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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

¿El fútbol genera racismo?

El jugador brasileño del Real Madrid Vinicius Jr. en un acto de solidaridad con él en el Bernabéu tras los insultos racistas del partido ante el Valencia el pasado domingo. 

Miguel Ángel Velasco León

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Los seres humanos somos sociales desde el nacimiento e incluso antes, desde la misma gestación. El grupo del cual formamos parte no sólo nos permite sobrevivir y llegar a ser adultos, sino también construir nuestra identidad, incluida la de ser humanos. A la vez, necesitamos diferenciarnos del conjunto, individualizarnos frente al resto para no ser una pieza anónima sustituible por cualquier otra. En este juego venimos moviéndonos desde hace unos 200.000 años, dando mayor peso al grupo o a los individuos, según época y lugar. 

Desde la Edad Moderna hasta nuestros días la balanza se ha inclinado cada vez más hacia el lado de lo individual, pero la pertenencia al grupo sigue siendo tan necesaria como siempre. Así, cuanto más nos diluye en el anonimato individualista la globalización económica y cultural, sentirnos parte del grupo se torna una necesidad mayor. La inclusión grupal ofrecida por las redes sociales se está mostrando insuficiente, mera ilusión de pertenencia. Como plantea Alessandro Baricco (“The Game” 2018), la aparición y generalización de las redes mediante los smartphones nos ha conducido a un individualismo de masas. Es decir, hemos entrado en la sociedad de la hipertrofia del ego. Consecuencia necesaria es el resurgir de cuanto genera sentimiento de pertenencia, ya sea a una nación, a una religión o a un equipo… puesto que nos aporta la identidad borrada por la globalización digital.

En este contexto entiendo el crecimiento del forofismo deportivo, del fútbol especialmente. Para que surja la identificación gregaria mediante un deporte, éste debe ser practicado en equipo y  con unas señas identitarias propias: nombre, himno, ropa, colores, espacio de juego -su campo-. Puedo ser incondicional de un atleta o un tenista pero difícilmente forofo suyo, porque no soy él ni puedo serlo, pero el equipo es un grupo con una identidad y un objetivo que otorgan sentido a sus componentes. El equipo representa a cuantos compartimos dicho objetivo e identidad, en él somos todos.

Es cierto que hay otros deportes de grupo, pero ninguno de ellos ha sido fomentado y empleado por el poder político y económico como este. En nuestro país, por ejemplo, existen trofeos auspiciados por el Estado mediante la Federación Española de fútbol (declarada de utilidad pública, con las muchas ventajas que ello supone), como la Copa del Rey o la Supercopa de España. O la liga y las quinielas, promovidas desde las cadenas públicas de televisión y radio. 

Hace tiempo que el fútbol dejó de ser deporte para convertirse en espectáculo de masas. Tanto, que ya ni siquiera lo es para los niños y adolescentes que lo practican, puesto que sus miras, y las de sus padres, están en ser descubiertos por algún oteador y convertirse en profesionales. Los equipos de primera y segunda división son sociedades anónimas, es decir, empresas con ánimo de lucro, con alguna excepción como el Real Madrid y el Barcelona. Paradoja incomprensible, pues son los equipos que más millones de euros mueven y cuyas presidencias, casi desde su fundación, han estado ocupadas por importantes empresarios. Además, este espectáculo es empleado sistemáticamente como narcótico administrado a millones de aficionados en todo el planeta. La receta no es nueva, en Roma Juvenal ya denunció este mecanismo usado por el poder, panem et circenses, que en nuestro país se convirtió en el pan y toros del siglo XIX y desde el XX en lo que podríamos llamar cañas y fútbol.

El espectáculo deportivo rey, tiene una función social positiva, es válvula de escape ante los ahogos sociales y genera la necesaria identidad grupal, pero también genera violencia y auspicia otras nacidas fuera. Nuestro país al incorporarse a Europa suscribió el Convenio Europeo de Estrasburgo de 1985 sobre la violencia deportiva y creó la Comisión Estatal contra la Violencia en los Espectáculos Deportivos, ocupándose al fin de un asunto al que hasta entonces se había prestado poca atención, no porque no existiese, sino porque carecíamos tanto de leyes específicas que lo regulasen como de la necesaria concienciación social al respecto.

La identificación con un grupo y su cohesión aumentan en cuanto existen enemigos exteriores que amenazan su puesto jerárquico. Precisamente el fútbol establece una clara jerarquía, primera división, segunda, tercera, regional… cuyos puestos dependen de las victorias de un grupo, un equipo, frente al resto de competidores. La dinámica de su estructura se apoya en el enfrentamiento continuo de los equipos que la integran, todos son enemigos del resto y no pueden transigir lo más mínimo ante ninguno, por inofensivo que pueda parecer. Esta constitución esencial del espectáculo futbolístico impide la colaboración de cualquier tipo entre los grupos y abre las puertas a la descalificación del enemigo, que cuando las circunstancias lo propicien será violenta.

En todo combate, cuanto más malo es el malo más bueno es el bueno. Es decir, si el equipo al cual me enfrento es tramposo, mentiroso, beneficiado por los árbitros, dispone de más dinero para comprar jugadores… mayor será mi victoria sobre él. Pero si nos vence, siempre habrá sido por esos ases que esconde en su manga, es decir, por sus malas artes.

Todo grupo rechaza y proscribe las señas de identidad de los rivales, especialmente cuando se trata de grupos cuya dinámica y campo de acción son los mismos, como sucede con los equipos de fútbol. De modo que, además de las señas fijas como la ropa o el himno, cuando un enemigo nos está ganando, cualquier cosa se convierte en una diferencia, incluidas aquellas que no lo son, porque en realidad las compartimos. Por ejemplo, el mismo jugador que hoy es un tramposo la temporada pasada no lo era porque militaba en mi equipo, o el color de la piel de un enemigo se convierte en objeto de burla y ataque, aunque el mismo color en los jugadores de mi grupo no es tenido en cuenta. Puede parecer un modo irracional de actuar, y en realidad lo es, porque estamos hablando del comportamiento de las masas.

Unos doscientos campos de fútbol de nuestro país cuentan con más de dos mil  plazas y los veinte más grandes se mueven entre las treinta mil y las cien mil, lo que indica claramente que se trata de un espectáculo de masas.  Buena parte de la identidad de los ultras se basa en la violencia, ejercida dentro y, especialmente, fuera del campo. Pero no es su monopolio, puesto que el público normal, al reunirse multitudinariamente en torno a su equipo, se transforma en masa y se despersonaliza transitoriamente. Sabemos que en las masas el nivel de agresividad se dispara fácilmente siguiendo a los miembros más violentos y, a la vez, el empleo de la razón se relega a segundo plano para dejar que las emociones manden.

En consecuencia, ciertos rasgos del enemigo, ser más bajo, más alto, más negro, más blanco..., serán objeto de persecución violenta, comenzando siempre por la violencia verbal, cuando la identidad de la masa quede cuestionada al ser vencidos por tan torticero rival.

¿El fútbol genera racismo?, ¿genera xenofobia? De modo directo no, pero como fenómeno de masas apoyado estructuralmente en la violencia, en cuanto las circunstancias lo propicien dará lugar a comportamientos violentos e irracionales de todo tipo, incluidos el racismo y la xenofobia.

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