El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon.
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Desazón, desequilibrio y angustia son efectos de ese sentimiento, el miedo, que nos nace ante una posibilidad dañina, sea real o imaginaria. Sin embargo, el horizonte intranquilizador resulta lejano, inconcreto e incierto; y su causa, verdadero objeto del miedo, bien puede no llegar jamás. Pero a veces la posibilidad se hace próxima, concreta y certera, entonces lo llamamos temor. Así, tenemos miedo a la muerte, como posibilidad inevitable aunque incierta en su día y manera. En cambio, tememos que una enfermedad padecida, una insuficiencia renal, por ejemplo, nos lleve a la tumba. Nos dan miedo los perros, pero tememos que el perro que camina por la calle pueda mordernos.
La infancia es el territorio de los grandes miedos. Oscuridad, monstruos, animales ... se nutren de la corta experiencia y de los limitados conocimientos de los niños. Los adultos, con todo lo aprendido y, más que nada, con todo lo vivido, hemos ido transformando los miedos en temores. Cuestión bien distinta es si tienen o no fundamento, porque los conocimientos son limitados, ¡incluso engañosos!, y además no todos sabemos aprovechar la experiencia vivida.
Hay algunos temores en los que no solemos reparar, ¡por eso son los peores!, como el temor a lo diferente, lo extraño, lo imprevisto. Especialmente cuando se refiere a otras personas, su presencia y su comportamiento.
Conocemos lo igual, lo repetido, que resulta, por tanto, previsible. Sabemos cómo actuar, y respiramos tranquilos, sin sobresaltos, aunque a veces lo hagamos con la fatiga y el cansancio del ¡otra vez! Así, las repetidas quejas de un vecino en el ascensor, al cual hemos de dar la razón para evitar enfados, o las palabras que hemos de callar cuando vemos una conocida actitud en nuestra pareja.
Por contra, lo diferente implica novedad, desconocimiento, y en consecuencia, resulta imprevisible. Hemos de aprender a encararlo, y nuestra respiración se acelera mientras aguardamos, entre expectantes y temerosos. Así, cuando obtenemos un nuevo trabajo o cuando observamos una conducta inusitada en alguien próximo.
Estos modos de afrontar diferencia e igualdad, a veces adquieren signo opuesto: por un lado, cuando lo igual y repetido nos es ingrato o doloroso; por otro, cuando de lo nuevo y diferente esperamos una gratificación o la salida de un presente desagradable. En el primer caso el temor nace ante la repetición, como sucede, por ejemplo, cuando un niño teme el abandono, el castigo o el ridículo. En el segundo, el placer o la satisfacción surgen cuando descubrimos una música que nos embelesa, unos rasgos étnicos ajenos irresistiblemente atractivos, o cuando contemplamos posibilidades ignoradas que amplían nuestro horizonte, por ejemplo.
Sin embargo, no siempre, ni para todos, se produce esta inversión. Lo conocido, aunque desagradable, despreciado o temido, forma parte del horizonte que nos configura, ofrece la estabilidad de la inercia y la tranquilidad del hábito. De qué otro modo se explicarían los comportamientos de aquellas mujeres que siguen con sus maltratadores, ¡a los cuales aman!, según creen ellas. O de quienes siendo objeto de continua burla, acuden fielmente junto a sus burladores, ¡a los que consideran amigos! O de los hijos que obedecen la llamada del padre, a sabiendas de que los va a castigar. Cómo explicar, si no, la recurrencia de los vicios, por dañinos que resulten, y del tropiezo perenne en la misma piedra.
Por su parte, lo desconocido, la novedad, siempre rompe la facilidad de la vida, por atractiva que resulte su expectativa, y por grande que sea el cansancio ante la monotonía. El paso necesario va de la mano del vértigo, que se anuda al vientre, y de un temor, más o menos confesable para uno mismo, ante el futuro inminente. Cómo explicar, si no, por qué tan poca gente da este paso, o por qué seguimos desconfiando del cambio cuando nada bueno tenemos que perder.
Un refrán condensa esta doble inercia que, probablemente, hunde sus raíces en nuestra biología: más vale malo conocido que bueno por conocer. Diríase que biológicamente somos conservadores, nos guste o no.
Desde nuestros orígenes el diferente ha sido fuente de desconfianza, prevención y sospecha; en el fondo, de miedo. Tememos que sea la causa de múltiples males: la pérdida de cualquier pureza, étnica, cultural, religiosa; la contaminación de nuestra identidad; la desaparición de nuestro modo de vida; al cabo, la causa de nuestra muerte. Por eso lo observamos con recelo, rechazando, persiguiendo, y en última instancia, destruyendo. Desde hace demasiados siglos, quienes eran de otra etnia, tenían diferentes tradiciones, hablaban otra lengua, o su aspecto era diferente, dan repetido testimonio de tal modo de actuar.
Si la razón ha sido y es nuestra gran herramienta, los sentimientos nos movilizan con mayor fuerza, ¡nunca lo olvidemos! Cuando las circunstancias vitales aprietan, dejamos de lado el análisis racional, que requiere distancia, se toma su tiempo, y tendemos a optar por la salida inmediata, que suele ser la más dañina. Hoy lo presenciamos a nuestro alrededor en el resurgir de fanatismos de todo tipo, especialmente los de la extrema derecha, con frecuencia indiscernibles de la derecha extrema. Ante el presente escenario sociopolítico y económico, tan complejo y de consecuencias devastadoras, resulta muy fácil ceder a la inercia biológica, más cuando los encendidos mensajes del nuevo fascismo nos inducen al miedo. Los emigrantes se han convertido en el objeto de nuestro temor. Un temor fomentado desde las redes sociales, empleadas como semilleros de este sentimiento, el cual, en ausencia de la razón, se canaliza mediante el odio al diferente. Un odio que, si se aviva con insistencia, puede dar lugar a barbaridades de sobra conocidas, cuyo extremo son los genocidios.
Todo genocidio es inducido por un pequeño grupo, pero requiere de la colaboración de millones para llevarse a la práctica. Los líderes del nuevo fascismo y sus oscuros padrinos están jugando con un fuego devastador, pero también quienes se benefician de su auge, quienes pactan con ellos, quienes los corean, cediendo a su irracional discurso, y, por descontado, quienes miran hacia otro lado sin decir nada. Todos ellos serán perpetradores, directos o indirectos, si lo peor llega a suceder.
¿Tan eficaces son los discursos revisionistas que falsifican el pasado, o es que no sabemos transmitirlo? En cualquier caso, parece que no aprendemos nada de él. El caso del pueblo judío vuelve a servir de modelo: si el Holocausto se convirtió en el paradigma de todo genocidio, hoy -¡escasamente ochenta años después!- el pueblo que fue víctima se convierte en perpetrador y lo está practicando con los palestinos gazaties, mientras la comunidad internacional permanece impasible. Diríase que la enseñanza resulta imposible para nuestra especie cuando entran de por medio intereses espúreos, como los egoísmos personales, políticos y económicos.
Sufrimos contagios emocionales, más allá de los fisiológicos y con consecuencias más devastadoras. Hemos de ser conscientes de su inevitabilidad, como también hemos de recordar que nuestra razón, cuya raíz no es menos biológica que la del sentimiento, sigue siendo un arma poderosa. Usémosla sin dejarnos cegar por el temor, y descubriremos que, desde nuestros orígenes, todos los pueblos hemos sido emigrantes y nos hemos mezclado sin cesar. Desenmascaremos a los negociantes del odio y entenderemos que las culturas florecen pero se marchitan, que son ajenas al inmovilismo y al conservadurismo. Por eso, cuando han tratado de mantenerse puras, lejos de perpetuarse, han acelerado su declive y destrucción.
Potenciar la razón no implica ahogar el sentimiento, no hay exclusión entre ellos. Los sentimientos brotan en nosotros, espontáneamente o inducidos desde fuera, pero podemos escoger a cuál nos entregamos. En lugar de ceder al temor, potenciemos la empatía, el único que es antídoto contra el miedo al diferente. Miremos al humano de frente, quien alberga los mismos temores que anidan en nuestro pecho, y comparte, sin que nos demos cuenta, los mismos problemas. Tal vez de este modo espantemos la oscuridad que envuelve nuestro presente.
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