ellos. El otro, el más chico, ya para los dieciocho, diagnosticado de un grado alto de minusvalía. Gitana, claro. Cuarenta y siete años. Su hombre murió de cáncer hace ya unos años. Uno sesenta, ciento veinte kilos. Las piernas deformadas por la morbidez.

Hablamos en el cuartito de la parroquia donde funciona la abogacía pro bono del comité. Ya hace calor. Llora, suda, se coge la cara con las manos.