POESÍA

Lágrimas domadas de Luis García Montero

“¿Y tú me lo preguntas? Poesía soy yo. Es la verdadera respuesta que ha permanecido latente en la historia de nuestra literatura; lo demás nos lo han repetido con demasiada frecuencia: la poesía es confesión directa de los agobiados sentimientos, expresión literal de las esencias más ocultas del sujeto. Por ello todas sus afirmaciones se hacen rápidamente generales y se citan con la seguridad del que se sabe en un género donde no es posible la mentira”, escribía Luis García Montero, hace casi cuarenta años, a propósito de La otra sentimentalidad, aquel célebre manifiesto que suscribió con Javier Egea y con Álvaro Salvador.

Tampoco la muerte admite embustes. Es una frontera en la que, ya desaparecido el purgatorio en la doctrina de la Iglesia, no admite limbo ni tierra de nadie. Al final era esto. La muerte y la vida suponen, para el poeta, “un viaje infinito/en el que sigo todavía”.

Javier Sádaba nos enseñó hace mucho, bebiendo de los clásicos, que no debiera inquietarnos íntimamente la muerte, porque ella solo concierne a los muertos y los vivos seremos incapaces de percibirla en su dimensión exacta, la del vacío. Sin embargo, Carlos Fuentes le había brindado ya una excepción a la regla: “Qué injusta, qué maldita, qué cabrona la muerte que no nos mata a nosotros sino a los que amamos”.

"El ejercicio de la poesía siempre ha sido sacar al espacio público los sentimientos más íntimos, dignificar la intimidad como respeto al ser humano sin convertirlo en un espacio pudoroso", ha dicho, de hecho, García Montero

Luis García Montero, en Un año y tres meses, ha reunido en un libro las tres heridas célebres de Miguel Hernández: la de la vida, la del amor, la de la muerte; las de la literatura universal, las que llevaron a Jorge Manrique a convertir a sus lectores en la ausencia de su padre, en la pregunta que intenta aprehender el tiempo que ya no es, en la percepción de impotencia ante un mundo que se desvanece –gracias a Ridley Scott y a Philip K. Dick-- como lágrimas en la lluvia. Las de García Montero son lágrimas domadas, respuestas en silencio, como ríos que, van a dar a la mar, pero cuyas piedras, con permiso de Heráclito, pueden mirarnos dos veces.

Hay muchos libros sobre el amor, pero éste no es solo un libro sobre el amor. Hay muchos libros sobre la muerte, pero éste no es solo un libro sobre la muerte. Hay muchos libros sobre la vida, pero éste no es solo un libro sobre la vida. Es un libro sobre todo lo que encierra esa especie que a menudo parece en vías de extinción y a la que llamamos ser humano.

Son, estos, versos en torno a la fragilidad y a la entereza, al miedo y a las dudas, a la pasión y a la vida cotidiana, a los misterios insondables y a la realidad desnuda; esa pornografía privada del corazón que ensayamos ante el espejo personal y que el poeta ha sabido llevarlo, sin exceso ni estridencia, a la conversación pública: “El ejercicio de la poesía siempre ha sido sacar al espacio público los sentimientos más íntimos, dignificar la intimidad como respeto al ser humano sin convertirlo en un espacio pudoroso”, ha dicho, de hecho, García Montero.

A pesar de que su padre fue poeta, Almudena Grandes no escribió versos –al menos, no los publicó—pero siempre tuvo a Antonio Machado muy presente

Es un libro paradójico, que hace suyas, como preámbulo a la tercera parte de esta obra, las palabras de aquel animal de bosque que fue Joan Margarit, quien al saberse mortalmente herido, se emboscó entre los suyos y sí mismo durante su último año de aliento “Que para mí ya está entre los que fueron/ Los más felices de mi vida”.

Aquel año y tres meses que supusieron la resistencia de su esposa –de ambos—ante las aguas negras del daño, también constituyeron los más felices de los días de Luis García Montero. Quizá porque, como él mismo sugiere, durante dicha etapa “nunca tuvieron las miradas tanto amor a la vida”.

Ha escogido, para abrirlo, una cita de ella misma: “Mientras él pudiera lavarla, peinarla, acariciarla…”. Eso hizo. Y eso hizo también John Berger con su esposa, Beverly Bancroft. Y, luego, le escribió: “La belleza de tu valentía te acompañó hasta el final. Y, desafiando al tiempo, se ha quedado con nosotros. Llena el silencio”.

Un año y tres meses no es, sin embargo, un discurso en un funeral; es un pacto interior, más que una despedida. Tanto amor y no poder nada contra la muerte, volvemos a declamar con César Vallejo. Sin embargo, por sus páginas sabemos que Almudena y él se conjuraban “para que nadie diga ya nada puede hacerse”.

Como en su poema sobre la mudanza, estos textos se parecen demasiado a los objetos y sujetos que uno va metiendo en las cajas de cartón de sus propias emociones cuando está al partir la nave que nunca ha de tornar: “La manera con la que yo he aprendido a preguntarme a mí mismo sobre mí o sobre mi relación con el mundo ha sido la poesía”, afirma Luis, poeta de la experiencia, ahora, en estado puro, más que nunca si cabe. Oigamos a Rosalía de Castro: “Luz y progreso en todas partes,/pero las dudas en los corazones”. No hay mayor perplejidad que la que experimentamos ante la pérdida.

A pesar de que su padre fue poeta, Almudena Grandes no escribió versos –al menos, no los publicó—pero siempre tuvo a Antonio Machado muy presente. Luis se los enviaba, como polizones a bordo de libros de Ángel González, de Rafael Alberti o de Gloria Fuertes. Esa es una de las primeras mercancías sentimentales que alimenta este tránsito escrito en negro sobre blanco. La literatura, aquí, no comparece con sus habituales rasgos culturalistas, sino como simples guijarros de la memoria compartida: el azogue de Gustavo Adolfo Bécquer le devuelve la sensación de que uno de los dos muertos debe seguir en pie, mientras Fortunata naufraga por las calles de Madrid y Charles Baudelaire se pierde –imposible—por Nueva York.

El mar es el morir, ya lo sabíamos: "Lo que acerca la espuma se va con la resaca", aclara ahora Luis

“Dejadme llorar/orillas del mar”, escribe Luis de Góngora. Y García Montero responde: “Orillas del mar/dejadnos soñar”.

El mar es el morir, ya lo sabíamos: “Lo que acerca la espuma se va con la resaca”, aclara ahora Luis. El sueño eterno se cruza con el que no es infinito: ambos, el poeta y su amada, se los intercambian, se entregan mutuamente las ensoñaciones, ese avatar de nuestras noches, esos espejismos de eternidad sin los que nuestra realidad se vería sencillamente inacabada.

Le he oído escribir a Maruja Torres que el más allá, de un tiempo a esta parte, se está poniendo mucho más interesante que el más acá. Y es que los fantasmas solo dan miedo realmente cuando somos niños, porque no solemos conocer entonces a nadie en el otro lado. En esas películas de médiums, de las que tanto gustamos, los espíritus nos lanzan mensajes guturales desde el inframundo. Luis García Montero invierte el tablero de la ouija y se convierte en el fantasma que ronda a Almudena y le pregunta, como también pregunta la tierra: “¿Puede hacerse el amor en vuestro cielo?”

Yo daba por supuesto que la muerte

No iba a ser una duda metafísica,

Pero desconocía hasta qué punto daña

Como animal doméstico

Esos barruntos podemos leer en este libro, que también pone un cierto contrapunto a las Odas elementales de Pablo Neruda, cuando nos alerta de “que todo esté en su sitio/ es el mayor desorden que pueda imaginarse”. Ante esa añorada liturgia del desorden, a la que cantase Luis Eduardo Aute, García Montero confiesa:

Nunca había previsto que me tocase a mí

Cerrar la puerta, apagar la luz

Cuando el reloj se agote

Este es un poemario sin final feliz porque, en rigor, la vida no suele tenerlo, ya que “el mundo –así se dice aquí-- es un hotel sin libro de reclamaciones”. La muerte es miserable, repite. Es, antes bien, la crónica de una derrota, como la de tantas otras resistencias fallidas, porque una vez más –como en el Ebro, como en Colliure, como en la transición—“nos faltan aliados/ en las trincheras últimas de nuestros corazones”.

Los versos recogen baldes de agua negra, mientras el poeta recorre de noche el pasillo de un avión trasatlántico en el que los pasajeros parecen muertos que durmiesen y él solo se asiera a una luz remota, la de su casa, la de los ojos que le cautivaron hasta hacerlo completamente viernes:

Todo es raro y difícil como llamarme Luis,

Como esperar a que me llames,

Como vivir sin ti.

Hay un breve hemistiquio de papel que separa los poemas escritos durante ese largo combate contra el mar, con los que vinieron luego, como un duelo lleno de belleza, que no en vano rima con la palabra tristeza. Siempre cabe la esperanza, declara ahora Luis García Montero en las entrevistas. Pero de lo que solo estamos seguros es de que siempre cabe la memoria:

Rondábamos los treinta para doblar la vida,

Orgullosos de amor y de desnudo,

De sábanas tomadas y memoria

¿No le veis? ¿No la veis, acaso? Entre ambos construyeron la palabra nosotros. Y así ya, juntos para siempre, resultan sencillamente invencibles

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