'Mosturito', la novela de barrio con acento andaluz en la que “no todo se entiende, pero tampoco hace falta”

Alejandro Luque

22 de abril de 2024 20:55 h

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El ambiente ochentero y de barrio no es extraño en la obra narrativa de Daniel ruiz García (Sevilla, 1976), un autor que participa, como otros de su generación, de esa atracción irresistible hacia una época llena de claroscuros, y que regresa a ella en su última novela, Mosturito, que acaba de ver la luz en Tusquets. “Creo que tiene que ver con una cuestión generacional, con un ajuste de cuentas con la memoria sentimental, en este caso la de nuestra generación, los nacidos en los 70 y que fuimos niños en los 80”, comenta. “Es lo mismo que hizo Marsé con su memoria de postguerra en Si te dicen que caí o con los años finales del franquismo en Últimas tardes con Teresa. Tenemos la necesidad de cuestionarnos por nuestro pasado, someterlo a reconsideración”.

Para el autor, “el hecho de que vivamos un momento de profusión de obras creativas en torno a los ochenta tiene que ver porque muchos creadores que vivieron su juventud y su infancia en esos ochenta han alcanzado la edad adulta. Llegará el tiempo en que los creadores cuenten los 2000. En este caso, yo pretendo hacer un ejercicio de reconstrucción de la mirada del niño que fui en los ochenta, en un barrio de Sevilla. Una mirada que no es nostálgica, ni tampoco rigurosa, sino que se basa en lo instintivo, en lo sensorial: intentar recuperar la voz del niño que yo fui en esos ochenta. Claro que Mosturito, mi personaje, es mucho más salvaje”.

En todo caso, Ruiz García subraya que “no soy de los que piensa que cualquier tiempo pasado fue mejor. Objetivamente, creo que en la mayor parte de los indicadores principales ahora el mundo es mejor que hace cuarenta años. Pero sí era un mundo muy distinto, desde luego. La nuestra fue la cultura del descampado, esa que Manuel Calderón retrató con enorme sensibilidad y audacia en un libro delicioso, llamado precisamente así, Descampados. La cultura del descampado era la cultura de la vida a la intemperie, de lo analógico, donde la interacción resultaba más directa y también más áspera. La vida se hacía mucho más en la calle, y uno coleccionaba postillas en las rodillas”.

Voz y mirada de un niño 

De hecho, en Mosturito, el personaje protagonista “tiene acceso por primera vez a un órgano genital femenino en un descampado, gracias a una página de revista pornográfica, y eso le llena de pavor, porque es un órgano extraño, feo, casi animal, como era la pornografía de aquellos años. Así es como en aquel tiempo descubríamos casi todo. Era la cultura del descampado y también del ojo patio, donde la violencia, el maltrato y todo lo despreciable se vivían de puertas hacia dentro. Después, te encontrabas con el maltratador en el ascensor y se comportaba como un perfecto ciudadano”.

“Existía precariedad, pero creo que esa misma precariedad sigue existiendo”, prosigue el autor. “Lo que ha cambiado es el paisaje ciudadano. En muchos barrios del extrarradio, la vida ahora está en las peluquerías latinas, en torno a los kebabs, pero es la misma pulsión de intemperie, la misma sensación de vida en la calle. Eso, que a mucha gente puede molestarle, a mí me resulta fascinante. Ahora que los centros históricos se han convertido en parques temáticos, para encontrar la vida verdadera cada vez hay que irse más a los barrios. Hoy, si quieres conocer la idiosincrasia de Sevilla, es más fácil percibirla en San Pablo o en el Tiro de Línea que en el casco histórico”.

A la hora de meterse en la piel del protagonista de Mosturito, Daniel Ruiz ha tenido que someterse al difícil reto de “contar desde su voz y su mirada”, dice, pero también lo ha disfrutado: “Yo me lo he pasado fabulosamente, una vez que se consigue lo principal, que es el tono. Tenía claro que, si quería contar la historia de un niño de extrarradio en los ochenta, debía hacerlo desde la propia voz del niño. Y en ese caso, tratándose, además de un personaje como Mosturito (un niño feo, acomplejado, pero también tremendamente rabioso y con mala leche), tenía que ser una voz muy gamberra, nada convencional. El resultado es una forma de escritura totalmente punk, que se pasa por el forro las convenciones sintácticas y ortográficas, pero que a la vez está llena de expresividad. Buscaba una especie de lenguaje propio, que empezara y acabara donde empieza y acaba la voz del niño. Es una propuesta arriesgada, pero son estas cosas las que nos hacen sentir la libertad de la escritura, la necesidad de contar sin más amarre que el de transmitir cosas con fuerza y con furia”.

La calle y los libros

El bullying aún no tenía nombre en los tiempos de Mosturito, pero existía. ¿Hemos avanzado mucho en ese aspecto? “Hemos avanzado, sin ninguna duda, en la transparencia, en la visibilidad. El bullying en nuestro tiempo era mucho más común, hasta no verse si quiera como un problema. Pasaba algo parecido con el maltrato o los abusos: se vivía de puertas hacia dentro, aunque uno sabía perfectamente que el del quinto pegaba a su mujer o el del cuarto se tomaba demasiadas licencias con los niños del bloque. Nadie te explicaba lo que estaba pasando, tú debías interpretarlo a partir de los sobreentendidos”.

Si tuviera que componer una lista de reproducción sobre la novela, el sevillano está convencido de que “sería una lista muy ecléctica: empezaría con Pimpinela, la música que escucha la Tata, la tía del personaje principal, y que a Mosturito le produce una tremenda tristeza. Continuaría con algún tema de Machín, porque la vecina del segundo suele cantarlo en sus emisiones de radio en directo a través del ojo patio. Habría también temas punks, de La Banda Trapera del Río o de los Clash. Me olvidé de vivir de Julio Iglesias también sonaría. Y para terminar, Elvis”.

Volviendo al uso de la oralidad, algo que no era tan extraordinario en la narrativa española hasta hace poco, cabe preguntarse si se estaba perdiendo y por qué. “Siempre me ha interesado la oralidad, está presente en mi literatura desde mi primera novela corta, Chatarra, que escribí siendo bastante joven. Yo me considero, sobre todo, un escritor callejero, cuya escritura se alimenta de la calle, mucho más que de los libros. El oído siempre me ha parecido indispensable, no solo como escritor sino también como lector. Uno lee, por ejemplo, a Mendoza, y aprecia de inmediato su capacidad de oído. Es algo que aprecio mucho, y que contribuye a crear textos verdaderamente ‘reales’, esto es, que exuden verdad. En estos tiempos en que se habla tanto del advenimiento del ‘coco’ de la inteligencia artificial, construir textos con mucha potencia expresiva es un camino para huir de las fórmulas robóticas (fórmulas que, por cierto, ya nos acompañan desde hace décadas: los bestsellers en serio y la cocina para fabricarlos es un buen ejemplo). Y pocas cosas tienen tanta potencia expresiva como lo oral”.

 Acento andaluz

¿Ha tenido miedo de que en algún momento su andaluz “no se entienda”, como se dice siempre de las series rodadas en el Sur? “En Mosturito, no todo se entiende”, reconoce. “Pero tampoco hace falta. Igual que no se entiende toda la verborrea incontenible de Juanita Narboni, en la novela célebre de Ángel Vázquez, o algunos textos de Quiñones. Ejemplos, hay miles. En El Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias hay páginas en las que uno se deja llevar por la musicalidad, más que pretender entenderlo todo. En clave tropical, La vida breve de Oscar Wao, de Junot Díaz, propone un lenguaje exuberante que, más que leerlo, tienes la sensación de que te dejas llevar. En clave del boom latinoamericano, por ejemplo, El lugar sin límites de José Donoso plantea una oralidad llena de magia y sensualidad, en la que muchas veces uno no alcanza a comprenderlo todo. Creo que el lenguaje del Sur, en este caso el andaluz, tiene recursos y potencialidades que no han sido del todo explotadas, pero con una capacidad expresiva y una magia singular. Tiene que ver con la musicalidad en la forma de contar, con el subrayado de determinadas expresiones… Es un poco lo que intento plantear en mi novela”.

En cuanto a la aplicación del acento andaluz como forma de afirmación identitaria, Ruiz García comprende “el planteamiento de propuestas que están generando bastante ruido desde Andalucía como Califato ¾, o la Plazuela, todo ese nuevo andalucismo expresivo. Yo me identifico más con un andaluz más intuitivo, menos normativo, más libertario. El andaluz que está en Pata Negra, en O’Funk’Illo, en Tomasito, en Tabletom. Ese que estaba también en el andaluz de Silvio, incluso cuando cantaba italiano de mentira. El andaluz que estaba en Camarón o en las corraleras de Lebrija. Un andaluz libérrimo, sin normas, travieso. Nuestra identidad está ahí, creo, en la travesura, en la capacidad de juego y de tomarnos poco en serio”.

Respecto a su obra anterior, Daniel Ruiz García cree que “en cierto modo, con Mosturito he vuelto un poco a los orígenes, a lo que siempre perseguí cuando comencé a escribir: contar historias con una mirada muy expresiva, dándole mucha importancia al cómo, sin renunciar a un qué que siempre se centra en los aspectos más indeseables, en los perdedores, en los ángulos muertos de la realidad. Contar desde la rabia y el grito, pero sin solemnidad, con humor. Pero sobre todo, pasármelo bien contando historias”. 

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