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Israel: un gueto armado

Uri Avnery

Tel Aviv —

Los que para un bando son terroristas, para el contrario son los que luchan por la libertad. Esto no es simplemente una cuestión de terminología. Es una diferencia en la percepción de la realidad, que en la práctica tiene consecuencias trascendentales.

Tomemos la cuestión de los prisioneros, por ejemplo.

Para el que lucha por la libertad, conseguir la liberación de camaradas presos es un deber sagrado, y está dispuesto a sacrificar su vida por este deber. Una de las hazañas más osadas que llevó a cabo la organización clandestina Irgún (de la que fui un miembro muy juvenil durante algún tiempo) fue atacar en multitud la prisión británica del castillo cruzado de Acre y liberar a cientos de prisioneros. Para nuestros amos coloniales, éste fue un acto cobarde y terrorista.

Esto lo debería tener claro nuestro Gobierno actual, compuesto principalmente por el Likud, partido que en su origen lo fundaron antiguos combatientes del Irgún. Sin embargo, estos hace tiempo que se fueron, y los políticos de derechas y los oficiales militares actuales son simplemente una copia defectuosa de nuestros antiguos gobernantes de la colonia británica. No tienen ni idea de cómo funciona la mente del militante.

Esta es la cuestión principal del incidente que lleva dominando la vida de Israel las últimas dos semanas.

Hace dos semanas, a las 10 de la noche, tres adolescentes de una yeshivá de un asentamiento cerca de Hebrón se encontraban en un solitario cruce de carreteras, intentando volver a sus casas haciendo autoestop. Desde entonces, están desaparecidos.

Se supuso inmediatamente, de forma bastante lógica, que un grupo palestino los había agarrado para llevar a cabo un intercambio de prisioneros. Hasta ahora, ninguna organización conocida se ha declarado responsable y no se han presentado exigencias por parte de los secuestradores.

Por tanto, no es igual que cuando se capturó al soldado Gilad Shalit hace algunos años. A Shalit se lo retuvo en la Franja de Gaza, que está densamente poblada por palestinos y controlada por Hamás. Cisjordania, al otro lado, está plagada de asentamientos israelíes, y decir que por cada diez palestinos hay un confidente de los israelíes es sólo una leve exageración. Cuarenta y siete años de ocupación han proporcionado incontables oportunidades a los servicios de seguridad israelíes para hacer que los palestinos colaboren con ellos, presionándolos a través del chantaje, el soborno, y otras medidas.

Y aún así, hasta ahora no se ha detectado señal alguna de los captores o de los capturados: un logro extraordinario por parte de los perpetradores (Un día después se encontraron los cuerpos de los tres jóvenes colonos).

Inmediatamente, el gobierno de Netanyahu vio una oportunidad favorable en el incidente.

Sin tener la más mínima prueba (hasta donde sabemos), acusó a Hamás. Al día siguiente (hubo un pequeño retraso a causa de la incompetencia policial) se puso en acción una enorme operación doble. Se mandó a miles y miles de soldados a peinar los campos y llevar a cabo registros casa por casa. Pero al mismo tiempo se emprendió una operación incluso más grande, que obviamente se había preparado con mucho tiempo de antelación, con el objetivo de erradicar a Hamás en Cisjordania.

Noche tras noche, se arrestó a toda persona que tuviera la más mínima conexión con Hamás. Grupos de soldados armados hasta los dientes irrumpían en las casas de la gente, apartaban a los niños y a las mujeres asustadas, sacaban a los hombres de sus camas y se los llevaban, esposados y con una venda en los ojos.

El número de arrestados ascendía a cientos y cientos: trabajadores sociales, profesores, predicadores; todo aquel que perteneciera a la gran red política y social del movimiento de Hamás.

Entre los arrestados se encontraban muchos de los que fueron liberados en el intercambio de prisioneros del caso Shalit. Las cúpulas políticas y de la inteligencia israelí habían aceptado ese intercambio desequilibrado (un rehén a cambio de más de mil prisioneros) sólo por la inmensa presión que ejerció la opinión pública, y es obvio que incluso entonces habían decidido llevarlos de vuelta a prisión a la más mínima oportunidad.

No fue accidental que esta semana se revelara que a uno de los prisioneros liberados se le había acusado de matar a un israelí hace algunos meses. Se debe suponer que, mientras que la mayoría de los prisioneros están agradecidos por volver con sus familias después de décadas de encarcelamiento, algunos de los más obstinados volvieron de hecho a la actividad militante.

El esfuerzo por eliminar a Hamás es estúpido. Hamás es un movimiento religioso que vive en los corazones de sus adeptos. ¿A cuántos puedes arrestar?

A lo largo de estas dos semanas, la sociedad israelí se mostró con la peor de sus posibles caras: la de un gueto armado, falto de compasión hacia otros e incapaz de pensar racionalmente.

Cierto, la primera reacción no fue unánime. He escuchado a varias personas por la calle maldiciendo a los tres jóvenes colonos desaparecidos por su arrogancia estúpida, parados en la oscuridad de la noche en medio del territorio ocupado y montándose en el coche de un extraño. Pero en poco tiempo, una enorme ola de lavado de cerebro, de la que era casi imposible escapar, limpió esos sentimientos impíos.

Es una tendencia universal que los pueblos se unan cuando hay una emergencia nacional. En Israel, esto se amplifica por la respuesta instintiva del gueto, formada por siglos de persecuciones, para que los judíos permanezcan juntos contra los malvados ‘goyim’ (no judíos).

La avalancha de propaganda del gobierno adquirió proporciones increíbles. Casi toda la cobertura de los periódicos se dedicó a las operaciones militares. La televisión y la radio extendieron esta cobertura en directo, 24 horas, día tras día.

El aparato periodístico lo dirigían los ‘‘corresponsales militares’’, casi todos antiguos oficiales de los servicios de inteligencia del Ejército, que actuaban como agentes al servicio del portavoz de éste, recitando comunicados del Ejército como si éstos fueran sus propias revelaciones e ideas comprendidas en profundidad. No se podía percibir diferencia alguna entre los diferentes periódicos y emisoras de radio. Si algún comentarista liberal se atrevía a expresar una palabra crítica, lo hacía con la voz muy apagada y sólo se refería a detalles menores.

Casualmente, al mismo tiempo un proyecto de ley estaba teniendo éxito en la Knesset. Esta ley haría que cualquier intercambio de prisioneros fuera ilegal; un caso insólito en el que un gobierno se ata de manos a sí mismo. Prohibía que el gobierno proporcionara amnistía a ‘‘prisioneros por delitos relativos a la seguridad’’ o que negociara intercambios de prisioneros.

Esto significa la muerte de los rehenes.

En su increíble ingenuidad – por no decir estupidez – los políticos de derechas creen que esto podría disuadir de la toma de rehenes. Cualquiera que tenga tan sólo una leve comprensión de la mentalidad militante sabe que el efecto que esto produciría sería todo lo contrario: tomar más rehenes; aumentar la presión para que se liberen prisioneros.

De hecho, las vidas de los rehenes pasarían a ser muy baratas. Los esfuerzos actuales de las agencias de inteligencia y del Ejército por descubrir el paradero de los tres desaparecidos, si triunfaran, llevarían a una operación para liberarlos por la fuerza. Como demuestra la experiencia, en una situación así, las posibilidades de sobrevivir que tienen los rehenes son escasas. Atrapados en el fuego cruzado, los terminan matando sus captores o – más frecuentemente – sus liberadores. Y aún así, ni una sola voz en Israel se sacó a colación este punto crucial.

La familia Shalit, israelíes corrientes y laicos, eran intensamente conscientes de este peligro que su hijo corría. No lo son sin embargo las familias de los tres chicos colonos desaparecidos, pues todos sus miembros son colonos que pertenecen a la extrema derecha. Se han convertido en agentes voluntarios de la propaganda del gobierno; piden que se celebren oraciones en masa y apoyo al movimiento colono. Su rabino explicó que la captura de los jóvenes era el castigo que Dios imponía por los esfuerzos recientes por obligar a los jóvenes religiosos a servir en el Ejército.

Es obvio que el gobierno está mucho más interesado en una victoria de propaganda política que en asegurar la liberación de los rehenes.

El objetivo principal es presionar a Mahmoud Abbas para que abandone la reconciliación entre los palestinos y destruir el nuevo gobierno palestino compuesto sólo por expertos. Abbas se resiste. Ya se le denuncia extensamente en Palestina, a causa de la estrecha cooperación en curso entre sus fuerzas de seguridad y las israelíes, incluso mientras la operación israelí sigue en marcha. Abbas está jugando a un juego muy peligroso, el de intentar equilibrar todas las presiones. Sea cual sea la opinión política de cada uno, no se puede negar su valentía.

La cúpula israelí, que vive en su burbuja, es completamente incapaz de entender la reacción en el resto del mundo, o la ausencia de ésta.

Antes de que todo empezara, el número de palestinos (niños incluidos) a los que se había asesinado con fuego real durante las manifestaciones había aumentado sin interrupción. Al parecer, las reglas de combate, tal y como las entienden los soldados, han hecho que esto sea más fácil. Desde que la operación actual empezó, el Ejército ha matado a más de cinco palestinos que no combatían, algunos de ellos niños.

En la edición israelí del New York Times, una gran parte de la página principal la acaparaba, en vez de los rehenes, la foto de una madre palestina llorando por su hijo.

Pero cuando a las tres madres, a las que se envió con fines propagandísticos a la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas en Ginebra, se las correspondió con una fría recepción, el gobierno israelí quedó perplejo. Los delegados estaban más interesados en las violaciones de los derechos humanos por parte de Israel que en los rehenes: otro ejemplo evidente, para muchos israelíes, del carácter antisemita de Naciones Unidas.

Más que cualquier otra cosa, este episodio muestra una vez más cómo necesitamos desesperadamente la paz. La reconciliación entre los palestinos acercaría la paz y, por tanto, la derecha israelí, y en especial los colonos, quieren destruir esta reconciliación.

Creo que los asentamientos suponen un desastre para Israel. Pero mi corazón sufre por los tres chicos – dos de ellos de 15 años, uno un poco más mayor – a los que ahora se tiene retenidos en condiciones difíciles de imaginar, si es que todavía siguen vivos.

La mejor forma de evitar la toma de rehenes es liberando prisioneros voluntariamente. Ni siquiera el Servicio de Seguridad puede sostener en serio que todos los miles y miles de prisioneros políticos que actualmente se encuentran en nuestras cárceles constituyen un peligro mortal para nuestra existencia.

Un camino incluso mejor para avanzar es terminar con la ocupación a través de la consecución de la paz.

Publicado en Gush Shalom | 28 Junio 2014 | Traducción del inglés: Víctor RodríguezVíctor Rodríguez

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