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Desde la segunda línea, yo fui uno de esos compañeros de viaje a los que seleccionó el editor Lorenzo Lascorz. En mi texto quise recuperar la fugaz visión de un estudiante de 17 años que, a mediados/finales de los setenta, llegó a estudiar Periodismo en la Universidad Autónoma de Barcelona desde un pequeño pueblo de Teruel para vivir uno de los periodos más intensos y hermosos de su vida en una ciudad abierta al mundo, de contrastes como “La Paloma” y la desaparecida “Zeleste”, de ensaimadas y absenta, de cines de arte y ensayo, que todavía retenía el aroma del “boom” de la novela latinoamericana amadrinada por Carmen Balcells.
En esta semana crucial para la convivencia en Cataluña y de recuerdo de José Antonio Labordeta por el quinto aniversario de su fallecimiento quiero compartirlo con los lectores de El diario.es/Aragón y, de paso, felicitar a Ignacio Martínez de Pisón, un escritor aragonés que todavía vive y trabaja en Cataluña, que acaba de obtener el Premio Nacional de Narrativa 2015 por su novela “La buena reputación” y que con tanta sutileza psicológica reflejó la Barcelona de esos años de efervescencia democrática en su novela “El día de mañana” protagonizada por un emigrante, Justo Gil, que se hizo confidente de la Brigada Político Social.
Ahí va el texto:
De mis vivencias con José Antonio Labordeta selecciono el resurgir del aragonesismo en la Barcelona de la segunda mitad de los setenta, unido al nacimiento de los partidos socialistas de ámbito territorial y al clamor en las calles reclamando “amnistía, llibertat y estatut de autonomia”.
Creo que la influencia de los aragoneses que entonces vivíamos, estudiábamos o trabajábamos, en la capital catalana, fue notable para que se avivara la conciencia aragonesista y una idea inconformista y reivindicativa de Aragón que, desde los poderes fácticos de la región, se calificó con el paso del tiempo como una idea radicalizada de izquierdas.
Pues bien, esa idea y esa identidad de Aragón que pretendía ir más allá de la jota y del folklore tuvo uno de sus epicentros en Barcelona y estuvo conectada con el nacimiento en Zaragoza de la revista Andalán que, en tiempos de recuperación de las libertades, evolucionó hacia la vigilancia crítica, la apertura y la democratización de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Zaragoza, Aragón y Rioja (CAMPZAR), del poder financiero cerrado que entonces olía a tomillo por su fuerte penetración en el campo.
Desde una inicial colaboración se pasó a una guerra declarada cuando la revista elevó su tono crítico hacia la cúpula de la primera entidad financiera aragonesa, personalizada en el director general, José Joaquín Sancho Dronda, y esta le retiró la publicidad. Algo que se volvería a vivir a principios de los ochenta con el nacimiento del periódico El Día de Aragón. Con otros protagonistas pero con el mismo desenlace.
Por aquellos años, un grupo de aragoneses inquietos impulsamos la Asamblea de emigrantes aragoneses en Barcelona, que se reunía periódicamente en el Centro Aragonés de la calle Joaquín Costa, y editábamos el periódico Secano, subtitulado órgano de la emigración aragonesa en Cataluña.
Algunas de nuestras fijaciones, que también lo serían ahora, eran la despoblación, el envejecimiento, el desequilibrio territorial, y que Aragón fuera una tierra de oportunidades para los que habíamos tenido que salir a estudiar o a trabajar en la industria, en los servicios o en la banca con subrayado especial para la exportación de trabajadores bancarios formados en las academias aragonesas y, particularmente, en la Academia Izquierdo de Calatayud.
Debatíamos acaloradamente, conciliábamos la defensa de la cultura catalana y de Cataluña, nada que ver con la situación actual, con la defensa de Aragón y de la cultura aragonesa, y luchábamos por una identidad que fuera más allá de la jota y del rancio españolismo esquivando las críticas de lerrouxismo que lanzaban algunos sectores catalanistas en plena eclosión electoral de los Partidos Socialistas de Aragón y de Andalucía, por poner dos ejemplos.
Por entonces, ya habían estallado las primeras tensiones entre las opiniones de un profesor de instituto nacido en Orihuela del Tremedal, Federico Jiménez Losantos, y las de la intelectualidad catalana de izquierdas (Manuel Vázquez Montalbán, María Aurelia Capmany….) con la que polemizaba acaloradamente el turolense, encuadrado en el cóctel de la izquierda-izquierda y el psicoanálisis, pero que ya por entonces escribió un libro titulado “Lo que queda de España”.
Jiménez Losantos abanderaba el choque con la cultura catalana pero otros aragoneses, alineados con el PSUC que habían sufrido duramente la represión de la dictadura franquista, como Gregorio López Raimundo o Alfonso Carlos Comín, representaban la integración en Cataluña desde la firme defensa de la justicia social, las libertades y la democracia.
En las reuniones de la Asamblea de emigrantes aragoneses en el Centro Joaquín Costa, en el caserón que diseñara el arquitecto Miguel Ángel Navarro a principios el siglo XX, nos juntábamos gente ideológicamente dispar, aunque mayoritariamente de la izquierda y creo recordar que tenían mucha influencia los representantes altoaragoneses de Convención Republicana.
Recuerdo a Fañanás de Huesca, que era uno de los líderes, recuerdo a un turolense de Ejulve que ahora es historiador y profesor, Juan Manuel Calvo Gascón, recuerdo a Juan Antonio Usero, al “tío Usero” de Bello como le conocíamos los amigos, que movía cielo y tierra, que tenía un taller de artesanía, que era escritor y que conocía a todos los aragoneses que tenían inquietudes en Barcelona desde San Feliú de Llobregat pasando por Sarriá y terminando en la avenida Meridiana. Consiguió, por ejemplo, que tuviéramos una sección fija semanal en el Diario de Teruel que entonces dirigía Mariano Esteban.
Y recuerdo también a Alfonso Ballestín, de Gallocanta, que ahora es magistrado de la Sala de lo Penal de la Audiencia Provincial de Zaragoza y destacado portavoz de Jueces para la Democracia. Hace unos días intercambiábamos mensajes en las redes sociales sobre cómo había cambiado la sociedad catalana en las últimas décadas y él me decía que nadie podía esperar en aquellos años de ilusión y de convivencia que, dos generaciones después, llegáramos a esta situación de incultura política, de manipulación de emociones, de cinismo del presidente de la Generalitat, y que, y en eso coincido, pueden venir tiempos convulsos y trágicos que nos costará tiempo superar.
De allí, de la Asamblea de emigrantes aragoneses, surgieron conferencias, debates sobre despoblación, energía, expolios, desequilibrios territoriales, y jornadas contra la emigración como las que se organizaron en dos pueblos vacíos, en Nocito, en la sierra de Guara, y en el Villarejo de los Olmos, en el Jiloca turolense.
Pues bien, José Antonio Labordeta, como líder de los cantautores aragoneses que mantenían una extraordinaria y cálida relación con Barcelona y con Cataluña donde se les recibía con los brazos abiertos, era una de nuestras referencias emocionales en la construcción de esa identidad aragonesista que, con significativos desenfoques que descubrió el paso del tiempo como el Zaragoza contra Aragón, o la oposición a la central térmica de Andorra y a la planta de General Motors en Figueruelas, rompía las costuras de la dictadura y las inercias de una comunidad encerrada en sí misma, conformista y conformada. Otra referencia fue Emilio Gastón, el que luego sería el primer Justicia de Aragón de la democracia, con el que recuerdo que nos reuníamos en Zaragoza en el restaurante Selva de Oza.
Hay un acontecimiento que se produjo en Barcelona, en el Palacio de Deportes de Montjuic, y que señala uno de los picos más altos de pasión aragonesista y de convivencia y armonía en la diversidad: un multitudinario concierto de los cantautores aragoneses, encabezados por Labordeta, que reunió el 16 de junio de 1978 a más de doce mil personas en defensa de Andalán contra cuyo director, Pablo Larrañeta, y el reportero José Luis Fandos, se había querellado por presuntas injurias el director general de la Campzar, José Joaquín Sancho Dronda. El reportaje en cuestión, publicado el 20 de enero de 1978 en el número 149 de la revista, se titulaba “La trastienda de la Caja” y en él se hacía un recorrido por la biografía de Sancho Dronda, aludiendo a sus negocios privados, a su fortuna personal y a los puestos de responsabilidad que ocupaba.
El juez de instrucción número uno de Zaragoza decretó el 30 de marzo la libertad provisional sin fianza para los dos periodistas pero solicitó el depósito de un millón de pesetas en concepto de responsabilidad civil ante posibles indemnizaciones pecuniarias a exigir por el demandante. Esa cantidad debía ser entregada en el plazo de 24 horas. Salieron al rescate los senadores de la Candidatura Aragonesa de Unidad Democrática (CAUD): Ramón Sáinz de Varanda, Lorenzo Martín-Retortillo y Antonio García Mateo.
La querella desató una oleada de solidaridad que tuvo su momento culminante en el recital del Palacio de Deportes de Barcelona con protagonismo destacado para José Antonio Labordeta, Joaquín Carbonell, La Bullonera…. y que contribuyó a extender la conciencia aragonesista en la izquierda y la convivencia progresista en una Barcelona en la que nadie se sentía excluído, en la que todos vivíamos desprendidamente en libertad.
Desde la segunda línea, yo fui uno de esos compañeros de viaje a los que seleccionó el editor Lorenzo Lascorz. En mi texto quise recuperar la fugaz visión de un estudiante de 17 años que, a mediados/finales de los setenta, llegó a estudiar Periodismo en la Universidad Autónoma de Barcelona desde un pequeño pueblo de Teruel para vivir uno de los periodos más intensos y hermosos de su vida en una ciudad abierta al mundo, de contrastes como “La Paloma” y la desaparecida “Zeleste”, de ensaimadas y absenta, de cines de arte y ensayo, que todavía retenía el aroma del “boom” de la novela latinoamericana amadrinada por Carmen Balcells.
En esta semana crucial para la convivencia en Cataluña y de recuerdo de José Antonio Labordeta por el quinto aniversario de su fallecimiento quiero compartirlo con los lectores de El diario.es/Aragón y, de paso, felicitar a Ignacio Martínez de Pisón, un escritor aragonés que todavía vive y trabaja en Cataluña, que acaba de obtener el Premio Nacional de Narrativa 2015 por su novela “La buena reputación” y que con tanta sutileza psicológica reflejó la Barcelona de esos años de efervescencia democrática en su novela “El día de mañana” protagonizada por un emigrante, Justo Gil, que se hizo confidente de la Brigada Político Social.