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Tierra de Teruel, un retrato de la guerra bajo la inocente mirada de un niño

“Cuando sonaban las sirenas venían todas las madres corriendo a buscarnos, nos daban un par de cachetes porque ninguno les hacíamos caso, estábamos con nuestros amigos y así, corriendo delante de ellas, volábamos al refugio”. Así recuerda Gregorio Baselga los primeros días de bombardeos sobre la ciudad de Teruel. Entonces, él solo tenía 8 años, pero episodios como este permanecen muy nítidos en su memoria. En esta ocasión, quien los plasma en el papel es Jordi Siracusa, escritor afincado en Zaragoza que aceptó el reto de Gregorio de dar forma a sus recuerdos y ponerles título: Tierra de Teruel.

La novela comienza con un recuerdo feliz del propio Gregorio antes de la guerra, el de su madre dando el pecho a su hermano pequeño sentada en una silla, mientras él contemplaba la escena con celos. Aquellos recuerdos, dice Gregorio, son un hogar para él.

En los capítulos siguientes, Baselga relata su vida en Teruel, ciudad a la que se mudó con su familia desde Lechago cuando él era muy pequeño a causa del trabajo de su padre, que conducía autobuses. Habla de sus calles, sus gentes, los negocios que había entonces y relata también anécdotas con sus hermanos.

De los meses antes de la guerra, el protagonista tiene el recuerdo de ver a los vecinos en grupos, con brazaletes de distintos colores en las mangas. Cuenta como su padre también llevaba uno de aquellos distintivos y ante la curiosidad del pequeño, el progenitor le había contestado que lo llevaba para poder trabajar.

A partir de aquí comienza un relato de cómo fueron los primeros días -y luego meses- de la contienda en Teruel. A sus recuerdos añade -y así lo plasma Siracusa- hechos históricos como la llegada del comandante Aguado a la ciudad, o las expediciones punitivas que este realizó junto a unos pocos guardia civiles y guardias de asalto en las zonas mineras de la provincia.

Es también en este punto de la historia cuando se hace más patente el contraste entre la percepción de su mente infantil y la dureza real y el peligro de lo que estaba sucediendo. Por ejemplo, cuando en medio de la contienda, su madre, sus dos hermanos y él trataban de cruzar el viaducto para visitar a unos familiares, Gregorio lo describía así: “Casi a gatas avanzamos los tres con carita de miedo, pero también de estar viviendo una aventura, al igual que cuando jugábamos en las calles”. O en otro pasaje que relata como los adultos hablaban de que el coronel que entonces estaba al mando de la ciudad había perdido a su hijo en Brunete. “Yo me preguntaba por qué no iba a buscar al muchacho, Brunete no estaba demasiado lejos”.

El propio escritor, Jordi Siracusa dice de la novela que no pretende ser un relato bélico, ni tampoco un ejercicio de partidismo, sino que busca plasmar los recuerdos de un niño turolense bajo un escenario histórico determinado. “Todo está contado sin restar un ápice de la gravedad al asunto, pero desde el punto de vista de un niño, por lo que se transforma en un experiencia de vida, yo diría hasta simpática, que huye un poco de la desgracia de la situación”, añade.

Un buen ejemplo de ello es el episodio, casi humorístico, en el que Gregorio, estando ya en Valencia después de haber huido de Teruel y viviendo en una casa de acogida, cuenta como cogía los mendrugos de pan que destinaban a las gallinas, le ponía un poco de aceite y se lo comía.

Pero también relata momentos de miedo y de incertidumbre como cuando desde su refugio bajo el Seminario oían las balas, los obuses y las bombas o cuando una fría tarde de enero, militares armados los sacaron de las grutas para llevárselos sin darles más explicaciones. Resultó que a los civiles les esperaban camiones para transportarlos hasta Valencia, lugar más seguro que Teruel por aquel entonces. El camino no estuvo desprovisto de peligros y penurias.

La diáspora

Gregorio dedica algunos capítulos a relatar su miserable estancia de un mes en el castillo de Mora de Rubielos. De allí conserva algunos dibujos que hizo él mismo y que aparecen en el libro. Uno de ellos muestra a varias personas haciendo uso de los baldes que facilitaron los militares a los viajeros y que servían como retrete. Otro representa a una mujer despiojando a una joven.

Más alegres fueron sus días en Torrebaja, donde los alojaron en un palacete cuya última planta estaba repleta de juguetes. “Todos esos juguetes nos devolvieron nuestra condición de chiquillos, era como el cielo de los instantes perdidos, como un país encantado”. De aquellos días recuerda también la bondad de sus vecinas, unas prostitutas que les mandaban a través del balcón cestas con comida. Allí se enteraron, además, de que su padre, al que no veían hacía meses, seguía vivo en Oliva.

En Barracas pudieron separarse del grupo y continuar su viaje hasta Valencia donde esperaban encontrar cobijo en casa de unos familiares. Al llegar, cuenta Gregorio, la acogida fue fría y por respuesta recibieron un no. Tuvieron más suerte en casa de otra parienta, quien les ofreció su ayuda y encontró para ellos un local donde pudieron quedarse. La madre de Gregorio pronto consiguió un trabajo amasando pan en una casa acomodada. Él la acompañaba a menudo y terminó ganándose la confianza de su dueña, que le encomendó cuidar de su nieto.

Sin embargo, aquí no terminaron sus peripecias. Aunque su madre trabajaba, el dinero y el alimento seguía escaseando y la familia acudía a la hora de comer a unos comerdores para refugiados. Cuando casi habían completado la cartilla de comidas que les habían repartido, los responsables de estos centros separaron a madres e hijos que fuesen mayores de seis años. Solo su hermano pequeño se quedó con su progenitora, después de mentir y rebajar su edad en un año, mientras que él y su hermano mayor fueron apartados. Entonces comunicaron a las madres que sus hijos iban a ser acogidos en un centro, para hacerse cargo de ellos. Lo que Gregorio recuerda, sin embargo, es el rumor que su madre le repetiría años después, de que iban a ser llevados a Rusia.

Un golpe de suerte salvó a Gregorio y a su hermano Paco de aquel destino. Pues su madre tuvo la suerte de toparse, mientras esperaba decidida a no dejar marchar a sus hijos, con Carmen Crespo de Vila, viuda del dueño de la imprenta Vila, quien se llevó a los dos hermanos y a otros tres niños a su casa para evitar que el gobierno se hiciera cargo de ellos. Aquella temporada con los Vila fue un respiro y un soplo de esperanza para Gregorio.

Cuando la contienda tocaba su fin, él y su hermano Paco volvieron a reunirse con su madre y su hermano pequeño y al poco tiempo también su padre se unió a ellos, llegado desde Oliva. Todavía estaban en Valencia cuando terminó la guerra.

Camino a Lechago

La última aventura de Gregorio y su familia durante los años que duró la guerra fue su vuelta a casa. Decidieron viajar a Lechago, sin pasar por Teruel y allí estuvieron unos meses hasta que su padre se reintegró en la empresa de autobuses y regresaron a la capital, pero no a su casa, que había quedado completamente destruida.

Tierra de Teruel es pues la historia real de un niño, de cómo él vivió la guerra. Pero para poder contarla y dotarla de veracidad histórica ha sido necesaria la labor de Jordi Siracusa, que puso en orden todos esos recuerdos que a menudo se presentaban acompañados de una maraña de datos y fechas, de saltos en el tiempo y, claro está, de la percepción de una mente infantil, que después ha sido pulida y modificada con el tiempo. “Es mucho más complicado escribir cuando la historia se basa en hechos reales, porque debes permanecer fiel a ellos, pero al mismo tiempo hay que contrastarlos, hay que investigar si esos recuerdos están fundados en hechos reales”, explica Siracusa.

Así, el escritor comprobó que episodios que Gregorio relataba durante sus entrevistas, como un bombardeo en Teruel al convento de las clarisas que acabó con la vida de algunas de las monjas que allí residían, fueron ciertos. Otros tuvo se demostraron con alguna falla, como cuando creía que su madre y así lo pensaba ella también, había estado en el Campamento de Prisioneros de Alacuás, cuando en realidad si estuvo internada un tiempo durante su estancia en Valencia, pero fue en unas casonas que albergaban a refugiadas llegadas de todas partes, y donde también había presas comunes.