El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon.
Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.
En los escasos meses que nos separan de las últimas elecciones municipales, al menos dos cosas parecen llamar la atención. Por un lado, las políticas económicas europeas, que están dando un respiro al gobierno de Rajoy a través de mecanismos de inyección de liquidez capaces de generar un cierto “efecto riqueza” y, por tanto, un ciclo de crecimiento; por otro, los pasos dados por los ayuntamientos en los que gobiernan las candidaturas de confluencia ciudadana, que comienzan a tejer redes virtualmente antagonistas respecto del gobierno del Estado. Atender a una y otra de modo articulado permite empezar a diseñar una estrategia de objetivos adecuada a los retos inmediatos de los movimientos de resistencia al neoliberalismo.
Es difícil que a cualquier analista que no ejerza de perro guardián de los poderosos se le escape que el último ciclo de crecimiento en Europa y, más si cabe, en España, tiene sus días contados en la medida en que no responde a una renovación de los circuitos productivos y de inversión, sino tan sólo a una tregua decretada unilateralmente por los mercados financieros sobre la deuda de los Estados. El capital internacional no encuentra un polo de crecimiento seguro, y, sin éste, no le queda más salida que extraer los beneficios mediante mecanismos de desposesión directa.
Nadie sabe exactamente cuándo va a estallar el siguiente ciclo de crisis, pero parece que no puede tardar mucho. El estallido de la pequeña nueva burbuja de bienestar que se ha formado a lo largo de este último periodo tendrá, probablemente, efectos devastadores sobre lo que queda de las clases medias y, por supuesto, alcanzará tintes dramáticos entre los más desfavorecidos. En el caso, por el momento complicado, de que ocurriese antes de la próxima cita electoral, la crisis podría alterar profundamente los resultados. Si, por el contrario, aconteciese con posterioridad, el gobierno electo se vería en una situación de fuerte deterioro y con grandes dificultades para mantener la estabilidad.
Frente a las políticas económicas europeas, el ciclo de crecimiento alentado por éstas y la promesa de un próximo derrumbe económico cabe asumir dos posiciones bien distintas. La primera es la posición optimista que plantea que, como cantaran los Rolling, el tiempo está de nuestro lado. Desde esta posición el sentido de la historia nos favorece y al fondo del túnel se encuentra la salida. Sin urgencia, a esta perspectiva le bastaría con dotarse de un instrumento capaz de absorber y vehicular el malestar que el nuevo ciclo de crisis a buen seguro generará. Hipótesis terrible, según la cual una nueva crisis, la caída en la pobreza, la destrucción de los lazos sociales, etc., favorecerán a las fuerzas del cambio. Las vidas destruidas impulsarán al partido que combate la austeridad. No hay prisa por tanto, pues el viento de la historia sopla favorable, empujando desde atrás hacia un prometedor mañana.
Ya en torno a 1940, Walter Benjamin ponía de relieve que este optimismo había sido precisamente el rasgo definitorio del conformismo socialdemócrata, ese al que se está peligrosamente acercando tanto la dirección de Podemos. En su undécima tesis de filosofía de la historia el judío comunista era contundente: “Nada ha corrompido tanto a los obreros alemanes como la opinión de que están nadando a favor de la corriente”. No es necesario recordar el desastre que siguió luego en toda Europa.
Frente a la hipótesis optimista, bajo la cual no se esconde sino un conformismo mal disimulado que espera que las cosas se resuelvan por sí solas, cabe sostener otra posición. La creencia en que se nada a favor de la corriente, en que la “necesidad económica” producirá las condiciones materiales propicias al cambio, no hace sino desplazar a futuro la oportunidad de ese mismo cambio, cancelándola en el presente. Frente a este conformismo, cabe instalarse en una perspectiva atenta a la urgencia de la situación presente y a la potencia que ésta encierra, poniendo de relieve que la actualidad no debe ser desperdiciada. Insistiendo en las tesis bejaminianas, resulta oportuno recordar que una perspectiva materialista exige situarse en un tiempo-ahora que rompa el continuum de la historia.
A diferencia de Podemos, que parece creer que puede esperar tiempos mejores, cerrarse sobre sí, reforzar su estructura y esperar hasta que la siguiente crisis aniquile las expectativas de bienestar de una población fuertemente precarizada; los gobiernos municipales no parecen tener ni siquiera la posibilidad de agarrarse a esa fantasía. Un resultado electoral en las generales que les fuese desfavorable representaría una derrota de consecuencias inasumibles, en la medida en que es más que probable que, a partir de ahí, se derivasen mociones de censura en los ayuntamientos. Una intensificación de la crisis también los dejaría en una posición de debilidad aún mayor de la que ya sufren, asfixiados económicamente. De ahí que su posición no pueda asentarse sobre la hipótesis optimista, sino que permanece instalada en la urgencia. Impulsar una opción electoral de transformación para las generales es clave para la supervivencia de los gobiernos municipalistas, más incluso de lo que lo pueda ser para las estructuras de partidos como Podemos o Izquierda Unida.
Las ciudades rebeldes son, políticamente, las primeras y más interesadas en lanzar una candidatura que les sea afín y que tenga opciones de éxito en las próximas generales. Podemos puede esperar. Incluso le podría resultar favorable dejar caer los gobiernos de los municipios rebeldes antes de acceder al gobierno del Estado, con el objetivo de hacer aquello para lo que el pasado mes de mayo no estaba preparado, esto es, proponer sus propios candidatos a las municipales. Ello le evitaría tener que llegar a componendas con alcaldes díscolos fuertemente legitimados frente a la ciudadanía. Pablo Iglesias y, más en general, el aparato de Podemos, saben que ni el gobierno municipal encabezado por Manuela Carmena, ni el de Ada Colau, ni el de Xulio Ferreiro ni, aún menos, el de Pedro Santisteve, se van a plegar a los intereses de Podemos, esté o no en el gobierno. Las ciudades gobernadas por candidaturas municipalistas constituyen un polo de poder autónomo respecto del Estado central y, en la medida en que es autónomo, expresan, como se ha indicado más arriba, un posible contrapoder, una potencia virtualmente antagonista.
En los escasos meses que nos separan de las últimas elecciones municipales, al menos dos cosas parecen llamar la atención. Por un lado, las políticas económicas europeas, que están dando un respiro al gobierno de Rajoy a través de mecanismos de inyección de liquidez capaces de generar un cierto “efecto riqueza” y, por tanto, un ciclo de crecimiento; por otro, los pasos dados por los ayuntamientos en los que gobiernan las candidaturas de confluencia ciudadana, que comienzan a tejer redes virtualmente antagonistas respecto del gobierno del Estado. Atender a una y otra de modo articulado permite empezar a diseñar una estrategia de objetivos adecuada a los retos inmediatos de los movimientos de resistencia al neoliberalismo.
Es difícil que a cualquier analista que no ejerza de perro guardián de los poderosos se le escape que el último ciclo de crecimiento en Europa y, más si cabe, en España, tiene sus días contados en la medida en que no responde a una renovación de los circuitos productivos y de inversión, sino tan sólo a una tregua decretada unilateralmente por los mercados financieros sobre la deuda de los Estados. El capital internacional no encuentra un polo de crecimiento seguro, y, sin éste, no le queda más salida que extraer los beneficios mediante mecanismos de desposesión directa.