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La escuela del COVID, la escuela de la exclusión ¿Qué haría Paulo Freire?

Fernando Manuel Otero-Saborido

Profesore de la Universidad Pablo de Olavide —

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A veces juego a imaginar cómo seres humanos de otras épocas enfrentarían los problemas de la actualidad. En ocasiones me gusta hipotetizar sobre cómo las formas de pensar y los valores del pasado pudieran viajar en una máquina del tiempo para mezclarse en mitad de tanta modernidad líquida. En esta ocasión, con las instituciones educativas cerradas desde que la COVID irrumpió en nuestras vidas, ante este nuevo escenario de aprendizaje y, lo más importante, ante la posibilidad inminente de un nuevo modelo de escuela que aumente las desigualdades, he tenido que recurrir a artillería pesada; sí, tirar de Paulo Reglus Neves Freire —Paulo Freire para la historia de la escuela— ha sido una necesidad.

En los años 40 del siglo pasado, el pedagogo brasileño abandonó su carrera como jurista para elegir la escuela como vocación. Como por mandato divino, se propuso alfabetizar a 300 cosechadores de caña de la localidad brasileña de Angicos. Lo consiguió en apenas 50 días, pero había poco de milagroso en esta hazaña. Freire se preocupó de comprender el contexto y analizar el vocabulario campesino para utilizar palabras con significación cultural para ellos en su particular método de alfabetización. El liderazgo y labor mágica de Freire consistió en vincular la alfabetización a los problemas reales del campesinado.

En la actualidad, con las familias aisladas y el alumnado sin posibilidad de una interacción física con los docentes ni con sus compañeros, probablemente Freire hubiera comprendido la importancia de analizar y empatizar con la situación real de las familias en este nuevo escenario educativo antes de impartir contenido o embarrarse en la pantanosa “enseñanza” telemática. En primer lugar, hubiera priorizado la evaluación como proceso de comprensión de las necesidades de las familias. Es decir, en el ideario freiriano hubiera sido necesario comprender desde la brecha digital de muchas familias hasta las situaciones de confinamiento en las que el alumnado ni siquiera contaba con un espacio propio e independientemente para la realización de las tareas en mitad de una multitud de miembros en cada unidad familiar.

En una muestra de falta de liderazgo e incomprensión de la situación, el Servicio de Innovación de una Consejería, publicaba el 17 marzo (cuatro días después del confinamiento) un tuit a modo de juego floral invitando a compartir las prácticas innovadoras de la enseñanza telemática cuando alumnado, familias y docentes no habían encajado el golpe de la eliminación del aula como espacio de igualdad y comprensión: “¿Nos describes cómo estás realizando la labor de seguimiento y acompañamiento de las actividades de estudio de tu alumnado?” Para la contestación a la Administración Educativa no fue necesaria la resurrección del pedagogo recifense. Días más tarde, el director de un Instituto público de Secundaria respondió irónicamente recordando la prioridad de liderar e invertir tiempo en evaluar (en el sentido de comprender) las necesidades del alumnado tras la liquidación del aula como espacio de aprendizaje: “En la ESO llamamos por teléfono y, cuando los números existen, les preguntamos cómo están, les pedimos que nos ayuden a contactar con otr@s compañer@s y, finalmente, preguntamos si tienen forma de acceder a Internet y un dispositivo que funcione correctamente”.

Un verdadero liderazgo de las Administraciones Educativas hubiera invertido tiempo durante las primeras semanas en recoger información y diagnosticar las necesidades del alumnado de forma coordinada y fiable, centro a centro, clase a clase. Ese tiempo invertido en los compases embrionarios del confinamiento habría sido fundamental. Habría facilitado que las familias no se vieran desbordadas con la montaña ingente de deberes que recibieron y los docentes habrían tenido la posibilidad de trabajar de forma de coordinada simplificando, dosificando y uniendo tareas de forma interdisciplinar, conciliando el tiempo y las posibilidades culturales y socioeconómicas de las familias y también conciliando sus propias vidas. Los voluntariosos Equipos Directivos y Docentes hubieran agradecido sentirse más acompañados en esta vorágine. Habrían dado un buen uso a unas orientaciones claras que ayudaran en la heroica tarea de organizar un centro educativo y educar a través de una pantalla de ordenador. Los profesionales de las aulas se hubieran enfrentado a este reto mejor equipados si las Instrucciones recibidas no hubieran sido tan ambiguas o meros brindis al sol que se aferraban al parapeto manido de una falsa autonomía docente. Pero no hubo liderazgo ni reflexión ni mucho menos ese deber de educación lenta en unos currículos hipertrofiados que no sirvieron antes de la pandemia ni servirán a partir de ahora. Tampoco se vislumbra nada mejor en el horizonte.

Si Freire en los años 40 se hubiera limitado a tratar las letras como signos escritos que los campesinos debían traducir habría fracasado en su tarea de alfabetización express. Sin embargo, lo primero que hizo fue comprender las necesidades de su realidad y, después, enseñar las palabras que tenían una significación cultural y social para su alfabetización. De esa forma, el aprendizaje del campesinado no se limitaba la decodificación de signos lingüísticos, sino que los cosechadores lo entendieron como una forma de reflexionar sobre su vida y transformar su realidad. Durante estos últimos meses, menos de las deseadas tareas fabricadas por esta improvisada escuela telemática han contribuido a la solución de los problemas de muchas familias y de las necesidades emocionales y culturales del alumnado.

En España, las declaraciones de la Ministra de Educación contribuían a la simplificación de la evaluación como proceso y, lo que es peor, a entenderla únicamente como calificación y numerización de conductas. Como si la creatividad, la cooperación, la resiliencia o las cacareadas competencias del alumnado pudieran fotografiarse en número. Esa simplificación de la evaluación y la escuela en general era absorbida inmediatamente por los medios de comunicación y la sociedad en un falso de dilema sobre ‘aprobado general sí o no’. En mitad de los debates reduccionistas, surgían de vez en cuando declaraciones de políticos profesionales que abogaban por abrir las escuelas para que las familias pudieran colocar definitivamente a sus hijos y así reactivar la economía.

Pero la catalogación de la escuela como lugar “recogeniños” no ha sido el único síntoma de ausencia de liderazgo. En un momento histórico donde la necesidad de la educación como medio de justicia social y la investigación se erigen como tablas salvadoras del Estado del Bienestar, el Rector de una universidad pública se apuntaba sumiso al encargo neoliberal de los recortes como vía de liquidar a la universidad como institución que debe liderar la investigación y la adaptación a los meses venideros. Mi Comunidad Autónoma (y España) está disfrutando de la taytanta oportunidad de diversificar su economía más allá del turismo y la república bananera, pero parece que el terraceo y la bandera aún conservan más tirón que la investigación, la escuela y la cultura.

Como un asidero infalible, uno no puede evitar aferrarse a Paulo Freire ante este panorama, a pensar en su fuerza y determinación cuando, tras ser detenido y encarcelado por la dictadura militar, regresó para luchar por un modelo de escuela en el que nadie sobrara. En medio de esta ausencia de liderazgo, de comisionarios políticos y gurús educativos que nunca pisaron la escuela, un ex empresario del negocio de la formación convertido a la sazón de oportunidad en Consejero de Educación insiste en un Plan de Refuerzo Estival diseñado sin la participación y el consenso de la comunidad educativa y en el que casi el 90% de los centros educativos de la Comunidad Autónoma declinan participar. A modo de inspiración, y ante esa realidad educativa, uno intenta reverberar el recuerdo de un joven veinteañero Paulo Freire alfabetizando a los cosechadores de caña de Angico, aquel pueblo agrícola de apenas 3.000 habitantes. Uno rememora a Freire para reconfortarse, para comprender la dureza de aquel mundo que le tocó vivir, para alimentarse de su fuerza y no lamerse las heridas en medio de esta falta de liderazgo educativo y del tiempo que se avecina pero, sobre todo, para bendecir a la inconmensurable mujer que lo parió.

A veces juego a imaginar cómo seres humanos de otras épocas enfrentarían los problemas de la actualidad. En ocasiones me gusta hipotetizar sobre cómo las formas de pensar y los valores del pasado pudieran viajar en una máquina del tiempo para mezclarse en mitad de tanta modernidad líquida. En esta ocasión, con las instituciones educativas cerradas desde que la COVID irrumpió en nuestras vidas, ante este nuevo escenario de aprendizaje y, lo más importante, ante la posibilidad inminente de un nuevo modelo de escuela que aumente las desigualdades, he tenido que recurrir a artillería pesada; sí, tirar de Paulo Reglus Neves Freire —Paulo Freire para la historia de la escuela— ha sido una necesidad.

En los años 40 del siglo pasado, el pedagogo brasileño abandonó su carrera como jurista para elegir la escuela como vocación. Como por mandato divino, se propuso alfabetizar a 300 cosechadores de caña de la localidad brasileña de Angicos. Lo consiguió en apenas 50 días, pero había poco de milagroso en esta hazaña. Freire se preocupó de comprender el contexto y analizar el vocabulario campesino para utilizar palabras con significación cultural para ellos en su particular método de alfabetización. El liderazgo y labor mágica de Freire consistió en vincular la alfabetización a los problemas reales del campesinado.