Dubravka sabía que no tenemos remedio

Alejandro Luque

18 de marzo de 2023 21:04 h

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Dubravka servía nuestros cafés en el pequeño salón de su piso de Amsterdam cuando reparó en el cartón de leche. “Los serbios la llaman mleko. Los croatas dicen mljeko. La gente de Dalmacia dice mliko. Los montenegrinos dicen mljeko también, y los macedonios dicen mleko”. Con aquella breve e improvisada clase de idiomas, Dubravka Ugresic venía a explicar que en su tierra, la antigua Yugoslavia, allá por los primeros 90, se había asesinado, torturado y violado a mansalva, se habían bombardeado ciudades, destruido bibliotecas, museos, monumentos, todo por cosas como esas vocales de más o de menos en la palabra leche.

Claro que era una ironía. Ella sabía que la razón de aquellas masacres que desangraron un país y redibujaron el mapa de los Balcanes no era lingüística, ni siquiera étnica o nacionalista. Detrás de aquellos pretextos, en el fondo, no había más que ambición de poder y dinero, el deseo feroz por parte de unos pocos de quedarse con su parte del inmenso negocio que subyace siempre bajo una guerra. Ella los señaló, incluso los llamó por sus nombres. Están en sus libros, para quien quiera leerlos.

Había nacido en Kutina, Croacia, en 1949. Estudió Literatura Comparada en la capital, Zagreb, y se especializó en letras rusas y ejerció la traducción. Como escritora, tuvo un éxito precoz con Štefica Cvek u raljama života (Estefi en las fauces de la vida), que fue llevada al cine por Rajko Grlić. Los tambores de guerra la sorprendieron en plena madurez, pasados los 40: ni tan joven como para pasar por ingenua, ni tan veterana como para volverse cínica, se opuso al conflicto desde las filas de la Asociación para una Iniciativa Democrática de Yugoslavia y lo pagó con todo tipo de censuras y presiones. Desde los políticos a las iglesias, pasando por los militares, todos estaban echando gasolina al fuego, y una aguafiestas como Ugrešić no tenía sitio allí: acabó marchándose en 1993 y exiliándose en Ámsterdam, donde murió el pasado viernes.

Nunca los olvidó. Los vio en la televisión alzando sus banderas, posando triunfantes sobre las ruinas y repartiéndose finalmente el botín. Años después, en uno de sus libros, lamentaba el hecho de que no hubieran vencido “los croatas ni los serbios, sino la escoria humana: criminales, asesinos, carteristas, trileros, psicópatas, pequeños trapaceros, cobardes, matones, ladronazos, bandidos, bribones, refiriéndome siempre a los de todos los bandos. Nos venció la falta de voluntad para hacerles frente”.

En España, donde todavía lo mejor llega siempre un poco tarde, no supimos de ella hasta diez años después de que se instalara en Países Bajos. Alfaguara publicó su novela El museo de la rendición incondicional, La Fábrica los ensayos de Gracias por no leer, Anagrama El ministerio del dolor y No hay nadie en casa. Pero una literatura de digestión lenta como la suya, y sobre todo tan ferozmente cuestionadora de las convicciones del lector, no iba a convertirse nunca en un fenómeno comercial en nuestro país: quedó en el limbo editorial durante una década.

A menudo, Dubravka parecía tener dotes adivinatorias, como parecen tener siempre las personas extraordinariamente inteligentes. Vaticinó que todos íbamos camino de convertirnos en monjes locos adorando a un dios llamado Google. Predijo la crisis de la Unión Europea, y señaló el gran error de haber creado una comunidad económica, en lugar de una sustentada por la solidaridad y los valores humanos. Una Europa a la que llamaban cientos de miles de refugiados que, aseguraba, no habían abandonado sus países, sino que habían sido abandonados por estos. Una Europa en la que el fascismo seguía latente y empezaba a crecer de manera inquietante.

Con Baba Yaga puso un huevo se adelantó a la ola del feminismo por venir. Arremetió contra la literatura de autoayuda y denunció los manejos de intelectuales devenidos en prósperos empresarios, como Emir Kusturica. Nunca se calló, a pesar de sus dos grandes hándicaps: ser una escritora en una lengua minoritaria y haber renunciado a los atajos del mercado. Le gustaba recordar a su compatriota Miroslav Krleža –su escritor balcánico preferido junto a Danilo Kiš– con una cita de plena vigencia: “La estupidez está enamorada de sí misma y su autoestima es ilimitada”.

Tal vez por ello, no se hacía ilusiones sobre su porvenir ni el de su obra. Sabía que estaba condenada a ser leída por unos pocos. Cuando le recordábamos que cada año aparecía en las quinielas del premio Nobel, se molestaba o fingía molestarse: no quería ni oír hablar de ello. No creía en esa forma de justicia poética. Sabía que los grandes premios requieren acaso movimientos, concesiones que ella no estaba dispuesta a hacer a esas alturas. Y que era demasiado incómoda, demasiado indomable para cualquier tipo de oficialidad.

También sabía que no tenemos remedio. Que no leemos la historia y, si lo hacemos, somos incapaces de aprender nada de ella. En uno de sus últimos títulos, La edad de la piel, detectó con su mejor mordacidad el auge de la nuestridad, esa estupidez consistente en valorar las cosas, las lenguas, las costumbres, el patrimonio o la comida no porque sean buenos, sino porque son nuestros. “Adiós, hasta la próxima guerra”, era una de sus frases recurrentes.   

La última vez que nos vimos en persona fue en el Tres Festival de Granada de 2016. Me siento orgulloso de haberla invitado en calidad de asesor técnico y de haber propiciado su encuentro con Enrique Redel, el editor de Impedimenta, que la incorporó de inmediato en su catálogo. Dubravka llegó vestida con uno de aquellos vestidos negros que eran casi un uniforme para ella, y aquejada de múltiples dolores de espalda que no le impidieron mostrarse tan brillante y divertida como era.

Cuando nos despedimos, se iba a pasear por la ciudad con la egipcia Nawal El Saadawi, otra mujer imprescindible de las letras mediterráneas, con la que había hecho muy buenas migas. No volví a ver a ninguna de las dos. Nawal nos dejó hace dos años, Dubravka Ugrešić acaba de hacerlo. Pero la luz de ambas seguirá calentando las conciencias de sus lectores durante mucho tiempo.        

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