Casas Viejas: la reedición de las crónicas que acabaron con Azaña

Azaña dijo que “en Casas Viejas no ha ocurrido sino lo que tenía que ocurrir”, y echó así una buena palada de tierra sobre su propia tumba política. La cita abre Viaje a la aldea del crimen, las crónicas que Ramón J. Sender envió al periódico La Libertad y que este año ha reeditado Libros del Asteroide. “Documental de Casas Viejas” es el subtítulo, y algo de documental hay en este libro: Viaje a la aldea del crimen es un acercamiento casi naturalista a un suceso determinante en la caída de Azaña, que Sender teje a partir de una descripción cruda de la miseria infinita del campo andaluz en aquella época.

Las crónicas, agrupadas y depuradas por el propio Sender apenas un año después de los sucesos de 1933, habían caído extrañamente en el olvido después de servir de agarradero a las tesis historiográficas dominantes durante años. “De aquí beben Gerald Brenan, Federica Montseny o Gabriel Jackson, que creyeron esta versión a pies juntillas”, explica Antonio García Maldonado, autor del prólogo en la nueva edición de un texto que descubrió leyendo la obra de Tano Ramos, El caso Casas Viejas.

Las crónicas de Sender dieron forma a una manera de entender lo que ocurrió: Azaña habría ordenado acabar con aquella rebelión de campesinos sin tierra que amenazaba con gangrenar la República llamando al comunismo libertario. Para salvar el cuerpo habría amputado el brazo de cuajo. 19 lugareños y tres agentes (dos de la Guardia Civil y uno de la guardia de asalto) murieron en los sucesos de 1933. Sólo la recuperación de los Cuadernos Robados (Crítica, 1997), los diarios que Azaña escribió entre julio de 1932 y agosto de 1933, limpiaron su memoria mostrándolo como un gobernante atribulado ante el suceso de Casas Viejas y desconocedor del alcance de la carnicería.

El propio Sender pareció renegar de su obra. En una entrevista concedida en 1976 en A fondo , a propósito de un libro “polémico, debatido, discutido, en el que usted tomaba posición contra los gobernantes de la República”, el escritor responde que aquello fue “algo deplorable”. Sus conclusiones inmisericordes con Azaña contribuyeron definitivamente a la caída del político en septiembre de 1933 y, a medio plazo, de la República, y fueron usadas durante años por el franquismo en su propio beneficio. “Sender es una muestra de que la República perdió la guerra no tanto por encabronar a sus enemigos de siempre sino por generar la enemistad de sus aliados”, cree García Maldonado.

“Monarquía o República es cosa que en el campo andaluz tiene poquísima importancia”

Viaje a la aldea del crimen está trufado de crudos retratos del hambre, “hambre negra, solitaria”. “Después de ver a estos hombres da vergüenza comer”, escribe Ramón J. Sender, paradigma del intelectual desencantado, que concluye: “Monarquía o República es cosa que en el campo andaluz tiene poquísima importancia”. En esa tesis, Casas Viejas no es más que una representación en miniatura de los problemas seculares que tampoco la República está sabiendo resolver y Sender representa la izquierda impaciente con la lentitud de las reformas.

Más allá de su valor historiográfico, el relato es también un ejemplo de eso que luego los americanos llamaron Nuevo Periodismo. “El libro introduce unas técnicas narrativas de superposición de escenas que se suponen inventadas por Truman Capote en A Sangre Fría”, opina García Maldonado. El resto es un texto que funciona como un western, un duelo al sol más de Peckinpah que de John Ford, en el que hay atrincherados mascando ruina y asaltantes disparando al estómago. Pero esta historia de héroes tozudos, escopetas de caza e impíos agentes del orden ocurrió. Este es el asalto al Fuerte Apache o a la comisaría del distrito 13, trasladado a la choza misérrima de Seisdedos, el héroe trágico de la historia.

Seisdedos es el hombre que sabe que no saldrá vivo, el líder que se da cuenta demasiado tarde que detrás de él no marcha un ejército, sino una cuadrilla de desesperados que hacen de la lealtad la única bandera. Enfrente, hay un malvado de manual, el Capitán Rojas, que al mando de 40 guardias de asalto ordenó que se ametrallara y se quemara la choza de unos campesinos que resistían con cuatro cartuchos, y la ejecución a sangre fría de una docena de lugareños. “Si yo le digo que dispare a esa niña que ve usted por la ventana... Usted no lo haría…”, le dijo meses después el director general de seguridad, intentando comprender cómo pudo aquel bruto asesinar a medio pueblo. “Sí lo haría”, le respondió el capitán. El fascista Rojas fue condenado por los jueces que investigaron los crímenes y liberado poco antes del golpe de 1936.

Hoy Casas Viejas se llama Benalup, y es un pueblo en el que hay un campo de golf y un buen puñado de restaurantes. Sobre el lugar donde ardió Seisdedos y su gente alguien quiso hacer un hotel y el pueblo orgulloso se levantó de nuevo. A 1.500 kilómetros, reposan en el cementerio de Montauban los familiares de Seisdedos, apenas separados unos metros de los restos de Azaña. Catalina Silva, la mujer que huyó bajo las balas de la choza de su abuelo, contó hace años en El Mundo que se encontró con el político en el exilio, y que este, ya loco, masculló: “Los muertos de Casas Viejas me persiguen”. También le persiguió hasta su muerte aquella frase, “ha pasado lo que tenía que pasar”, puesta al comienzo del libro de las crónicas que escribió Sender y que tumbaron un Gobierno.