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¿Pueden los arqueólogos y los agricultores ser amigos?

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En una zona de obras, grandes máquinas excavadoras van devorando el terreno para la construcción de una autopista, una vía férrea o un parking subterráneo. Unos metros por delante, un equipo de arqueólogos se afana por terminar de registrar con fotografías y planos los restos de un antiguo cementerio romano, o las huellas de unas cabañas prehistóricas. Esta escena es muy común en cualquier área urbana de nuestro país: el patrimonio arqueológico se encuentra en mitad del camino del desarrollo económico y su existencia es a menudo incompatible con la de fábricas, viviendas y grandes infraestructuras. Desde hace ya largo tiempo la arqueología de urgencia o de salvamento tiene en esos espacios su principal escenario. Pero ¿y en las zonas rurales? ¿cómo se libra la batalla por la conservación y revalorización de los restos del pasado? ¿es posible hacer compatible, e incluso mutuamente beneficiosa, la actividad de agricultores y arqueólogos?

A través del tiempo, una misma delgada capa de la corteza terrestre ha sostenido las necesidades materiales de los grupos humanos, y a la vez ha ido acumulando la huella material de su empeño en la construcción del paisaje. En algunas partes del mundo (yo me refiero aquí al ámbito mediterráneo), la distribución irregular de los suelos útiles para el cultivo hace que esta intensa relación se concentre en los mismos espacios durante milenios. En muchas zonas de la Península Ibérica, esta relación ha permanecido en un estado de relativo equilibrio hasta tiempos muy recientes. La tecnología agrícola empleada ha tenido una capacidad bastante limitada para alterar la topografía y el potencial productivo del terreno. Sólo a mediados del siglo XX los grandes proyectos de irrigación y repoblación forestal empezaron a modificar drásticamente el paisaje. Lejos de detenerse, este proceso ha seguido a un ritmo creciente. Los cultivos de alto rendimiento conllevan la alteración del terreno a una escala sin precedentes, arrollando de manera silenciosa infinidad de vestigios arqueológicos. No son restos monumentales, de grandes y lujosos edificios, sino el humilde rastro material de la vida rural de un campesinado que, hasta hace apenas un siglo, constituía el 90 % de la población. Al mismo tiempo, la agricultura ha experimentado enormes mejoras tecnológicas. Ahora los tractores van guiados por GPS, y los drones escudriñan el terreno para analizar el estado de la vegetación. En este contexto, la arqueología ha sido siempre conceptuada como un problema, una potencial fuente de perjuicios que hace que sea vista con hostilidad por los agricultores.

Sin embargo, es precisamente esta revolución tecnológica la que nos ofrece, más que un problema, una oportunidad: la de, por primera vez, lograr una convergencia de intereses entre unos y otros. A los agrónomos les interesa conocer en detalle qué cualidades del terreno pueden favorecer más la productividad agrícola. A los arqueólogos les interesa lo mismo, pero exactamente a la inversa: donde las plantas se desarrollan peor ven un buen indicador de dónde pueden encontrar restos enterrados. En pocas palabras, lo que para ellos es “ruido”, para nosotros es “señal”, y viceversa. Por este motivo utilizamos los mismos métodos para explorar el terreno. Desde el cielo tomamos imágenes con cámaras especiales que captan por ejemplo el infrarrojo cercano y térmico, y sobre el terreno se emplean sensores que nos sirven para elaborar mapas de propiedades como la conductividad eléctrica, que permiten detectar esos cambios en el suelo.

De este modo, a la vez que se obtiene información sobre cómo mejorar el rendimiento de las parcelas, podemos localizar y visualizar con gran detalle sitios arqueológicos, desde los restos de una pequeña granja hasta el urbanismo de toda una ciudad romana. Otro beneficio añadido para los agricultores es que, gracias a la arqueología no invasiva, es posible delimitar las zonas en las que se ha de tener precaución a la hora de remover el terreno para no destruir los restos. En fin, esta potencial sinergia haría compatible la gestión eficiente del campo con el estudio y conservación del patrimonio, consiguiendo obtener un beneficio mutuo, ¿puede haber una fórmula mejor? Esta fue la idea de partida para la puesta en marcha de un programa de investigación que, liderado por el Instituto de Arqueología-Mérida, aúna los esfuerzos de arqueólogos, ingenieros agrónomos y expertos en geofísica y teledetección. A través de dos proyectos pertenecientes a plan INTERREG, nos hemos enfrentado a las múltiples facetas de este empeño. Se han realizado numerosos ensayos en el campo y especialistas de disciplinas en principio tan diferentes se han aproximado y han aprendido unos de otros. Otro frente de intensa actividad ha sido el de las empresas, mostrando el potencial de los mismos equipamientos y servicios para los sectores de la agricultura y el patrimonio cultural. Pero sin duda el mayor reto ha sido conectar con los agricultores, despejar sus dudas y temores y hacer ver los potenciales beneficios. Sumando todos estos esfuerzos, esperamos haber avanzado un poco para cumplir el objetivo último, que no es otro que hacer compatible el desarrollo económico con la conservación de los paisajes culturales. Pero, ¿de verdad es posible?...

En una zona de obras, grandes máquinas excavadoras van devorando el terreno para la construcción de una autopista, una vía férrea o un parking subterráneo. Unos metros por delante, un equipo de arqueólogos se afana por terminar de registrar con fotografías y planos los restos de un antiguo cementerio romano, o las huellas de unas cabañas prehistóricas. Esta escena es muy común en cualquier área urbana de nuestro país: el patrimonio arqueológico se encuentra en mitad del camino del desarrollo económico y su existencia es a menudo incompatible con la de fábricas, viviendas y grandes infraestructuras. Desde hace ya largo tiempo la arqueología de urgencia o de salvamento tiene en esos espacios su principal escenario. Pero ¿y en las zonas rurales? ¿cómo se libra la batalla por la conservación y revalorización de los restos del pasado? ¿es posible hacer compatible, e incluso mutuamente beneficiosa, la actividad de agricultores y arqueólogos?

A través del tiempo, una misma delgada capa de la corteza terrestre ha sostenido las necesidades materiales de los grupos humanos, y a la vez ha ido acumulando la huella material de su empeño en la construcción del paisaje. En algunas partes del mundo (yo me refiero aquí al ámbito mediterráneo), la distribución irregular de los suelos útiles para el cultivo hace que esta intensa relación se concentre en los mismos espacios durante milenios. En muchas zonas de la Península Ibérica, esta relación ha permanecido en un estado de relativo equilibrio hasta tiempos muy recientes. La tecnología agrícola empleada ha tenido una capacidad bastante limitada para alterar la topografía y el potencial productivo del terreno. Sólo a mediados del siglo XX los grandes proyectos de irrigación y repoblación forestal empezaron a modificar drásticamente el paisaje. Lejos de detenerse, este proceso ha seguido a un ritmo creciente. Los cultivos de alto rendimiento conllevan la alteración del terreno a una escala sin precedentes, arrollando de manera silenciosa infinidad de vestigios arqueológicos. No son restos monumentales, de grandes y lujosos edificios, sino el humilde rastro material de la vida rural de un campesinado que, hasta hace apenas un siglo, constituía el 90 % de la población. Al mismo tiempo, la agricultura ha experimentado enormes mejoras tecnológicas. Ahora los tractores van guiados por GPS, y los drones escudriñan el terreno para analizar el estado de la vegetación. En este contexto, la arqueología ha sido siempre conceptuada como un problema, una potencial fuente de perjuicios que hace que sea vista con hostilidad por los agricultores.