De la peste del siglo XVI al coronavirus del XXI: las monjas de San Leandro cambian las yemas por mascarillas (y canastas)

Los gruesos muros de la ciudad de Sevilla esconden tesoros. Tras la tapia del Convento de San Leandro, se oculta uno de los secretos mejor guardados de la ciudad: la receta de las yemas de San Leandro... y unas monjas que lo dan todo jugando al baloncesto. En estos días de pandemia y confinamiento han sustituido los dulces por las mascarillas sanitarias y, entre costura y costura, machacan el tablero del convento, cual Lebron James con hábitos.

Historia de una receta

Dice Sor Natividad, la madre superiora, que la dulce fórmula de sus famosas yemas les llegó por inspiración divina hace medio milenio. Fue durante la dura epidemia de peste que acabó con la vida de varias hermanas y amenazó con desahuciarlas a todas.

Ironías del destino o designios de dios -según se mire-, ha sido otra pandemia la que ha interrumpido la elaboración de este manjar basado en dos simples ingredientes: yema de huevo y azúcar. La estricta cuarentena provocada por el coronavirus les ha dejado sin sus golosos clientes, a los que sirven el dulce en cajas de madera con una docena de unidades. Ahora entregan bolsas y bolsas de mascarillas para luchar contra la COVID-19. 500 al día, según un calculo basado en contar los sobrecitos de plástico donde las guardan y regalan de manera solidaria.

El drástico cambio tuvo lugar el 13 de marzo. Como cada noche, antes de acostarse, la dieciocho monjas del convento estaban viendo juntas el telediario, su cordón umbilical con el mundo exterior. La pandemia ya golpeaba al país y la cuarentena obligaba a todos los españoles a confinarse en casa. Confinamiento doble para ellas.

Sor Natividad, que lleva más de medio siglo entregada al “amor de Dios”, se enteró así de la escasez de mascarillas sanitarias y aquella noche, antes de acostarse, deshizo una que le habían entregado en la farmacia, para ver si podían copiarla. Y, efectivamente, podían imitar las mascarillas de fábrica, gracias a su pericia con el hilo y las máquinas de coser eléctricas.

Calcula que, hasta la fecha, “ya han salido del convento unas 5.000 mascarillas. Lo sabemos por el número de bolsitas de plástico que gastamos. Salen 500 al día. Están fabricadas con un tipo de tela especial, que se llama tejido TNT (impermeable y transpirable), como el de los manteles de los restaurantes. No se parte como el papel y resisten al planchado y el lavado. Ya lo hemos comprobado”.

En el taller, hay menos de una veintena de hermanas. Antes de entrar, se enfundan sus batas y, frente a la imagen de la Virgen del Amparo, desinfectan sus manos con gel hidroalcohólico, como el que estos días llevamos todos en el bolsillo. El virus no entiende de muros ni confesiones. Por esa razón, las monjas los están donando “a los asilos, a hospitales, a los comedores sociales, la Policía, la Guardia Civil y a todo el que lo necesite”.

Casi todas las monjas agustinas de San Leandro proceden de Kenia y Tanzania. Al principio, se muestran tímidas y, mientras trabajan, impera un silencio apenas roto por las máquinas de coser y los cuchicheos entre ellas. Cuando se acostumbran a los extraños, se relajan y las carcajadas inundan el taller. Es hora de su pasatiempo favorito: jugar al baloncesto.

El espectáculo está en el claustro

En el claustro del convento, dos canastas presiden el hermoso patio sevillano. La improvisada cancha está granjeada por grandes macetones y hasta una mascota propia: la perrita Casia, que es la incuestionable protagonista del convento y debe su nombre a la patrona de la hermandad, Santa Rita de Casia.

Mientras sus numerosas dueñas juegan al baloncesto, Casia permanece atenta por si puede introducir su jugada maestra: llevarse el balón. “Entonces se acaba el partido… ¡no hay manera de quitárselo!”, comenta una hermana entre risas.

Contra la defensa en zona, los genes masais inclinan la balanza y el marcador hacia el equipo con las jugadoras de mayor envergadura. Las canastas le entran limpias a la estrella del equipo, Sor Janet, que viste con un impoluto hábito blanco de novicia. Las carcajadas son aún mayores en esta improvisada pista con canastas cedidas por el anterior alcalde, Juan Ignacio Zoido, durante una visita al convento.

El deporte tampoco entiende de muros. Cuenta Sor Natividad que, aunque sean monjas de clausura, lo más importante para ellas es la comunidad. La de dentro y la de fuera. Quizás por eso, todos los domingos a las ocho de la tarde, las 18 hermanas cruzan su hermoso coro medieval, atraviesan la iglesia presidida por retablos de Juan Martínez Montañés y franquean las puertas de su convento.

A las ocho de la tarde, como millones de españoles, las monjas agustinas salen a la Plaza de San Leandro y aplauden a los sanitarios que se baten el cobre y la salud en los hospitales públicos. Después, para regocijo de los vecinos asomados a sus balcones, dan rienda suelta a su repertorio y cantan a coro.

¿Notan ellas los efectos de la cuarentena? “A nosotras, en particular, nos ha hecho la vida más fácil, porque nos traen la compra y no tenemos que salir a hacer papeleo”. Sor Natividad asegura que no echan de menos “salir a la calle. A esta vida se acostumbra uno rápido. Nuestras vidas son monótonas: rezo, eucaristía, trabajo y descanso”. Y en ese descanso, no faltan los triples, los mates y alguna que otra falta.

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