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Viviendas ilegales: de la permisividad a la cultura urbanística
Que en Andalucía existan centenares de miles de viviendas en suelo no urbanizable (y en España más de un millón) no es producto de una noche de borrachera. Solo puede ser producto de una acción continuada en el tiempo, como resultado de la inexistencia de normas precisas al respecto; o con normas, pero sin voluntad ciudadana ni política de cumplirlas. Solo cuando se ha plantea la necesidad de controlarlas, o derribarlas de acuerdo con la legalidad, se han convertido en un problema social y político.
La cultura urbanística se ha ido construyendo lentamente. Nuestra primera ley urbanística, de 1956, es reconocida por ser un texto de una gran calidad técnica, pero de escasos resultados efectivos. El Urbanismo empieza a ser una prioridad política en los años setenta, coincidiendo con los primeros ayuntamientos democráticos y la fuerte expansión urbana. En esos momentos lo prioritario era dar respuestas al crecimiento de las grandes ciudades; el campo no era un problema urbanístico. Quizás por ello, la legislación estableció tres conceptos y clases de suelos: el Urbano, el Urbanizable y el No Urbanizable, que se mantienen hasta hoy. Se ha advertido con frecuencia que este último recibe una denominación inadecuada, en negativo; pero a mi modo de entender refleja muy bien la idea de que es el espacio ajeno a la ciudad, el espacio ignoto de los mapas antiguos con el territorio que estaba más allá del mundo conocido.
La cultura urbanística empieza a extenderse entonces en los suelos urbanos y urbanizables. Ha habido también mucha indisciplina urbanística, pero hoy todo propietario sabe que si el Plan Urbanístico dice que se pueden construir cuatro plantas, no construye seis (antes se hacía); si el Plan declara que un inmueble está protegido por sus valores arquitectónicos, el propietario sabe que no puede demolerlo (antes se hacía para construir un centro comercial o un bloque de viviendas); los terrenos destinados a la construcción de un parque, se respetan (antes, no siempre).
Sin entrar en detalles, hoy el Plan urbanístico se cumple en los ámbitos urbanos y los Ayuntamientos ejercen el control de las actuaciones y la disciplina urbanística. Mientras tanto el Suelo No Urbanizable es un gran contenedor que no solo es ocupado por el espacio productivo agrario. Es donde se construyen carreteras o aeropuertos (¿dónde si no?) donde se instalan grandes vertederos de basura o cementerios de vehículos (¿dónde si no?), se abren canteras (¿dónde si no?), … y se construyen viviendas (por qué no?).
Viviendas en suelo no urbanizable ha habido antes de que la legislación urbanística existiera. La mayoría son viviendas vinculadas a la explotación agropecuaria y ninguna legislación urbanística establece prohibición alguna a su existencia, ni a la de los edificios anexos: casas de aperos de labranza, establos y naves para el ganado, bodegas, cortijos, pabellones de caza y un largo etcétera. Aquí no está el problema, salvo que se haya solicitado autorización para ampliar la caseta de los aperos de labranza y el resultado sea la construcción de un chalet con piscina. El problema se genera con la proliferación de viviendas no vinculadas a la agricultura.
El coste politico
La proliferación de vivienda “en el campo”, y en términos jurídicos en suelo no urbanizable, está vinculada a diversos factores: La disminución de la actividad agraria, la mejora del nivel de vida, el incremento del parque de automóviles y de la movilidad, la demanda de segunda residencia para españoles o de primera residencia para extranjeros, son factores que se concatenan para provocar tal ocupación del territorio. Pero ¿por qué ilegales? ¿Por qué en suelos no urbanizables? Por tres razones muy simples: porque son más baratas, por la permisividad de las Administraciones y porque no existe una concienciación ciudadana que repruebe esos comportamientos.
Con frecuencia, la Administración que ha de vigilar el cumplimiento de la legalidad urbanística no ha ejercido su responsabilidad, bien porque no ha sido capaz de ejercer la disciplina urbanística en todos los rincones de su término municipal, bien porque ha sido permisiva ante el coste político que suponía le podría acarrear frenar tales actuaciones, e incluso se ha visto como una diversificación de la actividad económica en sus pueblos, con las nuevas construcciones y el incremento de residentes.
En los suelos que se ocupan legalmente, la construcción de viviendas viene precedida de la urbanización de esos suelos a los que se les dota de alcantarillado, abastecimiento de agua, luz y telefonía, pavimentación y acerado de las calles, y las administraciones reciben una parte de esos suelos para la construcción de viviendas protegidas y para los equipamientos que el nuevo sector urbano requiere (colegios, centros de salud, parques y jardines, …). Finalmente, todos estos costes de urbanización son repercutidos en el precio de la vivienda; pero ninguno de ellos es asumido por el comprador de una parcela en suelo no urbanizable, de ahí que su coste sea bastante inferior. Los adquirientes de estas viviendas, una vez asentados, reclaman los mismos servicios y acceso a dotaciones públicas y se organizan para que se legalice su vivienda, algunas adquiridas de buena fe y otras no tanto. El tiempo transcurrido desde su construcción y la inactividad de los poderes públicos son argumentos que juegan a su favor.
Mientras el número de estas viviendas ilegales se va incrementando hasta cifras inasumibles y se pone de manifiesto la insostenibilidad de ese “modelo” de ocupación del territorio por el consumo excesivo y desordenado de los recursos naturales, el deterioro ambiental y paisajístico, y el deficiente funcionamiento de infraestructuras y dotaciones, una nueva cultura del territorio reclama una actuación más firme y eficaz que es recogida por algunas leyes urbanísticas autonómicas, entre ellas la andaluza, y la Ley del Suelo estatal de 2008. Se identifican sus valores naturales, culturales y patrimoniales y se prohíbe la ocupación residencial de esos suelos.
De igual modo, el Código Penal de 1995 tipifica por vez primera el delito contra la Ordenación del Territorio como un delito penal. Las Administraciones empiezan a actuar de forma algo más decidida (algunas más convencidas que otras), ya no se conceden tan irresponsablemente licencias de construcción, las empresas abastecedoras de servicios públicos (agua y luz, sobre todo) conocen también su responsabilidad si prestan tales servicios a viviendas no legales, notarios y registradores se cuidarán de inscribir estas propiedades; en fin, los Tribunales de Justicia intervienen, se dictan sentencias de demolición, y hasta se demuelen alguna viviendas.
Una caótica situación heredada del pasado
Pero para entonces ya tenemos sobre el territorio esas cientos de miles/ese más del millón de viviendas en suelos no urbanizables. Con situaciones administrativas, territoriales y de legalidad muy diversas. Las hay legales, donde el delito ha prescrito, con licenciadas impugnadas o no, con sentencia de demolición, en suelos inundables, en suelos protegidos, aisladas junto a otras decenas (o centenares) de viviendas aisladas, formando parte de parcelaciones ilegales, … Y todas reclamando “sus derechos”, además con mayor insistencia en la medida que han pasado a ser primeras residencias.
Las Administraciones han de hacer frente entonces a la resolución de una caótica situación heredada del pasado y de la que en parte es responsable, por su propia ineficacia o inactividad. Las Comunidades Autónomas de una u otra manera han ido adoptando medidas, como ha sido el caso de Andalucía con el Decreto aprobado a principios de 2012 o con las medidas que ahora ha anunciado la Presidenta, sin que aún se conozcan los detalles técnicos de la solución propuesta, y que ha suscitado aplausos, críticas, declaraciones ambiguas, expectativas infundadas y bastante demagogia.
Por ello, junto a la voluntad de querer dar solución a parte del problema, porque debe quedar claro que no todas las viviendas construidas en suelo no urbanizable son legalizables, no solo son importantes los instrumentos técnicos y los procedimientos de legalización o regularización, sino es mucho más importante la actitud política con la que se aborde.
En relación a los primeros, las medidas que se hayan de tomar para legalizar o reconocer de facto la existencia de estas viviendas no deben implicar cambios legislativos que supongan una desprotección frente a previsibles actuaciones futuras; no se puede modificar la Ley urbanística para dar solución a una situación heredada del pasado, porque se están incorporando marcos de actuación futuros.
Por otra parte, la legalización o reconocimiento de estas viviendas debe ir acompañado de la contribución de sus propietarios a la creación o ampliación de las infraestructuras y equipamientos públicos necesarios: De no ser así, será el conjunto de la sociedad la que soportará su coste. En este punto es donde hay mucha ambigüedad y bastante demagogia; y ejemplos no nos faltan de procesos de regularización anteriores, en los que los posibles beneficiarios se han negado a realizar tales contribuciones.
Pero más importante aún es la actitud política con lo que se debe afrontar este problema. Obviamente en la prohibición de construir viviendas en suelo no urbanizable hay una posición política de una determinada forma de hacer las cosas, hay un modelo de ocupación del territorio, hay una opción clara por la “utilización racional y sostenible de los recursos naturales” y “de la subordinación de los usos del suelo … al interés general” (art. 3º de la LOUA). Y en ese sentido, las Administraciones responsables tienen que controlar eficazmente posibles intentos de sortear la norma. La legislación tiene instrumentos más que suficiente para abordarlos; la única condición es que haya voluntad política de hacerlo. Y al mismo tiempo hay que avanzar en la concienciación ciudadana de que este modo de proceder es contrario al interés general, pues mientras la ciudadanía no repruebe estos comportamientos, todo será inútil y seguirán poniéndose puertas en el campo.
Josefina Cruz Villalón. Catedrática de Geografía Humana de la Universidad de Sevilla. Ha sido Consejera de Obras Públicas y Vivienda de la Junta de Andalucía.
Que en Andalucía existan centenares de miles de viviendas en suelo no urbanizable (y en España más de un millón) no es producto de una noche de borrachera. Solo puede ser producto de una acción continuada en el tiempo, como resultado de la inexistencia de normas precisas al respecto; o con normas, pero sin voluntad ciudadana ni política de cumplirlas. Solo cuando se ha plantea la necesidad de controlarlas, o derribarlas de acuerdo con la legalidad, se han convertido en un problema social y político.
La cultura urbanística se ha ido construyendo lentamente. Nuestra primera ley urbanística, de 1956, es reconocida por ser un texto de una gran calidad técnica, pero de escasos resultados efectivos. El Urbanismo empieza a ser una prioridad política en los años setenta, coincidiendo con los primeros ayuntamientos democráticos y la fuerte expansión urbana. En esos momentos lo prioritario era dar respuestas al crecimiento de las grandes ciudades; el campo no era un problema urbanístico. Quizás por ello, la legislación estableció tres conceptos y clases de suelos: el Urbano, el Urbanizable y el No Urbanizable, que se mantienen hasta hoy. Se ha advertido con frecuencia que este último recibe una denominación inadecuada, en negativo; pero a mi modo de entender refleja muy bien la idea de que es el espacio ajeno a la ciudad, el espacio ignoto de los mapas antiguos con el territorio que estaba más allá del mundo conocido.