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El regreso de los hijos a las residencias por las que pasó el virus: “Quédate un poquito más”

En la residencia de mayores Joaquín Rosillo de San Juan de Aznalfarache (Sevilla) ocurría a mediados de marzo una tragedia en silencio. Decenas de ancianos estaban muriendo por COVID-19, y apenas nadie lo sabía. Las denuncias públicas de un familiar y de una trabajadora destaparon que en este centro se habían producido al menos 79 contagios y 24 muertes por coronavirus hasta el 6 de abril, según admitió ese mismo día Jesús Aguirre, consejero de Salud de la Junta de Andalucía. Días después, la Fiscalía anunció que había abierto diligencias informativas para esclarecer qué había pasado.

Desde finales de marzo, la administración autonómica había ido sacando a los residentes con diagnóstico positivo, trasladando a los menos graves (junto a ancianos de otras residencias intervenidas, como la Domus Vi) al Hotel Alcora, previamente medicalizado. Fueron días de angustia para los hijos e hijas de estos ancianos, a quienes no descolgaban el teléfono en la residencia. Ni hablar de ver a sus familiares, aislados del exterior mientras la enfermedad campaba entre las paredes del centro.

La situación, según varios de esos familiares, cambió radicalmente en el Alcora. Durante el mes que siguió, decenas se recuperaron en el hotel, atendido por Fundación SAMU. Una vez superada la enfermedad fueron regresando a las residencias, pero hasta la última semana de mayo no pudieron reencontrarse con sus hijos, sus hijas, su familia. Una orden de la Consejería de Salud del 28 de mayo regula las condiciones en las que pueden realizarse estas visitas: previamente concertadas, sólo a centros donde no haya positivos, sólo una persona y siempre la misma, una hora como máximo y bajo estrictas normas de distanciamiento y profilaxis.

Tres personas han contado a eldiario.es/Andalucía cómo ha sido reencontrarse con su madre, mampara mediante, después de una epidemia mortal que les pasó muy cerca.

María y Josefa: “Quédate un ratito más”

Hasta el 13 de marzo María Romero veía a su madre casi todas las tardes. Josefa, 87 años, había llegado a la Joaquín Rosillo en noviembre y estaba muy contenta, pero necesitaba el contacto con su hija, con quien había vivido desde que falleció su marido. Aquella tarde, Josefa y María tomaron su último café juntas. Tres días después, Josefa dio positivo por el nuevo coronavirus Sars Cov 2.

A María le dijeron al principio que su madre estaba bien aunque con oxígeno, y que la avisarían si había cambios. A partir de ahí, el silencio. “Conforme pasaban los días no podía contactar con ella”, cuenta. “Fue angustioso. Yo no podía dormir tranquila”. Tomó entonces la decisión de plantarse a las puertas de la residencia, y alguien le dijo que si no le daban razón de su madre podía llamar a la policía. “Salieron el director y un enfermero. Me dijeron que se les había ido la cosa de las manos, pero que no me preocupara que ella estaba bien”.

En torno al 27 de marzo, Josefa fue enviada al Alcora, y desde entonces se comunicaron a diario. María la vio de nuevo el 4 de junio. Se encontraron a través de una ventana de metacrilato, en una sala en la cafetería de la residencia, donde se han dispuesto cuatro mesas, separadas entre sí. A cada lado de la mampara, un bote de hidroalcohol.

Prohibido todo intercambio de objetos. Prohibidos abrazos. “Lo primero que me pidió fue un beso. Le tuve que decir que no podíamos. Después de tres meses sin verla, no poder abrazarla y besarla fue raro. Las personas mayores cuando te ven, lo primero que quieren es darte un beso”. No es una queja. “Si no lo respetáramos seríamos unos irresponsables”.

A Josefa le ha costado adaptarse al aislamiento y que María no pueda llevarle ni unos lápices de colores. Está un poco decaída de ánimo. Cuando se fue le pidió: “Quédate un ratito más”. “No tenían distracción, pero ya están sacándolos un poco por la tarde”, cuenta María. Poco a poco, lentamente, volviendo a la normalidad.

Yolanda y Dori: “Ahora no la puedo tocar”

“Una persona que no ve y prácticamente no oye necesita que la toquen. Ahora no la puedo tocar. Hablo con ella y no sabe bien dónde estoy”, cuenta Yolanda con pena. No tocar a su madre es lo que peor lleva. “Ella necesita que la toquen”.

Dori Campos tiene 88 años y fue de las primeras en ingresar en el Alcora, adonde llegó desde la residencia Domus Vi el 2 de abril. Aunque tiene una salud de hierro, vive en una especie de vacío que llena a través del tacto. Cuando la trasladaron, uno de los temores de su hija era que extrañara el lugar, se desorientara y entrara en pánico. No ocurrió, y Dori todavía piensa que ha pasado unas semanas de vacaciones en el campo. En cambio, para Yolanda fueron días duros: “Sentía mucha pena de no estar con ella. Quizá estaba mal y yo no podía acercarme”, cuenta.

Dori superó el coronavirus casi sin síntomas y volvió a la residencia a primeros de mayo. Desde que es posible, Yolanda la ha visitado cada semana. “Por teléfono siempre me pregunta por qué no voy, y yo le digo que hay un virus, que ella lo ha pasado, pero que hay que protegerse. Entonces me responde: ”¡A ver si se va ese virus y podemos irnos todos juntos a celebrar!“, relata.

La soledad es también un problema para estos ancianos, aislados durante semanas. Por eso, Yolanda agradece que la residencia vaya retomando las actividades en pequeños grupos con cautela, y cuenta los días para volver a tocar a su madre.

César y Ana María: “Se ponen los pelos de punta al pensar lo que ha pasado allí”

César Muñiz también opina que lo más duro es no poder besar a una madre. “La inercia te sale, más aún después de tres meses. Es un reencuentro muy frío porque tienes que estar midiendo. Me preguntaba con la mirada: ”¿por qué no vienes a darme un beso?“”.

Ana María estaba en la residencia Joaquín Rosillo cuando todo se puso feo. “La información que yo tenía es que había tres contagiados en la residencia; la siguiente es que hay 85 positivos y 24 fallecidos. Lo pasamos muy mal”, comenta su hijo. Durante días pensó que quizás no la volvería a ver. El 29 de marzo la trasladaron al Alcora. Durante semanas la mujer mantuvo el contacto con la realidad gracias a que en las videoconferencias le enseñaban la pequeña cobaya que su nieto tiene en casa.

César recibió un correo con las instrucciones para visitar a Ana María el 3 de junio. Desde ese día, la residencia Joaquín Rosillo permite de nuevo las visitas de familiares. “La residencia comparte el cuidado médico con las autoridades sanitarias, coordinando la atención propia con la supervisión y atención de médicos del centro de salud de la zona”, señala un comunicado que recogió Europa Press.

Antes de entrar, las visitas deben entregar una declaración responsable de no haber tenido síntomas en los últimos 14 días ni contacto con positivo o sospechoso de COVID-19. Al llegar, alfombrilla especial, toma de temperatura, gel hidroalcohólico, cualquier objeto a la taquilla. No se puede ni enseñar el móvil. “Está todo muy controlado, y lo agradezco. Tengo ganas de coger a mi madre y dar un paseo, pero entiendo que por el bien común eso no se produzca. Ya sabemos lo que puede hacer este bicho”, dice César: “Se ponen los pelos de punta al entrar allí y pensar lo que ha pasado”.

“Ayer mi madre me dijo que el viernes nos vemos”. Ana María ha normalizado la nueva situación. No es consciente de todo lo que ha ocurrido y su hijo no quiere contarle demasiado. “Sí nota que hay muchas cosas que han cambiado, y sabe cuál es la causa”. Sobre el antiguo trasiego de gente yendo y viniendo ahora reina la calma. Lo que antes era bullicio hoy es silencio.

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