Cuando Encarnación Navarra Serrano nació en Monachil en 1922, el mundo era muy distinto al que hoy conocemos. En España, reinaba Alfonso XIII. Eran tiempos de zozobra política en un país que estaba a punto de sufrir el golpe y la dictadura de Primo de Rivera. Después llegaría la efímera II República entre 1931 y 1936, y un nuevo golpe de estado que instauraría el franquismo durante 40 años. Cuando Encarnación nació aún no era doña Encarna, pero se prometió a sí misma convertirse en una mujer que trascendiese a su tiempo. Y lo ha logrado en tantos sentidos que acaba de cumplir 101 años.
Monachil, su pueblo natal al pie de Sierra Nevada en Granada, acaba de rendirle un homenaje más que merecido por haber sido la persona que enseñó a leer y a escribir a muchas generaciones de lugareños y por ser un referente para todos ellos. Más de un siglo de vida da para tanto que conocerla en persona es un privilegio. A primera vista son envidiables su locuacidad y su estado físico. De hecho, llega al encuentro apenas apoyada en un bastón que ella misma rechazó durante muchos años porque era “para personas mayores”.
Doña Encarna no es mayor. Hace tiempo que esa definición no casa, si es que alguna vez lo hizo, con ella. Su sabiduría y trayectoria la han convertido en un icono al que solo cabe escuchar e interrumpir lo justo. Su apariencia entrañable y risueña esconde a una mujer luchadora, que jamás se enemistó con nadie, pero que siempre dio la cara por todo aquel que le pidió ayuda, aseguran los que la conocen. Su hija, María del Mar, que también se acerca a la entrevista, se deshace en elogios hacia su madre. “Es una persona maravillosa a la que todos quieren”.
Una vida de superación
Maestra durante más de 40 años en Monachil, Encarna luchó contra los elementos desde que era apenas una niña. En un mundo que veía a las mujeres como el complemento del hombre, ella fue obstinada para desobedecer a su propio padre, al que define como “un hombre rudo del campo, pero muy buena persona”. Por la época, su progenitor no quería que ella estudiase, pero Encarna no estaba dispuesta a negarse ese placer: “A mí leer y aprender siempre me han encantado”. Por eso, se escondía tras los olivos para que nadie le pudiese echar una reprimenda si la veían leyendo o aprendiendo sobre algo de una vida que le fascina tanto que sigue exprimiéndola 101 años después.
Siguiendo el instinto de querer formarse, Encarna recorría a diario los 10 kilómetros de ida, y otros tantos de vuelta que separaban su casa del colegio Ángel Ganivet, en Granada capital. “A veces lo hacía caminando y otras me acercaba a los lecheros, que iban con burros, para poder ir a estudiar”. Su sacrificio tuvo recompensa años después y sentó las bases de una forma de entender la vida, según cuenta su hija: “Aún hoy en día va caminando a casi todos lados y apenas usa vehículos. Creemos que su buena salud viene de ahí porque no recuerdo haberla visto mala nunca”.
“Esta niña ha podido conmigo”
Fue una de las primeras mujeres que estudió magisterio en la Universidad de Granada y también una de las que consiguió derribar aquellos primeros techos de cristal. “Había un profesor que se negaba a que nosotras pudiésemos estudiar. A mí me intentó suspender por todos los medios, pero como no pudo, acabó poniéndome un 5 y lo escribió tan pequeño que apenas se ve en el folio”. Cuenta que el docente claudicó diciéndole una frase que le ha dejado marcada: “Esta niña ha podido conmigo”. Y vaya si pudo, con él y con todo el que intentó ponerse en un camino destinado a ser una mujer referencial.
Sus métodos educativos fueron vanguardistas. “Siempre me preocupé por conocer las necesidades de cada alumno y no solo a nivel formativo. Quería saber si esa persona tenía problemas en casa y si tenía la posibilidad, le ayudaba”. De esa forma, pudo adaptar las materias al ritmo de cada uno de los chicos y chicas que pasaron por las aulas de los colegios de Monachil en los que enseñó. “Ella ha sido profeta en su tierra porque nunca se ha querido ir a pesar de haber tenido ofertas de muchos colegios de Granada”, relata su hija María del Mar.
Rápidamente pasó de ser Encarna, aquella profesora joven y de métodos extravagantes para el rígido carácter de la época, y se convirtió en doña Encarna. “Si un alumno se portaba mal y no quería estudiar, yo le echaba una reprimenda que solía funcionar”. Entre risas, tanto ella como su hija reconocen que se forjó una imagen de dama de hierro que no alejó a su alumnado, sino que lo acercó más a ella. “Siempre he sentido el cariño de todo el mundo”.
Entregada a los demás
Así, decenas de monachileños pasaron por las aulas en las que doña Encarna enseñó matemáticas, historia, geografía, a leer y a escribir, pero sobre todo a respetar la vida. Cuando comenzó a perder la vista con 90 años, edad a la que ella no se consideraba mayor, escribió un folleto en el que le pedía a todos los que habían sido estudiantes en alguno de sus años de enseñanza que fuesen buenas personas y que no olvidasen aquello que les había convertido en lo que hoy eran. “Fue un detalle que quise tener con todo el pueblo”. No en vano, ella jamás dejó de lado a sus alumnos.
Fue profesora de chicos con diversidad funcional a los que se entregó hasta la extenuación. También dedicó su tiempo a enseñar a leer y a escribir a la gente del campo que hasta entonces no había tenido esa oportunidad y se fajó con soltura en la formación para adultos que no eran mucho más jóvenes que ella. Guarda una estrecha amistad con el juez Emilio Calatayud y en su momento era íntima de la familia Rodríguez-Acosta, una de las más acomodadas y conocidas de Granada. “A mí nunca me ha importado la clase social ni si tenían más o menos dinero, porque a mí lo que me han importado siempre son las personas”.
Ya jubilada, llevó a la práctica diaria lo que ya hacía cuando estaba en activo. Se dedicó a la inserción social y se sumó a causas solidarias a las que sigue vinculada a través de su familia. “La clave para vivir tantos años es ayudar a los demás y yo siempre he querido hacerlo, tuviera lo que tuviera”. A sus propios hijos les recordaba que había que seguir estudiando y que lo harían aunque ella tuviese que estar a base de “cebolla y agua” cada día. “Ella siempre nos ha inculcado que la educación es vital para progresar”, dice su hija María del Mar.
Feminista sin conocer siquiera dicho término cuando empezaba a practicarlo, fue una de las primeras personas que tuvo la valentía de separarse de su marido en una España que no acababa de entender que eso pudiese suceder. “Siempre he dicho que tenemos que ser independientes”. Por eso, todo el mundo le admira y respeta.
El secreto de la longevidad
¿Qué se siente al tener 101 años?: “Se siente tristeza, la verdad”, responde ella mientras baja la mirada. “Me gustaría seguir haciendo cosas, pero el cuerpo ya no responde igual. Además, el final está cada vez más cerca”. Pero lejos de hacer una declaración que invite a la desazón, doña Encarna recupera rápidamente la magia que le rodea para admitir que camina a diario, que se hace la cama ella misma “porque los demás no la hacen como hay que hacerla” y que hace tan solo unos días tuvo que subir las cinco plantas de su edificio porque el ascensor estaba averiado. Tras tal retahíla de confesiones, a Encarna se le escapa una sonrisa guasona propia de quien sabe que sigue estando muy viva.
Antes de despedirse, hay hueco para varias confesiones más. Primero, muestra un libro en el que va escribiendo a mano reflexiones y relatos sobre su mundo. Después, dice con orgullo que todo lo que se ha propuesto en la vida lo ha conseguido. Acto seguido confiesa su amor por la música y la pintura y se arranca a cantar en plena calle. Doña Encarna regala su secreto para la longevidad en forma de lección: “En cien años no han cambiado tantas cosas como la gente cree. Lo importante sigue siendo lo de siempre: ayudar a todas las personas que lo necesiten”.