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Las hijas del patriarcado
La cultura dominante patriarcal nos explica a través de símbolos, de relatos, de representaciones sociales y dinámicas, nuestra existencia, nuestro papel en el mundo, y en general la vida. Su esencia y éxito es que consigue ser cumplida y trasmitida en mayor o menor medida por todas las personas, incluso las que la padecemos, pues tiene una fuerte presencia e influencia en tradiciones, en las entidades sociales y en las instituciones públicas, y se convierte en signo de pertenencia y de identificación. Como es una cultura autoritaria, ha creado toda una organización institucional, para mantener el status quo, que es difícil de desmontar, incluso en los estados que, como el nuestro, se definen a nivel legal como igualitarios y democráticos. En la práctica, el ejercicio del poder machista -que no se caracteriza por dar servicio sino por imponerse- sigue formando parte de todas las administraciones, incluida la de justicia. Y socialmente cualquier vulneración significativa de las premisas del machismo, ya sea cometida por una mujer o un hombre, es castigada incluso a pesar de que formalmente las leyes parten de la igualdad. Por el contrario, si apoyamos los valores y formas de actuar del machismo, salvo en lo relativo a conductas extremas, aún recibimos ventajas y privilegios, especialmente los hombres pero también las mujeres.
Nacemos como hijos e hijas del patriarcado, del machismo, porque ya somos imaginados por nuestros padres y madres, y su contexto, con estereotipos de género. Vivimos, en mi opinión, como hijas e hijos del patriarcado no solo porque somos educados con distintas expectativas y exigencias según seamos hombres o mujeres, sino también porque necesitamos pertenecer al grupo que nos acoge al nacer, identificarnos con él, y reducir los peligros. Y también porque el patriarcado presiona, especialmente a las mujeres, para que no olvidemos lo que está permitido y lo que no. Es la cultura dominante, autoritaria y jerarquizada del machismo, la que nos amasa y da forma, y para sobrevivir todas estamos de una forma u otra, en mayor o menor medida, adaptadas.
Nos adaptamos al machismo para que la vida que se nos ha dado, arraigue y sobrevida. ¿Podríamos vivir sin estar adaptadas en alguna medida?
Incluso las personas, generalmente mujeres, que como yo se consideran feministas, en mi opinión nos adaptamos paradójicamente al machismo, y queremos que nuestras hijas estén al menos en un pequeño grado adaptadas, porque la alternativa es la confrontación constante y un mayor peligro. Desde niñas nos van condicionando y nos vamos adaptando para formar parte de la sociedad. Tal vez nos adaptamos en nuestra forma de vestir y presentarnos ante el mundo, tal vez en nuestra forma de hablar o de movernos o de expresar nuestra sexualidad, tal vez en nuestra manera de sobrellevar la conciliación de la vida familiar y laboral, tal vez en la manera de ejercer el poder, quizás en nuestra forma de educar, probablemente en maneras que ni siquiera detectamos.
Nos adaptamos al machismo en definitiva para que la vida que se nos ha dado, arraigue y sobrevida. ¿Podríamos vivir sin estar adaptadas en alguna medida? Nos adaptamos para poder crear y mantener una pareja y una familia, tener un trabajo, participar de las reuniones sociales. Para obtener un descanso nos adaptamos a un hombre que nos humilla en casa, o para obtener alguna ventaja que compense otra desventaja, o seguridad, soportamos sin alterarnos por fuera pequeños grados de cosificación, y a veces no tan pequeños. Para no resultar señaladas aguantamos en muchas ocasiones chistes sexistas, e incluso a veces los reímos, o no reaccionamos ante conductas físicas invasivas de nuestro jefe. Para formar de algún modo parte del grupo dominante sonreímos mientras un compañero ocupa injustificadamente el mejor puesto o se nos invisibiliza. Defendemos a nuestros hombres como si ellos estuvieran en constante peligro de sufrir un daño o una injusticia cuando somos nosotras y nuestras mujeres las que corremos los mayores peligros. Nos adaptamos restringiendo nuestra libertad intentando que no nos violen ni nos maten.
El patriarcado nos quiere paradójicamente adaptadas, sin movernos ni quejarnos mucho
Recibimos múltiples mensajes que van desde lo paternalista a lo atemorizante, pasando por lo romántico, para que nos adaptemos a una cultura que nos convierte en general en ciudadanas con restricciones por el hecho de ser mujeres, en el mejor de los casos, y en objetos sexuales de consumo masculino, en el peor. Los símbolos, de los que están llenos el arte, los libros sagrados, internet y las instituciones, nos dicen que el hombre ha sido siempre la medida de todas las cosas, que son el referente principal y representante de la humanidad, que el poder máximo siempre ha sido del hombre, que en todo caso nuestro poder consiste en, a través de la sexualidad y la complacencia, influir en el poder que ostenta un hombre. Y que es mejor para nosotras obedecer y adaptarnos, porque si no el castigo será descomunal y afectará también a nuestros seres más queridos.
Pero en mi opinión nuestra salud personal y social nos dice otra cosa: las hijas del patriarcado necesitamos desadaptarnos progresivamente para poder ser y crecer. Para dejar de llenar los centros médicos con crisis de ansiedad y depresiones. Para dejar de somatizar. Para dejar de sentir dolores crónicos que tienen su origen en la tensión que causa el esfuerzo por adaptarnos, por reprimirnos. Para tener en libertad e igualdad una vida plena, y trasmitirla a las siguientes generaciones.
El patriarcado nos quiere paradójicamente adaptadas, sin movernos ni quejarnos mucho. La igualdad, el feminismo, nos lleva a la desadaptación y a la creación de un orden social distinto y multicultural, en el que hombres y mujeres reciban el mismo valor real y no sufran restricciones sociales por su sexo, ni por otras condiciones. Un orden social inclusivo, en proceso permanente de crecimiento, sin cosificaciones, sin segundas categorías, sin ejercicio autoritario del poder.
La cultura dominante patriarcal nos explica a través de símbolos, de relatos, de representaciones sociales y dinámicas, nuestra existencia, nuestro papel en el mundo, y en general la vida. Su esencia y éxito es que consigue ser cumplida y trasmitida en mayor o menor medida por todas las personas, incluso las que la padecemos, pues tiene una fuerte presencia e influencia en tradiciones, en las entidades sociales y en las instituciones públicas, y se convierte en signo de pertenencia y de identificación. Como es una cultura autoritaria, ha creado toda una organización institucional, para mantener el status quo, que es difícil de desmontar, incluso en los estados que, como el nuestro, se definen a nivel legal como igualitarios y democráticos. En la práctica, el ejercicio del poder machista -que no se caracteriza por dar servicio sino por imponerse- sigue formando parte de todas las administraciones, incluida la de justicia. Y socialmente cualquier vulneración significativa de las premisas del machismo, ya sea cometida por una mujer o un hombre, es castigada incluso a pesar de que formalmente las leyes parten de la igualdad. Por el contrario, si apoyamos los valores y formas de actuar del machismo, salvo en lo relativo a conductas extremas, aún recibimos ventajas y privilegios, especialmente los hombres pero también las mujeres.
Nacemos como hijos e hijas del patriarcado, del machismo, porque ya somos imaginados por nuestros padres y madres, y su contexto, con estereotipos de género. Vivimos, en mi opinión, como hijas e hijos del patriarcado no solo porque somos educados con distintas expectativas y exigencias según seamos hombres o mujeres, sino también porque necesitamos pertenecer al grupo que nos acoge al nacer, identificarnos con él, y reducir los peligros. Y también porque el patriarcado presiona, especialmente a las mujeres, para que no olvidemos lo que está permitido y lo que no. Es la cultura dominante, autoritaria y jerarquizada del machismo, la que nos amasa y da forma, y para sobrevivir todas estamos de una forma u otra, en mayor o menor medida, adaptadas.