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La memoria olvidada del barracón de las mujeres: “Antes se llamaban nazis y ahora proxenetas, pero son lo mismo”

Alejandro Luque

12 de marzo de 2024 20:27 h

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Fermina Cañaveras llegó a la historia de El barracón de las mujeres (Espasa) por casualidad. Se encontraba en Madrid, investigando la historia del Partido Comunista en la clandestinidad y el papel de las mujeres en él, cuando una tarde saltó en una conversación el nombre de Isadora asociada a una imagen: un tatuaje en el pecho en el que podía leerse en alemán Puta de campo de concentración. “Era muy extraño, porque los tatuajes en los campos se hacían en el brazo. Pero estas no eran unas presas normales: estas eran esclavas sexuales, mujeres jóvenes destinadas a los prostíbulos del III Reich”, recuerda.

No obstante, sabía que el campo al que estaba asociada la memoria de aquella Isadora, Ravensbrück, cerca de Berlín, no era fácil de abordar. “Hay muy poca información sobre él, porque les dio tiempo a destruir toda la información que tenían”, explica Cañaveras. “Pero me convenció la idea de que los nazis se habían convertido en proxenetas y ejercido la violencia sexual sistemáticamente. Y eso nos obliga a empezar a plantearnos la II Guerra Mundial de un modo diferente. Se trata de una memoria incómoda y necesaria”.

Isadora Ramírez ya había fallecido cuando la investigadora se puso manos a la obra. La posibilidad de encontrar supervivientes de aquel horror era, de hecho, remota, y más aún que quisiera hablar… Salvo entre las polacas, que sí parecían dispuestas y algunas incluso recordaban a “aquella española con nombre de bailarina”. La base de El barracón de las mujeres empezaba a armarse.

Los doctores locos

Por qué Fermina Cañaveras se decidió a escribir una novela y no un ensayo, género más próximo a su profesión de historiadora, es algo que explica ella misma: “Sencillamente, no tenía suficientes datos. Ravensbrück es un campo curioso, donde los nazis registraban a todo el mundo que entraba, de modo que sabemos que hasta 1941 no empezaron a entrar hombres. También se sabe que quienes no servían para el campo, iban directamente a las cámaras de gas. Y a los niños también los gaseaban”.

La historia habla de 130.000 mujeres que traspasaron el umbral del campo, pero Cañaveras afirma que fueron más. “Era un campo de exterminio, de trabajo y de adiestramiento de guardianas”, comenta la autora, que en su proceso de documentación hubo de asomarse a todo tipo de horrores: “Contaban que les inyectaban un líquido en la vagina que nunca lograron saber para qué era. Todas rezaban lo que sabían para no quedarse encinta, porque entonces pasaban automáticamente al Pabellón de las conejas. Allí experimentaban con tu embarazo, o te hacían una cesárea y te dejaban abierta, o inyectaban al feto gérmenes de sífilis… o los tiraban a la nieve con un cubo de agua fría y alimentaban con ellos a los perros”.

“Algunas se volvían locas”, prosigue Cañaveras, “y las mandaban al Pabellón de las locas, donde solo se alimentaban con la comida que les facilitaban las compañeras. La máxima para todas ellas era sobrevivir para poder contar al mundo lo que ocurría allí dentro. Amputaban cuerpos y te cosían una parte de una compañera que había fallecido. Las pobres llamaban ‘los doctores locos’ a los médicos que trabajaban allí”.

La autora confiesa que “empecé este libro siendo una persona y acabé siendo otra, muy tocada por todo lo que descubrí”. Por otra parte, cuando se le pregunta cómo es posible que tantas atrocidades y crímenes hayan quedado sepultados por el olvido, afirma que “el problema es el campo. Es de los últimos en liberarse, por el ejército soviético. Ravensbrück pasa a la Historia como símbolo comunista, y todo lo que tenía que ver con las mujeres se perdió. Hasta 1978 no se desclasifica la información. Las mujeres que quedaban vivas hacían homenajes, pero ese silencio tan perturbador que cayó sobre ellas debió de ser muy duro. Pensaban que con la liberación tendrían el reconocimiento de Auschwitz, pero no fue así. Mucha gente no tiene ni idea de la existencia del campo”.

Un libro 'resistente'

Y, sin embargo, el campo habla de nombres que están en la Historia, como María Mandel, la guardiana conocida como La bestia de Auschwitz, pero que empezó en Ravensbrück; o Neus Català, que tanto hizo porque no se perdiera la memoria de los campos; o Elisa Garrido, que estuvo en Ravensbrück y logró volar un pabellón lleno de obuses… “Hay nombres muy potentes, algunos de los cuales son muy conocidos en otros países, pero que en España se han borrado”.

Lo cierto es que, a día de hoy, solo queda una superviviente del campo: Selma, una mujer judía de 103 años que no fue prostituta. Con ella se irá la memoria viva de una de las páginas más negra de la Historia de la misoginia. Pero la misoginia sigue: “Siempre digo que este libro, aparte de contar y dignificar, también es un libro resistente, porque sigue sucediendo lo mismo: hoy hay mujeres a las que, sin necesidad de tatuajes, les quitan los pasaportes y las meten en clubes de carreteras. Antes se llamaban nazis y ahora proxenetas, pero son lo mismo”.     

Sobre la posibilidad de seguir escribiendo novelas, no tiene dudas: “Quedan muchas cosas por contar”, afirma Cañaveras. “De hecho, estoy en ello, con otra historia de mujeres. Entiendo mi trabajo como una cuestión de Derechos Humanos, partiendo de la necesidad de que todo el mundo sepa lo que pasó. No hay que dulcificar la memoria, no podemos presentarla como nos apetece o como duela menos. Son episodios duros, sí, pero hay que contarlos”.  

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