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Charlas al sol del invierno: los carasoles de Zaragoza

Imagen de 1918 del tramo del Coso conocido como "brasero de los pobres"

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Hay palabras que se olvidan porque los hábitos que las producen han desaparecido. Tal sucedió con “carasol”, término que define un improvisado espacio urbano estratégicamente situado para demorarse y recibir la calidez solar. Podemos decir que apostarse en los carasoles en invierno era el reverso de tomar la fresca en verano.

Hoy el significado social de “tomar el sol” poco tiene que ver con el de nuestros antiguos paisanos, para quienes calentarse en el brasero de los pobres era más necesidad que ocio, dadas las condiciones de vida. La descripción que Balzac dedica al París desaparecido de hace dos siglos sirve también para retratar los callizos de una Zaragoza sombría que aún podemos contemplar en viejas imágenes: “El sol lanzaba sus rayos directamente sobre París, una hoja de oro, tan afilada como un sable, alumbraba por un momento las sombras de la calle, sin ser capaz de secar la humedad permanente.”

Solanares privatizados

La ciudad asolada de principios del siglo XIX ofrecía amplios lugares para esponjarse al calor invernal. Había por entonces más solares que viviendas. Carasoles fueron los numerosos lavaderos públicos de la ciudad, desde el Rabal a la Puerta del Carmen; y también aquellas entradas a la ciudad bien orientadas, como la de Puerta Cremada, al final de la calle de Heroísmo en su cruce con Manuela Sancho, frente al Huerva. Allí van a “darle gusto a la uña” Don Mariano y Caparra, los personajes del semanario satírico 'El Contribuyente'.

Estos espontáneos jardines de invierno congregaban a transeúntes, desocupados, méndigos y azotacalles, estáticos y orgullosos de consumir gratis vitamina D, charrar a sus anchas y desafiar a la autoridad con sus rostros curtidos. Otra vez Balzac: “Uno de los espectáculos más inquietantes es la aparición de la gente parisina: una población espantosa de ver: débil, demacrada, quemada por el sol”. No es raro que aquella sindicación solar resultara intolerable al vecindario de buen tono de Zaragoza, hipócrita y porcelanesco.

Habituales fueron las quejas por el más famoso y concurrido de los carasoles, el que atraviesa el tramo del Coso a su paso por la plaza de España, cerca de la calle de los Mártires. Ya en 1880 el Diario de Avisos protestaba por resultar “casi imposible el tránsito algunos días (…) parécese al vulgar carasol del más insignificante villorrio”. Veinticinco años después seguía el mismo reproche: “El carasol de la plaza Constitución -actual de España- ocupando el canto de la acera en los días tibios de invierno, verdadero brasero de miserias, debe desaparecer, como manifestación de cultura de un pueblo que aspira a figurar entre los más modernos” (Diario de Avisos, 4-8-1905). Este antiguo solanar todavía conserva su función, aunque sus recursos naturales han sido privatizados por veladores y terrazas. Cosas de los pueblos modernos.   

Ruta de carasoles

Una crónica del reportero Emilio Colás Laguna nos sitúa en el mapa de la memoria la ubicación de distintos carasoles en Zaragoza. “La tapia del Convento de las Monjas en la plaza del Portillo (se refiere al extinto convento de Santa Inés), a cuyo sol se cobija —todas las tardes que el sol luce de lleno en lo alto— una muchedumbre heterogénea. Ofrece este lugar una fisonomía netamente zaragozana, con sus mujeres del barrio alto, que han llevado de casa la sillita de anea para tomar cómodamente el sol sentadas y la labor de calceta, para que el tiempo no resulte perdido. Con sus ancianitos, convalecientes de esa enfermedad de los años que les hace estar siempre con la vista la en la tierra. Con sus mocitas pintureras, que forman tertulia y platican de todo lo habido y por haber” (Heraldo de Aragón, Heraldo, febrero de 1934).

Otro carasol habitual lo ofrecían “los muros de la fábrica del Templo Metropolitano”. “Ese carasol, al que las obras que se realizan en el Pilar han restado un pedazo, un buen trozo, con los vallados de madera que acotan el terreno. Ese carasol que es el preferido de las niñeras… Cuando se trata de niñeras a más de las veces rodeados de los nietecillos, que les prestan otro calor tan agradable como el sol. El calor de sus charlas…

Finalmente localiza otro solanar en el suburbio, “en la carretera del Gállego (se refiere al tramo final de la actual Avenida de Cataluña) junto a las tapias de un apartadero, que es algo así como un sanatorio de almas que convalecen de algún dolor. Un carasol apartado y retirado del bullicio del mundo y al que sólo llega el rechinar de las ruedas de los tranvías que por allí pasan y el estrépito de los motores de los autos que por allí circulan”.  

Así concluye Emilio Colás su reportaje: “Los carasoles zaragozanos, en suma, son un ornato más de la ciudad. Y como a tales adornos debemos mirarles. ¡Al fin y al cabo, quizá —y sin quizá— son los adornos que a la ciudad más baratos le salen”.

Retratos de costumbres

Como dice Colás Laguna, además de la función nutritiva, los parroquianos se acurrucaban al calor de sus charlas. En los carasoles se practicaba una “fonosíntesis”, valga la expresión, que lo mismo cargaba la batería de la memoria que hacía sombras chinescas con la actualidad del momento. “Conversaciones de carasol”, se decía de forma despectiva de las sesiones parlamentarias en España, cuando las hubo. El pueblo hablaba en los carasoles. Esta es la razón por la que algunos escritores de entonces tomaron apuntes de los tipos humanos y charradas que allí tenían lugar.

El periodista zaragozano Fernando Soteras, más conocido como Mefisto, dedicó algunas de sus 'Coplas del día' a los pobladores del carasol: “Después de engañar al hambre / con un guisote de arroz / salen las tres viejecicas / al sentarse al carasol… / Toma la segunda vieja / cuando sale al carasol / su baraja julepera / más obscura que el carbón…” (Heraldo de Aragón, 7-11-1917). Y en 1929, cuando ya despuntaba una ciudad moderna, anotaba estos versos entre burlas y veras: “- Tú, buen carasol, calientas / en tu dilatado trecho, / a las madres no opulentas / con chiquillos de pecho… Carasol: en estos días / alivias en los mortales, / las traidoras pulmonías / y los catarros gripales” (Heraldo de Aragón, 22-01-1929).

El vendaval de las urbanizaciones

A la altura de 1955, el escritor Adelino Gómez Latorre publicaría un libro en verso titulado 'Carasol baturro'. La figura del matraco zaragozano y sus ocurrencias gozaba aún de buena salud, pero el tiempo de la socialización al sol empezaba a declinar con premura, como las tardes de invierno.

En sus 'Instantáneas grises' sobre Zaragoza, Miguel Gay Berges nos describe “La barbería universal”. La fotografía que ilustra sus líneas nos muestra a unos tipos barojianos. Uno de ellos pasa la navaja por el mentón enjabonado de un compañero. Miguel Gay nos advierte que el paraje retratado ha desaparecido; estamos en la década de los años sesenta, pero la fotografía es muy anterior: “Todo se lo llevó el enorme vendaval de las urbanizaciones.” Pero sus palabras permiten evocar aquel carasol, “una tapia que cerraba el jardín de un pretencioso chalet en un paseo solitario y tranquilo, de centenario de árboles frondosos.”

Finalmente, el periodista Domingo Martínez Benavente certificaba la defunción oficiosa de los carasoles en 1969: “- ¿Y qué me dice de los carasoles? – Que, por desgracia, se van extinguiendo mucho antes que sus usuarios… El Ayuntamiento debería incluir en sus proyectos de ordenación urbana una Sección de Carasoles” y arbitrar los recursos necesarios para su construcción y mantenimiento“ (El Noticiero, 08-04-1969). Afortunadamente, la petición de Domingo al Consistorio se tradujo años después en Centros Cívicos y parques en condiciones. Aunque ya veremos si no hay que volver de nuevo a posar en el brasero de los pobres.

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