Los agentes de la Gestapo obligaron a Theresia Seible Winterstein, una bella y elegante bailarina gitana de Mannheim (Alemania), a firmar unos documentos en los que “autorizaba” su propia esterilización bajo amenaza de ser deportada a un campo de concentración. Era 1941 y el destino de los romaníes bajo el régimen Nazi era paralelo al de los judíos: serían perseguidos hasta el exterminio. La vida, sin embargo, corría con demasiada fuerza por las venas de Theresia Seible, de solo veinte años, que decidió junto a su novio, el músico y reparador de violines Gabriel Reihhardt, quedarse embarazada antes de la llamada de los médicos. Vendrían gemelas: Rolanda y Rita.
Los “higienistas raciales” del Régimen se sintieron contrariados al conocer el estado de la joven Theresia. Detuvieron a la familia y pidieron instrucciones a Berlín, que permitió a la pareja continuar con aquel embarazo. No era un acto de humanidad. Los bebés deberían ser entregados justo al nacer a la Clínica de la Universidad de Wüzburg. Allí, el Doctor Werner Heyde, personaje clave del programa de eutanasia nazi, hacía experimentos con gemelos de etnia gitana bajo las tesis de selección genética de Josef Mengele, el célebre Ángel de la muerte, según recogen los testimonios relacionados con este episodio.
De entre los millones de vidas marcadas antes del propio acto de nacer, están las de aquellas dos criaturas, Rolanda y Rita. Sus padres no pudieron llevárselas a casa. Un mes y medio después del parto, la pareja recibió una orden de deportación. Theresia fue a buscar a sus hijas. Irrumpió en la Clínica. Se zafó de las enfermeras. Y en la sala donde algún día contado vio a sus bebés, encontró el cadáver de Rolanda. Estaba depositado en una bañera, envuelto en un tejido fino. La madre aterrorizada solo pudo llevarse a su gemela, que también tenía la cabecita vendada, por unas horas, hasta que fue detenida. A las dos pequeñas les habían inyectado sustancias en la cabeza y en la parte posterior de las corneas con el objetivo de intentar transformar sus ojos oscuros gitanos en azules.
Rita, la oradora
Rita Reinhardt Seibel, en la actualidad Rita Prigmore, recuerda que no supo nada de esta historia, de su historia, hasta que su madre se atrevió a contárselo cuando había cumplido cuarenta años. Rita fue una niña enfermiza y débil, condiciones que achaca al año que pasó en aquella clínica, pero hoy es una mujer vital y de fuerte compromiso con solo una pequeña cicatriz en el ojo derecho. Desde hace tres años, relata sus memorias allí donde es requerida: en su Alemania natal, en su Estados Unidos adoptivo; en Bélgica, en Italia y también en España. Ayer visitó la Universidad Pablo Olavide de Sevilla para dirigirse a un centenar de jóvenes de diferentes nacionalidades.
A sus 71 años, Rita Prigmore se coloca su pañuelo de flores anudado al cuello y cuenta que fue de ella y de los suyos. Familiares despojados de sus propiedades y ocupaciones. Su tío Otto Winterstein, y su tío abuelo, Fruz Spindler, deportados a Auschwitz (ambos sobrevivieron). Su madre, finalmente esterilizada, como lo había sido su abuelo. Tantos otros amigos y familiares, agraviados, muertos, desaparecidos. Ella se pregunta “¿por qué?”. “Me he preguntado muchas veces por qué. No hicimos nada salvo pertenecer a otra raza y fuimos tratados como si no existiésemos, como la nada, despojados de cualquier dignidad”. Entre 200.000 y 800.000 gitanos considerados de una “raza inferior” e “insociable” por el régimen Nazi fueron asesinados en el otro Holocausto, el Romaní.
Rita Prigmore se casó a los 21 años y tuvo dos hijos. En los Setenta, se trasladó a Estados Unidos, y tres décadas después regresó a Alemania para dar a conocer cómo su pueblo fue perseguido y exterminado. Sus testimonios, como los de su madre la artista Theresia Seible Winterstein, forman parte del archivo del Museo Memorial del Holocausto de Estados Unidos (Washington D.C.) y se utilizaron en la retrospectiva titulada “Medicina mortal: creando la raza maestra”. Ella se dirige con insistencia a los jóvenes. Les dice que nadie hoy tiene la culpa de lo que ocurrió en los campos de exterminio, pero que “todo el mundo tiene la responsabilidad de que no vuelva a ocurrir”, en un momento en el que la extrema derecha resurge en el panorama europeo y los movimientos filonazis, en todo el mundo. “Por ese motivo es exactamente por el que estoy aquí”, subraya.
También recuerda que el pueblo gitano carece de país propio y que sus ciudadanos viven en una eterna adaptación con voluntad de “asumir sus responsabilidades, trabajar y vivir con dignidad, que es lo que merece cualquier pueblo y cualquier minoría”, y admite la “sensación” de que nadie le ha pedido perdón, nadie salvo un chico menudo de una escuela de Mönchengladbach que le dijo, consternado tras conocer su historia, que él se las pedía “en nombre de su país”. Cuando recuerda esta anécdota, a Rita Prigmore se le humedecen sus ojos marrones.