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No, por favor, que nadie le dé al pause, que no enciendan las luces de la sala, que continúe la película. Quiero seguir con las fiestas, los regalos, las comilonas, los adornos, las vacaciones, los reencuentros, quiero poner el árbol y el belén. Me siento bien en esta burbuja y si la pinchas quizá me sienta incómodo. No soy un monstruo pero en qué posición me dejaría disfrutar de lo superficial de estas fechas mientras no atiendo a una realidad que es más dura de lo que puedo procesar. Quizá sea esto lo que de fondo, muy de fondo, suene en algunas cabezas estos días. O simplemente es lo que imagino para no creer que realmente a la gente no le importa nada lo que pasa en Palestina.
De importarnos de verdad, como sociedad, este año todos los portales estarían vacíos porque hoy José y María no habrían llegado a tiempo para que Jesús naciera en Belén. Seguramente estarían atrapados en la cola de un check point israelí que controla el acceso a la ciudad. En esa situación, pasando la noche al raso, como lo hacen muchas familias en el campo de refugiados de Khan Younis, al sur de Gaza, quizá Jesús habría corrido la misma suerte que los dos bebés que han muerto de frío en las últimas horas. Israel sigue bloqueando allí la entrada de tiendas y dificultando, muy mucho, la de comida y medicamentos. En 14 meses han sido asesinados en Gaza al menos 14.500 niños, según la ONU. Los ataques israelíes matan a un niño cada hora desde que comenzó el conflicto el 7 de octubre de 2023.
El cardenal Pierbatista Pizaaballa, el patriarca latino de Jerusalén, no ha podido llegar allí en estas fechas tan importantes para la iglesia católica. Israel no se lo ha permitido. El papa Francisco ha lamentado esta situación y ha dicho: “Están bombardeando a niños, esto es crueldad, esto no es guerra y tengo que decirlo porque toca el corazón”. Al máximo pontífice le toca el corazón, como a cualquiera que lo tenga y le funcione. A muchos nos toca también en el sentido de la justicia, en el de la decencia, en el de la humanidad. Es inaudito asistir en directo a través de una pantalla al día a día de un genocidio y lo es, todavía más, que no haya una reacción social masiva y contundente.
¿Qué pasa? ¿Qué nos pasa? ¿Hemos llegado al summum del individualismo y nos da exactamente igual lo que le pase al prójimo? ¿Se esfumaron nuestros valores como sociedad al aceptar las condiciones de uso de una red social? En un momento en el que todos tenemos una pantalla en la mano, estas han demostrado tener el mismo poder para acercarnos que para distanciarnos de la realidad. Quizá la sobreexposición ha hecho que ficción, realidad y publicidad se fundan en una. Ni nos molesta vivir en un anuncio ni nos afecta ver la más grande de las crueldades humanas. Asistimos a ella como a una ficción. Reaccionamos como robots o peor, como recoge esa expresión más antigua que el propio Jesucristo, homo homini lupus.
El diccionario de la Real Academia Española define en una de sus acepciones la palabra humanidad como: sensibilidad, compasión por las desgracias de otras personas. Entendida como tal podemos decir que en 2024 la humanidad ha muerto. Ojalá, como Jesús, tenga la capacidad de resucitar y gocemos de un 2025 más humano.
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