Era capaz de congeniar un 'haiga' customizado con un descapotable con potencia dos caballos al que había que empujar en las cuestas y al que placeó como introito de “El perro verde” porque era del mismo color. Jesús Quintero (San Juan del Puerto, Huelva, 1940 - Ubrique, Cádiz, 2022) fue un todoterreno, capaz de abrirle las puertas del Teatro Real al flamenco, de la mano de Paco de Lucía, o de regalarnos un potosí de entrevistas, con las que reconstruir la historia del reinado de Juan Carlos I, como demostró Mercedes Moncada en su película “Mi querida España”.
Desde Huelva a Madrid, con programas como “El Hombre de la Roulotte” o el mítico “Estudio 15-18”. Entre el tardofranquismo y la Transición estaban él y Nadiuska, como anticipos de un tiempo nuevo. En cualquier caso, para la historia, quedará “El Loco de la Colina”, aquel programa que comenzara en Radio Nacional de España y que concluyó en la Cadena Ser, donde reinventó el silencio como una de las bellas artes. Ante su micrófono, desfiló medio mundo, desde Gabriel García Márquez a Eduardo Galeano o Jorge Luis Borges, y esa media España empeñada en morir de la otra media pero capaz de confesarle ante medio millón de oyentes lo que no habría sido capaz de decirle a un cura o a un psiquiatra.
Presidentes de Gobierno, ultras de cadenas, corazones encadenados, pasiones desencadenadas... todo cabía en aquel estudio de micrófonos voraces donde Quintero deconstruía textos escritos por Raúl del Pozo, por Juan Cobos Wilkins, por Jesús Melgar –que acaba de publicar un libro, “El loco”, sobre sus peripecias de esa época-- y por un sinfín de guionistas que llenaban la noche de este país con imágenes, ideas, creencias o descréditos. En un tiempo propenso a los gritos, Quintero impuso el susurro. Eso sí, cuando se empeñó entonces en entrevistar a Montserrat Caballé, de la que terminaría siendo compinche, la gran dama de la ópera le citó en su suite del Hotel Victoria de Granada a las ocho de la mañana de un sábado: cuando ella abrió la puerta de su habitación, encontró a un botones con un formidable ramo de flores y una tarjeta que rezaba “para divo yo, muchas gracias”.
De la radio a la televisión, con "Vagamundo" o "Cuerda de presos", aquella inmersión en las cárceles españolas en el que dejaría grabado el testamento vital de Rafi Escobedo
No quedó ahí su huella: tras poner en pie “El Lobo Estepario” en Onda Cero, o Radio América, desde el caserón de la calle Placentines, en Sevilla, poblado de criados filipinos que dejaron de estar presentes cuando los bancos entraron en sus deudas como los bárbaros en Alejandría, montó aquella emisora que tendría su eco americano y en donde aterrizarían, como artífices de la palabra, Juan Bonilla y Javier Salvago, que se convirtió en su alter ego durante buena parte del resto de su vida profesional y cuyas memorias, además de su excelente poesía, recomiendo con viveza: de la radio a la televisión, con “Vagamundo” o “Cuerda de presos”, aquella inmersión en las cárceles españolas en el que dejaría grabado el testamento vital de Rafi Escobedo o, amordazada por la censura democrática, su conversación con José María Sánchez Casas, uno de los fundadores del PCE(r) y de los GRAPO. Como mucho después también le censurarían, por muy distintos motivos, una entrevista con José María García.
Trece noches compartió con Antonio Gala, pero también transformó la estética televisiva, desde aquellos platós en sombra donde los cigarrillos dibujaban figuras de humo frente a los entrevistados. “Qué sabe nadie”, “La boca del Lobo”, “Ratones Coloraos”, “La noche de Quintero”, “El gatopardo” o uno de los programas flamencos que quiso atrapar el corazón del gran público, “El sol, la sal y el son”, para Canal Sur, la emisora en donde transcurrieron las últimas temporadas de su vida profesional. En cualquier caso, bajo todos esos títulos, siempre estuvo él, su mirada profunda, su palabra precisa, su temperamento de montaña rusa.
Se metió en negocios que no siempre fueron felices y coqueteó con la fortuna y con la ruina como el tahúr que juega buscando siempre la escalera real aunque tenga que conformarse con la mano del muerto. Sobre el tapete, aquellos raros de Cansinos Assens puestos al día: el sabio Sabio Tarifa, el Risitas o el Cuñao, pero también su admirado Beni de Cádiz como tripulantes de una nave que aún, tantos años después, sigue sin ser la del olvido. Y, en paralelo, palabras mayúsculas como la de Dolores Ibarruri o la de Adolfo Suárez, la copla de Carlos Cano o la canción de Joan Manuel Serrat, el desafío desnudo de Susana Estrada y el alma abierta de Rocío Jurado o de Lola Flores.
Acaba de morir en una residencia de Ubrique a donde le llevó El Turronero, un personaje que podría haber sido perfectamente carne de su diván radiofónico. Tuvo un teatro pero lo perdió. Una fundación en su pueblo, que esperemos que perdure.
Hace poco más de un año, la espléndida periodista Joana Bonet –con quien tanto quiso—firmó una de sus mejores entrevistas, quizá la última, para Vanity Fair. Y allí dejó dicho: “La vida me ha llevado a saber que sin comida para todos no es posible la paz. Durante 50 años me ha llevado de San Juan del Puerto, Huelva, Sevilla, Madrid, Barcelona, a Buenos Aires, Nueva York, Miami y Los Ángeles para hacer un Loco en América para toda la comunidad latinoamericana, a través de Direct TV. La vida me ha llevado a la colina, a recorrer España en una roulotte llena de libros de viaje y sartenes. Y me ha llevado a reyes, presidentes, a estrellas del deporte, a manicomios, conventos, prostíbulos y a 40 cárceles a entrevistar a 80 presos de España y América. La vida me llevó a hacer la mili, en la aviación, en Sevilla, una ciudad a la medida del hombre, capital de una tierra que siempre ha convertido en conquistados a todos sus conquistadores, y ha ganado con el amor todas las guerras perdidas con armas. Sevilla, entre otras muchas cosas, es la única ciudad del mundo que se perfuma para salir, que huele a naranjos y limoneros. A primavera”.
Todo un resumen vital. Ha muerto, me cuentan, por insuficiencia respiratoria. Hubiera sido imposible que le fallara el corazón, porque éste alienta en su esposa, María, compañera infatigable del último periodo de su vida, o en sus hijas: “Mis tres grandes pasiones son la radio, la noche y mis hijas Lola y Andrea –le contó a Joana Bonet, madre de la primera--. Andrea es periodista, además escribe con mucho arte, y Lola estudió Políticas y Sociología en Inglaterra, y es culta e inteligente. Pero fui un padre imperfecto. En la colina estuve a punto de volverme loco de verdad. Sí, las dos charnegas: andaluzas y catalanas de sangre. Siempre me ha gustado Catalunya”.
A mí me gustaba Jesús Quintero. Quizá porque sea de los pocos que pueda decir que nunca le dejó una factura pendiente de pago.
Y siempre le deberé mucho.