El gabinete de Philip Herman

Como en la artesanía verdadera, en la planta de abajo está la vivienda y en la de arriba, el taller, una caverna que se abre a varias estancias forradas de madera y de paneles de metal de los que cuelgan herramientas en serie, cientos de herramientas de todas las formas y tamaños que uno pueda imaginar, y de utilidad enigmática. Sería difícil encontrar sitio para dejar una chaqueta en las estanterías repletas de utensilios, de archivos, de cajas y de recuerdos; ni en aquélla en la que están las carpetas y el tricornio, que fue un regalo; las fotos de varios amigos que tocan música, las fotos del Rey, de la Pantera Rosa, el recorte de prensa “Se fue Moraíto, nace su leyenda”; o la colección de músicos negros y blancos de cerámica cada uno de una colección distinta. Mucho menos espacio sin aprovechar hay en las mesas de metal o en las de madera, algunas cubiertas de fieltro gris, porque allí es donde trabajan los artesanos. Ahora son cuatro hombres jóvenes concentrados como cirujanos cardiotorácicos pero sobre cuerpos de metal, entrañas de clarinetes, oboes, saxos y tubas como caracolas gigantes de latón.

“Es que hemos ordenado esta mañana”. Saluda Philip Herman, un tipo espigado, de cabeza pelada y ojos azules, dicharachero, sonriente, más andaluz de Cádiz que norteamericano de Philadelphia, salpicando su conversación con “killos” muy bien pronunciados. Philip Herman es instrumentista. Repara y reconstruye instrumentos musicales de viento. Es el maestro al frente de FELCO Musical, esta cueva mágica de colores y sonidos situada en Chipiona que es uno de los talleres especializados en la materia más prestigiosos del país.

La historia de cómo Philip Herman llegó hasta aquí, hasta FELipe y COmpañía, puede empezar a mediados de los sesenta, cuando el niño de apenas diez años aprendió a tocar entre juegos; primero, el contrabajo, después, el bombardino y el trombón. O puede empezar a finales de esa década, cuando el mismo protagonista fabricaba notas graves con la tuba en la banda de Wills High School de Smyrna, costa sureste de los Estados Unidos. O quizás podamos establecer un punto de partida en 1974, en un chárter Estados Unidos-Base Naval de Rota, muy al sur de España, el chárter en el que comenzaron otras tantas historias.

De la Navy a la banda municipal de Rota

El mozo espigado y rubicundo de 18 años se había alistado en la Marina estadounidense con la idea de entrar a formar parte de la banda militar de la Sexta Flota, afincada en Italia, pero acabó reparando componentes de submarinos nucleares en Andalucía. Vietnam daba coletazos. “Los alistadores eran muy persuasivos, los tíos te convencían de cualquier cosa”, recuerda.

Philip Hermann aparcó la música pero aprendió a tocar bombas, válvulas y piezas, “mecanismos y esas cositas”. Desde la grúa que levantaba los misiles Poseidón a la soldadura “de toda la vida” o las técnicas más avanzadas. Todas aquellas faenas componían una serie de habilidades que acabarían desempeñando un papel importante en el futuro de aquel hombre de ojos azules.

Las piezas encajaron a mediados de los ochenta. Hermann salió de la Navy y se alistó en la banda municipal de Rota. Fue un giro, porque allí conoció a un personaje fundamental, Jessey Robert Merritt, coronel jubilado, profesor de matemáticas y diseñador y reparador de sus propios instrumentos. Eran los saxofones, clarinetes, flautas y trompetas Merritt, populares hasta cierto punto entre estudiantes y profesionales de la costa este norteamericana entre 1950 y 1970.

Merritt, uno más en el chárter EEUU-Rota, reconstruía y reparaba instrumentos por las tardes en su taller de la Base para el Departamento de Defensa Americana. “Cuando lo veía trabajar sabía que era lo que yo quería hacer. Tenía unas manos muy habilidosas, manos de oro, decimos”, rememora Hermann. Él fue su aprendiz durante cinco años, antes de obtener su certificado como reparador y reconstructor de instrumentos y aventurarse por su cuenta en el garaje de su suegro. “Desde ese momento, pasaron diez años hasta que conseguí levantar la cabeza”, recuerda.

Diez años forjando una reputación a base de buenas reparaciones, desmontaje a desmontaje, zapatillado a zapatillado, soldadura a soldadura, en un oficio que requiere una altísima especialización y en el que nunca se sabe todo. Para aprender a reparar un instrumento de viento hay que practicar durante años. “Cinco al menos, hasta ocho o diez años para aprender una especialidad, además de tener que conocer las fábricas en las que se diseñan los instrumentos que después tendrás que arreglar”, relata Philip Herman, que explica que “reconstruir es mucho más difícil que construir”, y que la caída de un instrumento al suelo es el percance “más normal del mundo”.

Tradición artesanal

Para muestra está este saxofón barítono dorado que recibió hace unos días aplastado como una torta y que tiene mejor aspecto después de que le hayan levantado todas sus abolladuras a base de “concentración, paciencia, fuerza y control”, resume el artesano nacido en Philadelphia. El saxofón barítono uno de los 45 instrumentos de media que pasan cada mes por el taller chipionero. Un servicio de desmontaje, limpieza y ajuste de un saxofón cuesta 180 euros e incluye el paso por una bañera de ultrasonidos importada de un fabricante exclusivo de Estados Unidos. Hay trabajos mucho más complejos y caros, y “mucho chapucero entre la competencia”. “Aquí he invertido 147 millones de pesetas en herramientas y equipos que cuestan una pasta. Se fabrican en algunos países, no en España, expresamente para este trabajo, desde unos alicates hasta los más específicos para las reparaciones más específicas que uno se puede imaginar”, relata el propietario.

En el taller de Felco se forman cinco jóvenes en la tradición artesanal y uno de ellos es el hijo de Herman, Felipe, preparado para situarse al frente del negocio para orgullo de su progenitor. El joven subía al taller desde los seis años y ya se entretenía con alguna faena. Creció entre cientos de instrumentos y sus sonidos, y se formó en distintos lugares de Europa para ser instrumentista, como su padre. A sus treinta años, el joven de rostro fino y flequillo de punta se atreve con todos los vientos y también con la batería.

Estos días los pasa ocupado con al menos cinco clarinetes y oboes que forman una hilera, de pie, sobre una de las mesas que es una especie de sala de espera. Felipe Herman muestra uno de ellos, agrietado, al que deberá aplicar una solución de polvo de ébano y pegamento, “madera para arreglar la madera”. “Debe tener más de 100 años”, apunta mientras sostiene el oboe que les ha enviado un caza-reliquias por internet.

La clientela de Felco aumenta por el boca a oído. Según explica Herman, padre, es una “cuestión de confianza” que bandas, profesionales y anticuarios de todo el país y de muchos rincones de Europa dejen sus compañeros más preciados en manos de esos chicos de Chipiona.