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El impuesto del patrimonio se debe mantener

Miguel Toro

Catedrático de la Universidad de Sevilla y ex Director General de Investigación, Tecnología y Empresa de la Junta de Andalucía. —

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En estos días podemos leer en los periódicos diversas iniciativas de sectores sociales privilegiados para intentar abolir el Impuesto sobre el Patrimonio. En particular una de las más conocidas es la de Foment del Treball, la patronal catalana, y la CEOE. Ambas patronales han iniciado la ofensiva contra este impuesto, que ha de acabar, según ellos, en un recurso de inconstitucionalidad contra este tributo. Los presidentes de Foment, Josep Sánchez Llibre; y de la CEOE, Antonio Garamendi, han entregado al Defensor del Pueblo, Francisco Fernández Marugán, un dictamen que argumenta la necesidad de impugnar este impuesto.

El desencadenante fueron los Presupuestos Generales del Estado de 2021, en los que se incluye una subida del tipo máximo del tributo del 2,5 % al 3,5 % y se otorga a este gravamen, hasta ahora provisional, un “carácter indefinido”. Según ambas patronales las modificaciones introducidas suponen “un supuesto de inconstitucionalidad que penaliza el ahorro, la inversión, la productividad y el crecimiento económico” y, según ellos, un tipo máximo del impuesto del 3,5 % es “distorsionante y confiscatorio y, por tanto, inconstitucional.

El presidente de la Confederación Empresarial Andaluza (CEA) ha anunciado que se suma a la iniciativa anterior.

El Impuesto sobre el Patrimonio es un impuesto que, en lugar de gravar las rentas o el gasto, grava las posesiones de las personas. En Europa está establecido de forma desigual.

En España quedan exentos de este impuesto aquellos cuyo patrimonio neto no supera los 700.000 euros (sin contar la vivienda), y la vivienda habitual si no supera los 300.000 euros. Es un impuesto transferido a las comunidades autónomas.

 

En España quedan exentos de este impuesto aquellos cuyo patrimonio neto no supera los 700.000 euros (sin contar la vivienda), y la vivienda habitual si no supera los 300.000 euros. Es un impuesto transferido a las comunidades autónomas. Dependiendo de los casos, puede que no se pague, por estar la cuota bonificada al 100 por cien (es el caso de Madrid) o tener porcentajes y mínimos exentos diferentes en cada comunidad autónoma. Los impuestos de Sucesiones y Donaciones, muy relacionados con el de patrimonio, también están cedidos a las comunidades autónomas y regulados de forma diferente por cada una de ellas.

La desigual regulación del impuesto de patrimonio ha sido puesta encima de la mesa por el coordinador nacional de ERC, el vicepresidente Pere Aragonès, que mencionó la necesidad de acabar con la “competencia desleal” de Madrid en el ámbito fiscal.

La eliminación del impuesto del patrimonio y, en general, de los impuestos que gravan la riqueza o la transmisión de esta ha sido uno de los grandes caballos de batalla de la derecha neoliberal en las últimas décadas. Se dice de forma reiterada que impuestos como el de patrimonio o el de sucesiones y donaciones son injustos porque suponen una penalización al ahorro y el esfuerzo de la clase media. Ahora bien, ¿esto es así? ¿Tienen algún tipo de sentido estos impuestos?

 Lo que es cierto es que la desigualdad va en aumento y esta tendencia se ha reforzado en todo el mundo a partir de la crisis de 2008 y durante la actual pandemia. En su obra El capital en el siglo XXI, Thomas Piketty identifica dos grandes fuerzas que, según él, favorecen “el ensanchamiento y amplificación de las desigualdades”. Una es el proceso de divergencia en la distribución de las rentas (lo que él denomina “distanciamiento de los mejor remunerados”), y la otra es el proceso de convergencia de la riqueza o “acumulación y concentración de los patrimonios”. 

Como es bien sabido en España, como en todos los países más desarrollados de la UE, no existe una distribución equitativa de la renta. Así pues, y según datos de Eurostat para el 2019, el 10 % de la población con más renta disponía del 24,1 % de toda la renta del país; por el contrario, el 40 % de la población con menos renta disponía tan solo del 19,3 % de toda la renta. Esta desigualdad en rentas ha aumentado claramente con la crisis del 2008 y la pandemia. Ahora bien, a pesar de que esta desigualdad pueda parecer elevada, la que se observa en el ámbito del patrimonio o riqueza netos (una vez descontadas las deudas) es todavía más flagrante: el 10 % de los hogares más ricos del Estado español disponían del 45,6 % de toda la riqueza neta; por el contrario, el 40 % de los hogares con menos riqueza disponían tan solo del 6,9 % de toda la riqueza.

Además, los propietarios de ocho o más viviendas en alquiler en España disfrutan de un generoso pero desconocido régimen fiscal. Se trata de las Entidades Dedicadas al Arrendamiento de Viviendas (por sus siglas, EDAV), una figura creada en 2003, cuando gobernaba Aznar. Estas compañías tienen aún menos requisitos que las famosas socimis —las sociedades cotizadas de inversión inmobiliaria, que son pocas pero acumulan más de 42.000 pisos en alquiler— y unos beneficios muy suculentos, tanto en el impuesto de sociedades como en el IVA al comprar propiedades.

Está claro que la riqueza influye directamente a los herederos de aquellas personas que la poseen, a los cuales garantiza la transmisión de la posición económica. Se nos vende continuamente que todo depende de los méritos de cada uno, de su esfuerzo, etcétera. Pero lo que está claro, por ejemplo, y demostrado por bastantes investigadores, es la conexión entre los ingresos familiares y la probabilidad de acceder a universidades o instituciones educativas de élite. En el libro de Piketty Capital e ideología se incluye una gráfica que muestra cómo en los EEUU si los ingresos familiares están entre el 20 % de los más bajos, tus probabilidades de acceder a una educación superior son de un 20 % o un 25 %, mientras que si están entre los más altos, son de un 95 %. En España esta relación no es tan directa debido a la universidad pública. Aquí la universidad ha sido durante varias décadas un motor de ascenso social. Ahora eso está desapareciendo.

Las desigualdades creadas en el pasado se transmiten al presente y al futuro a través de la herencia de la riqueza. Por lo tanto, si el objetivo de la sociedad es el de mitigar estas desigualdades y asegurar una mínima igualdad de oportunidades, la existencia de impuestos que graven la riqueza y su transmisión no es una opción, es un deber. Es un deber si queremos una sociedad más igualitaria. Porque estamos convencidos de que esta sociedad más igualitaria es la base del progreso y la estabilidad.

Parece obvio que aun cuando dos personas ganen lo mismo durante un determinado ejercicio, si una de ellas se halla en posesión de un gran patrimonio dispondrá de una mayor capacidad de pago que la otra.

En España hay que tener en cuenta la descentralización del sistema político, pero hay que garantizar, a la vez, la ecuanimidad del sistema fiscal hacia el conjunto de los contribuyentes. Porque un sistema fiscal injusto e inequitativo no beneficia a los madrileños en detrimento del resto de ciudadanos de las otras CCAA, sino que tan solo beneficia a la élite madrileña, también en detrimento de los madrileños con menos recursos. Esto implica que este tipo de impuestos debe ser regulado a nivel estatal aunque su recaudación puede ser llevada a cabo por las comunidades autónomas.

Con el impuesto a la riqueza poseída se trata de gravar una inequívoca manifestación de capacidad económica que el Impuesto sobre la Renta no puede captar. Parece obvio que aun cuando dos personas ganen lo mismo durante un determinado ejercicio, si una de ellas se halla en posesión de un gran patrimonio dispondrá de una mayor capacidad de pago que la otra. Y podrá incluso estar dispuesta a desprenderse de una parte mínima de ese patrimonio para pagar el impuesto, o a darle un uso productivo que le compense o exima de pagarlo, con lo que se propiciará la movilización de la propiedad ociosa en beneficio de toda la sociedad.

La imposición sobre el patrimonio, así como como el de sucesiones y donaciones, su mayor progresividad, la regulación estatal -y a la larga europea- del mismo, debería ser un compromiso ineludible de cualquier Gobierno no ya de izquierdas, sino simplemente sensato. La mayor progresividad implica una subida del mínimo exento (actualmente 700.000 euros), un incremento del número de tramos y también una subida del porcentaje aplicado a los tramos más altos (hasta ahora el más alto era del 2,5). Es lo que está haciendo tímidamente el actual Gobierno. La subida del tramo más alto del 2,5 al 3,5 por ciento es lo que ha provocado la movilización de la patronal catalana y española. Creemos que en una crisis como la que vivimos es la clase de impuestos que permite recuperar ingresos, sin perjudicar la actividad económica, y dinamizar recursos que podría estar improductivos. 

En estos días podemos leer en los periódicos diversas iniciativas de sectores sociales privilegiados para intentar abolir el Impuesto sobre el Patrimonio. En particular una de las más conocidas es la de Foment del Treball, la patronal catalana, y la CEOE. Ambas patronales han iniciado la ofensiva contra este impuesto, que ha de acabar, según ellos, en un recurso de inconstitucionalidad contra este tributo. Los presidentes de Foment, Josep Sánchez Llibre; y de la CEOE, Antonio Garamendi, han entregado al Defensor del Pueblo, Francisco Fernández Marugán, un dictamen que argumenta la necesidad de impugnar este impuesto.

El desencadenante fueron los Presupuestos Generales del Estado de 2021, en los que se incluye una subida del tipo máximo del tributo del 2,5 % al 3,5 % y se otorga a este gravamen, hasta ahora provisional, un “carácter indefinido”. Según ambas patronales las modificaciones introducidas suponen “un supuesto de inconstitucionalidad que penaliza el ahorro, la inversión, la productividad y el crecimiento económico” y, según ellos, un tipo máximo del impuesto del 3,5 % es “distorsionante y confiscatorio y, por tanto, inconstitucional.