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Las dos caras de Libia

Laura J Varo

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Mudur y Mohamed pululan por los alrededores de una de las casas tomadas por milicianos de Misrata en la inacabable planicie de Washarfana, al suroeste de Trípoli. Desde el porche, se dibuja suave la silueta del macizo de Nafusa, a entre cuatro y siete kilómetros. Todo lo que hay en medio hace las veces de línea de frente entre ellos y las fuerzas de Zintán, apostadas en la montaña, en retirada.

Es viernes, el equivalente al domingo en el planillo semanal libio, y los dos chavales no tienen otra cosa que hacer que rondar de villa en villa, haciendo compañía a los jóvenes destacados allí desde hace días, semanas o meses.

“Vemos a los mayores combatiendo y estamos orgullosos de ellos, queremos hacer lo mismo”, contesta Mudur con la mira al suelo de un adolescente de 17 años. Él y su colega, dos años menor, compaginan, dicen, “la guerra y la escuela”. Aún estudian, pero sus ratos libres los pasan con compañeros como Muhamad Mustar, ex electricista de 27 años reconvertido en guerrillero desde que en 2011 estalló la revolución que acabó con cuatro décadas de dictadura de Muammar Gadafi en Libia.

De recuerdo de aquellos ocho meses de guerra, Muhamad tiene el cuerpo cosido del muslo al torso. Algunas cicatrices esconden pequeños bultitos que anticipan los trozos de metralla aún entrados en la carne. “Cualquier cosa se queda en nada por nuestro país”, argumenta. Sus dos hermanos, asegura, están en el hospital recuperándose de las heridas recibidas en la última escaramuza de sus respectivas brigadas. “La gente está muriendo con nosotros”.

Más de tres meses llevan batallando los milicianos de Misrata contra los de Zintán. Se trata de las dos ciudades que más pintaron en la toma de Trípoli en 2011. Ahora, aquella liberación revolucionaria parece casi un espejismo, un recuerdo soterrado en la memoria colectiva de un país que renquea en su transición conforme dos gobiernos pelean por el poder desde dos puntos con más de 1.300 kilómetros de tierra de por medio: Trípoli y Tobruk. Están aupados por dos Parlamentos paralelos y apoyados por dos coaliciones militares en las que participan las antiguas brigadas, armadas merced al arsenal gadafista.

Solo en el último mes, casi 300 personas han muerto en los enfrentamientos, muchos de ellos en Bengasi, donde desde mayo descargan bombas los aviones del general rebelde Khalifa Haftar, aliado del Parlamento de Tobruk (formado tras las elecciones del 25 de junio) y líder de la Operación Dignidad (Karama, en árabe).

Otro punto del frente es Kikla, un minúsculo pueblo montañoso en el que los zintaníes, alineados con Haftar y Tobruk, se han enzarzado en una lucha contra los misratíes, espina dorsal de Fajr Libia (Amanecer en Libia), la unión de fuerzas que sustenta al Parlamento de Trípoli, el antiguo Consejo General de la Nación (CGN).

Los combates se han replicado en el sur, en torno a las instalaciones petrolíferas montadas en mitad del desierto y que se disputan combatientes tobu y tuareg, dos de los colectivos étnicos que se reparten la provincia meridional del Fezzan.

En Washarfana, en las inmediaciones del Cuartel 27, solo se corea una consigna: la lucha es, de nuevo, contra los esbirros de Gadafi. Así califican al enemigo las brigadas de Misrata, que recuperaron este bastión a mediados de octubre, cuando la batalla contra los de Zintán se desplazó desde el aeropuerto y los suburbios de Trípoli a las afueras, hacia Gueryán y Kikla, a los pies del Monte Nafusa.

Es lo que repican los altavoces instalados en los jardines del llamado Centro de Control, renombre de las instalaciones del Ministerio de Defensa donde se cocina la estrategia de las fuerzas milicianas de Fajr.

“Hay otro grupo intentando dar la vuelta a la revolución y necesitamos que la gente nos conozca y nos crea”, enuncia el mismo portavoz que comenzaba la locución con una sura del Corán seguidas de tres hurras a “Dios, el más grande”. La ceremonia, que reúne a lo más granado de la plana mayor de Fajr Libia, pretende escenificar la entrega de llaves del Cuartel de Yarmuk, recientemente “recuperado” por las fuerzas misratíes.

Laura J. Varo escribe para Mediterráneo Sur

Mudur y Mohamed pululan por los alrededores de una de las casas tomadas por milicianos de Misrata en la inacabable planicie de Washarfana, al suroeste de Trípoli. Desde el porche, se dibuja suave la silueta del macizo de Nafusa, a entre cuatro y siete kilómetros. Todo lo que hay en medio hace las veces de línea de frente entre ellos y las fuerzas de Zintán, apostadas en la montaña, en retirada.

Es viernes, el equivalente al domingo en el planillo semanal libio, y los dos chavales no tienen otra cosa que hacer que rondar de villa en villa, haciendo compañía a los jóvenes destacados allí desde hace días, semanas o meses.