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300 años de estudio de los microorganismos

Estación Experimental del Zaidín (EEZ/CSIC) —
9 de septiembre de 2021 20:11 h

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Hace poco más de 300 años, Anton van Leeuwenhoek observó por primera vez la existencia de microorganismos en gotas de agua. Desde entonces, la microbiología ha experimentado un progresivo desarrollo que, en los últimos años, ha sufrido una vertiginosa aceleración tanto en cantidad de datos obtenidos como en el avance de las técnicas de estudio. Las primeras observaciones de microorganismos, a través de los primeros microscopios, fueron acompañadas de esquemas y dibujos de los investigadores que intentaban interpretar lo que veían. En primera instancia, estas clasificaciones se basaban en características morfológicas que permitían agruparlos (la primera clasificación fue desarrollada por un botánico alemán en 1872, Ferdinand Cohn). Estas clasificaciones, pese a ser un gran avance en el estudio temprano de los microorganismos, tenían el problema de que, como se comprobó más tarde, no eran capaces de distinguir distintas especies de microorganismos debido a que muchos comparten la misma apariencia en su forma. Quedaban entonces agrupados en tipos morfológicos o morfotipos.

El siguiente gran avance tardó en llegar: a finales del siglo XIX se introdujeron las técnicas modernas de aislamiento de los microorganismos mediante placas de cultivo y tinciones, principalmente orientado al estudio de las bacterias. Esto permitió llevar a cabo experimentos con los que se demostró la implicación de los microorganismos en el desarrollo de enfermedades (1905, premio Nobel Robert Koch). Aún así, las distintas cepas de bacterias eran clasificadas de acuerdo a criterios morfológicos o a través de su respuesta a diversas pruebas bioquímicas.

No fue hasta el descubrimiento de la estructura del ADN (1953, premio Nobel Watson y Crick) y el desarrollo de la técnica de secuenciación a finales de los años 70 del siglo XX (1980, premio Nobel Sanger y Gilbert), cuando se pudo distinguir la verdadera identidad de cada una de esas colonias de microorganismos que se conseguían cultivar en el laboratorio. La cadena de ADN se compone de cuatro bases: adenina, timina, citosina y guanina, cuyo orden a lo largo de ella es único en cada ser vivo y difiere del resto. Pese a ser un gran avance, el aislamiento, cultivo e identificación por secuenciación de microorganismos tenía, al menos, dos problemas. Por un lado, la mayor parte de los microorganismos que existen en la naturaleza no son cultivables con los medios que se utilizan normalmente. Por ello, cualquier estudio de este tipo que pretendiese caracterizar un ecosistema se centraba necesariamente en una parte muy pequeña de la diversidad total de microorganismos (los que no se podían cultivar, no se detectaban). Por otro, la cantidad de microorganismos, o colonias, que podían ser secuenciadas, y así identificar su ADN, no solía pasar, en los mejores casos, del orden de los cientos en un sólo estudio. Sabemos que ese número es demasiado pequeño en comparación con el número de especies de microorganismos presentes en el medio. Como ejemplo, en un solo gramo de suelo puede haber miles o decenas de miles de especies de bacterias y hongos microscópicos.

Un paso interesante, que permitió evitar el cultivo de los microorganismos para su posterior identificación, fue el desarrollo de las técnicas de “huella genética” o fingerprinting. Estas técnicas se asociaron en muchos casos a la actualmente famosa reacción en cadena de la polimerasa o, más conocida por sus siglas en inglés, PCR (1986, premio Nobel Kary Mullis). El propósito de esta última, al igual que cuando se utiliza en los test para detectar la presencia de COVID, es el de aumentar la cantidad de ADN presente en una muestra y, así, hacerlo detectable. En el caso del análisis de comunidades completas de microorganismos presentes en una muestra, por ejemplo de suelo, el ADN amplificado mediante PCR es sometido a una transformación mediante la cual es posible diferenciar los tipos de secuencias que contiene. De este modo, podemos tener una estimación de la diversidad de tipos de secuencias e inferir la diversidad de microorganismos. Las técnicas difieren entre ellas en los métodos que usan para dar a cada tipo de secuencia de ADN una “huella” particular. Algunas cortan el ADN en trozos mediante enzimas, de modo que el tamaño de los fragmentos difiere dependiendo de la secuencia de bases del ADN. Otras cambian la forma de la molécula de ADN dependiendo de su secuencia y así es posible diferenciarla. Tienen nombres largos, normalmente conocidos por sus acrónimos: SSCP, DGGE, TTGE, TRFLP…

El desarrollo de la tecnología en otros aspectos, como por ejemplo el de lentes fotográficas, ha permitido el desarrollo de nuevas técnicas, en inglés Next Generation Sequecing (NGS). Dichas técnicas se centran en la secuenciación masiva de fragmentos de ADN presentes en una muestra. En muchos casos, las hebras de ADN encontradas quedan fijas en un soporte y es una potente cámara la que va grabando los pequeños destellos originados en cada secuencia individual al ir avanzando su lectura. Cada tipo de destello corresponde a una base de ADN. Esta información unida a la posición y al tiempo de lectura permite reconstruir la secuencia de ADN de millones de secuencias al mismo tiempo. Se genera tanta información que en los laboratorios suele dedicarse más tiempo al análisis informático de los datos que a las propias técnicas microbiológicas.

Desde el grupo de micorrizas de la Estación Experimental del Zaidín (CSIC Granada) estudiamos cómo las especies de microorganismos del suelo cambian en respuesta a los factores ambientales: tipo de suelo, temperatura, vegetación… Y a su vez cómo esos cambios en la composición de especies afectan a las funciones que los microorganismos tienen en el ecosistema. Esto es debido a que la respuesta y la función de cada especie es a menudo única. Es pues crucial para nuestros estudios ser capaces de distinguir y catalogar la comunidad de especies presentes en cada sistema. El desarrollo de todas estas técnicas de estudio ha dejado en el camino varios premios Nobel. En cada uno de nuestros trabajos de investigación es, pues, imposible no recordar a Newton cuando dijo, sobre sus propios estudios, que: “Si he podido ir más allá es porque me encaramaba a hombros de gigantes”.

Hace poco más de 300 años, Anton van Leeuwenhoek observó por primera vez la existencia de microorganismos en gotas de agua. Desde entonces, la microbiología ha experimentado un progresivo desarrollo que, en los últimos años, ha sufrido una vertiginosa aceleración tanto en cantidad de datos obtenidos como en el avance de las técnicas de estudio. Las primeras observaciones de microorganismos, a través de los primeros microscopios, fueron acompañadas de esquemas y dibujos de los investigadores que intentaban interpretar lo que veían. En primera instancia, estas clasificaciones se basaban en características morfológicas que permitían agruparlos (la primera clasificación fue desarrollada por un botánico alemán en 1872, Ferdinand Cohn). Estas clasificaciones, pese a ser un gran avance en el estudio temprano de los microorganismos, tenían el problema de que, como se comprobó más tarde, no eran capaces de distinguir distintas especies de microorganismos debido a que muchos comparten la misma apariencia en su forma. Quedaban entonces agrupados en tipos morfológicos o morfotipos.

El siguiente gran avance tardó en llegar: a finales del siglo XIX se introdujeron las técnicas modernas de aislamiento de los microorganismos mediante placas de cultivo y tinciones, principalmente orientado al estudio de las bacterias. Esto permitió llevar a cabo experimentos con los que se demostró la implicación de los microorganismos en el desarrollo de enfermedades (1905, premio Nobel Robert Koch). Aún así, las distintas cepas de bacterias eran clasificadas de acuerdo a criterios morfológicos o a través de su respuesta a diversas pruebas bioquímicas.