Extraño

Hay noticias que nos desubican, giros de guion que da el mundo que nos obligan a reiniciar, como hacemos algunos con el ordenador al surgir un problema. Pero no hay que alarmarse porque, cuando llega el informático, es también lo primero que él hace. Se trata, en definitiva, de encontrar acomodo, de buscar nuestro hueco, de entender la realidad para poder entendernos a nosotros mismos. Nunca ha sido fácil.

A veces me pregunto –como cantaba Labordeta– qué hago yo aquí. Es algo que debe tomarse con deportividad y que puede ocurrirte en los lugares más insospechados. Supongo que la clave es mantener el equilibrio entre seguir por el carril que nos hemos marcado y ser extravagantes, que etimológicamente no significa sino andar por fuera de las fronteras.

Jorge Freire narra en Los extrañados las peripecias de cuatro escritores –P. G. Wodehouse, José Bergamín, Vicente Blasco Ibáñez y Edith Wharton– que se convirtieron en extraños de sí mismos. En ocasiones uno puede llegar a esa extrañeza por error o por circunstancias externas. Pero otras veces se alcanza ese estado mediante el cumplimiento de aquello que más íntimamente nos define, en una especie de autodestrucción que paradójicamente representa el despliegue máximo de nuestra verdadera personalidad.

Quienes creen en esas cosas hablan de que, al morir, el espíritu sale de nuestro cuerpo y podemos vernos desde fuera, desde una perspectiva desconocida. Sin necesidad de diñarla –que es algo que siempre podemos posponer– puede ser interesante jugar a ese juego.

Conviene, de vez en cuando, ser turista en tu ciudad, asistir a una conferencia sobre aves migratorias o comprar, en el supermercado, helados de limón.

Descarrilar para seguir por el carril. Tratar de entender la realidad. Tratar de entendernos. Al fin y al cabo, no hay nada extraño en ello.