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El tercer milenio comienza con un hecho tan incuestionable como inesperado, el rápido ascenso de partidos de extrema derecha en occidente. Como el fascismo hace cien años, fomentan el nacionalismo, el conservadurismo social e ideológico, el anticomunismo, -¡como si quedasen comunistas en occidente!- culpan de todos los males a los inmigrantes y a los partidos políticos tradicionales que los favorecen, perjudicando al pueblo y coartando su libertad. Son también maestros de la propaganda, pero hoy sus herramientas no son la prensa, la radio y el cine, sino las redes sociales, ¡tan bien manejadas! que algún investigador actual habla de la extrema derecha 2.0. Para distinguirse de los viejos fascismos, se presentan como demócratas y no aluden, al menos explícitamente, al uso de la violencia. Sin embargo, los actos protagonizados en Estados Unidos y Brasil por los seguidores de Trump y Bolsonaro, alentados y jaleados por ambos ex-mandatarios al perder las elecciones, ni han respetado el juego democrático, ni han sido pacíficos.
Para explicar este peligroso fenómeno social se barajan múltiples factores estructurales. La débil llama del nacionalismo xenófobo se reavivó en los años sesenta del pasado siglo con la gran inmigración recibida por países occidentales como Francia, Bélgica, Alemania, Inglaterra, Canadá y Estados Unidos (estos dos últimos siempre han recibido inmigrantes, aunque a partir de esa década su origen mayoritario fue Iberoamérica). Como la economía iba bien, el seguimiento de estos partidos resultó escaso y no se les prestó atención. Con las crisis del petróleo de los setenta y luego la del noventa -consecuencia de la primera Guerra del Golfo- sonó el pistoletazo de salida de su engorde. Las crisis bursátiles y de los cambios de monedas europeas en los noventa y, especialmente, la Gran Recesión de 2008, prepararon el caldo de cultivo ideal para su éxito.
Los atentados de septiembre del 2001 sembraron el miedo y la desconfianza en el corazón de occidente y además le pusieron cara, la del emigrante islámico. Sucesivos atentados posteriores, como los de marzo del 2004 en nuestro país, avivaron aún más el temor y el rechazo hacia esos emigrantes. La gran crisis de refugiados del 2015, en su mayoría islámicos, aupó electoralmente el discurso ultraderechista en Estados Unidos, Brasil, Austria y casi lo logra en Francia. Además, en todos los países, incluido el nuestro, estos partidos multiplicaron su protesta contra la inmigración más allá de las redes: orquestaron manifestaciones cada vez más agresivas y, aprovechando el momento, las extendieron contra otros colectivos que consideran traidores de la nación o de sus “valores perennes”, como el feminismo, el colectivo LGTBI y el ecologismo. Lloviendo sobre mojado, los efectos económicos derivados de la pandemia y de la guerra ruso-ucraniana, que además ha propiciado la llegada de nuevos migrantes, está inflamando todavía más su discurso y a sus seguidores.
Entre los factores de este avance se habla, además de las caídas económicas y de la inmigración, de la crisis del varón blanco ante los fuertes cambios sociales, de la frustración y falta de futuro de la juventud, del renacer de movimientos ultrareligiosos, de la uniformidad cultural impuesta por la globalización, del hastío ante los partidos políticos tradicionales… Sin embargo, me resisto a creer que el crecimiento responda nada más que a causas coyunturales, porque las mismas circunstancias podrían llevar hacia el desaliento autodestructivo, como el pasotismo, o hacia la extrema izquierda, cosa que hoy resulta minoritaria.
Vinieron entonces a mi memoria las imágenes que un medio de comunicación divulgó en la espera de los funerales de Estado por la muerte de Berlusconi. A la pregunta ¿por qué han venido a despedir a Berlusconi? unos varones, de cuarenta y tantos, que habían cogido asientos en primera fila, dijeron que representaba todo lo que un hombre desea, tenía dinero, mujeres y hasta helicóptero. Algo más atrás, un grupo de seguidores del Milán, de edades heterogéneas y entre los que había algunas mujeres, dijeron que no podían faltar a la despedida de quien había sido el presidente con tantos triunfos para su club.
Ninguno de los dos testimonios obedece a la razón, sino al deseo y al sentimiento. Somos seres deseantes y nuestras acciones se dirigen, en gran parte, a lograr su satisfacción, el problema radica en que esta es imposible, pues siempre desearemos un nuevo objeto ya que nuestro deseo es incolmable. Lo que sí podemos modificar y orientar, a veces a duras penas, es el objeto deseado. Es fácil fomentar el deseo de dinero, pues desde la Edad Moderna venimos situándolo como objeto preferente, además lo hemos transformado en un fetiche al cual se atribuye todo tipo de efectos beneficiosos para la salud, las relaciones humanas, el éxito, la felicidad e incluso -como mostró Max Weber- para la salvación eterna.
En cuanto al segundo, el deseo de mujeres, podríamos encontrar cierta base en la condición biológica del varón, pero la misma debería circular en sentido contrario, es decir, el varón sería objeto deseado para la mujer, ambos deseos de carácter sexual y con un fin reproductivo. Sin embargo, hace milenios que nuestra especie separó el sexo de la reproducción, además modifica lo que es sexualmente atractivo con cada época y en cada cultura, de modo que pocas veces coincide con lo más eficaz reproductivamente. En consecuencia, este segundo deseo manifiesta una construcción sociocultural concreta, la heteropatriarcal, que convierte a las mujeres en objetos sexualmente deseables -solo tenemos que echar un ojo al enorme negocio de la pornografía para entenderlo- y hace que ellas deseen al varón como medio inevitable para integrase plenamente en tal modelo de sociedad.
El tercero, el helicóptero, simboliza la tecnología. Desde el siglo diecinueve, especialmente, ha sufrido una fetichización similar a la del dinero, se ha fomentado la creencia de que es todopoderosa solución para cualquier problema (natural, medioambiental, social o personal), cuyo avance es necesario e irrefrenable. Sus conexiones van más allá, puesto que el dinero resulta imprescindible para el desarrollo tecnológico y a la vez la dirección de los avances de este desarrollo va dirigida a la multiplicación del dinero invertido, a costa de lo que sea, incluidos los beneficios que le atribuimos. Si el dinero ejerce el embrujo del comodín de la baraja para un jugador, el aparato tecnológico el del juguete nuevo para un niño. Ambos son momentáneos y circunstanciales, pues ni enseñan a jugar las cartas que nos tocan, ni a divertirnos.
Respecto al otro testimonio, el del fútbol, este espectáculo satisface las profundas necesidades de arraigo, pertenencia e identidad que todos tenemos (hablé de esto aquí). Muestra a la perfección cómo los seres humanos abandonamos la razón y, movidos por las emociones que despiertan esas necesidades, tiramos piedras a nuestro propio tejado: aplaudimos y justificamos a jugadores que violan o defraudan al fisco y a presidentes de equipos corruptos y defraudadores. El poder político lo sabe desde Roma, y lo ha empleado para distraer y desfogar a sus ciudadanos, resultando un cordel de seda que los mantiene mansamente atados.
Llevamos milenios cultivando la razón, a la par que ignorando y despreciando otros componentes igual de importantes, si no más. Los conocimientos y el modo de transmitirlos que se fue generalizando desde la Ilustración, la escuela, se limitan a ese lado racional, pero nos hace analfabetos emocionales y pasionales. Sin embargo, los dos testimonios de arriba muestran que son los deseos y las emociones quienes guían nuestras acciones, especialmente si nada sabemos sobre ellos, si en absoluto se ha educado nuestra inteligencia emocional. La nueva extrema derecha parece haberlo entendido a la perfección y se ha convertido en la gran explotadora de esta ignorancia.
Italia es tierra de pioneros y en ella Berlusconi sentó las bases de esta nueva corriente política, como en su día Mussolini con el fascismo, ambas enemigas de toda democracia. En los años ochenta construyó un imperio mediático: de poseer un diario, Il giornale, pasó a crear Canale 5, comprar Italia 1 y el grupo Mondadori, con Rete 4, La Republica, L´espreso y Panorama. Aunque perdiese dinero en sus inicios, los empleó para dirigir el deseo del que iba a ser su pueblo; era una apuesta intrépida que supo mantener hasta ganarla. Los programas estrella de sus cadenas fueron concursos donde la mujer era objetualizada e instrumentalizada y cuya estructura, más de treinta años después, sigue aplicándose a los actuales. En España lo sabemos bien porque Tele 5 era, y sigue siendo, el eco fiel del canal italiano. Desde las Mama Chicho y las Cacao Maravillao, pasando por Grande Fratello (Gran Hermano) hasta llegar a los actuales La isla de las tontaciones, Pesadilla en el paraíso o La isla de los casposos, por citar algunos, sus cadenas ofrecen un doble modelo, físico y mental, a sus seguidores. El primero es un cuerpo artificial, operado y adulterado de múltiples modos, según los cánones de la pornografía vigente. El mental es un adolescente deseante (de fama, sexo y dinero), enredado en el caos de unas emociones a las cuales no es capaz ni de poner nombre, y que compensa la ausencia de razones con gritos, interrupciones y groserías.
También en los ochenta compró el equipo de fútbol AC Milan, completando las herramientas para manipular, junto a los deseos, las emociones básicas del ser humano. Herramientas con las que logrará ganar su apuesta: la máxima rentabilidad política que le hizo ser Jefe del Gobierno del 94 al 95, del 2001 al 2006, del 2008 al 2011 y luego apadrinar a Meloni, la actual Jefa. El forofo desea ser como sus ídolos, pero no pudiendo se sacia con los goles y los éxitos de su equipo, con el que se identifica hasta el punto de no importarle que su dueño y presidente prostituya menores, trate de aprobar leyes contra los pilares democráticos, tenga implicaciones con la mafia y defraude a la hacienda pública, siempre que haga ganar al equipo, porque así somos los mejores. Por desgracia, en este espectáculo se unen fama, dinero, mujeres, juguetes tecnológicos de lujo (cochazos, aparatos exclusivos de última generación, ¡hasta helicópteros!) y la canalización de necesidades elementales para seguir vivos.
Su manejo del populismo ha sido igualmente magistral. Mediante los medios de comunicación y los espectáculos de masas estableció una relación directa con su pueblo, dirigiendo sus deseos y fomentando sus emociones. Berlusconi evitó de ese modo la necesidad de tener un partido político con una tradición, unas ideas y unos afiliados, pues ya contaba con ellos, ya comían de su mano. Para guardar las formas y no asustar a nadie, fundó un partido, Forza Italia, que en realidad era él, su líder. Otra conexión de la nueva extrema derecha populista con los viejos fascismos.
Maestro también forjando el vocabulario de las actuales derechas. Empleó la que hoy parece su palabra mágica, libertad, aplicándola en primer lugar -como no podía ser de otro modo- a sí mismo, es decir, a su partido y sus aliados: primero el Polo de las libertades, en los noventa, después la Casa de las libertades y el Pueblo de las libertades en los dos mil. Palabra fetiche de alguna exitosa política de nuestro país que, militando en la derecha tradicional, difícilmente podemos distinguirla de la extrema.
Un paradigma está compuesto por los valores, creencias, conocimientos, deseos y afectos compartidos por la mayor parte de los miembros de una sociedad, desde los cuales enfrentan la realidad y actúan sobre ella, determinando lo que se considera normal. Si el espectáculo rey junto a los medios de comunicación de masas, entre los que están las redes sociales desde los años dos mil, han sido la gran herramienta para dotar de contenido al paradigma presente, condicionando su orientación para obtener rentabilidad política y económica, entonces Berlusconi ha sido un maestro. Décadas antes que los actuales estrategas de la extrema derecha y sus ligas internacionales, este italiano marcó el modelo que está triunfando al calor de las actuales circunstancias. Quiero creer que conocerlo nos ayudará a entender y prevenir su peligrosa victoria.
El tercer milenio comienza con un hecho tan incuestionable como inesperado, el rápido ascenso de partidos de extrema derecha en occidente. Como el fascismo hace cien años, fomentan el nacionalismo, el conservadurismo social e ideológico, el anticomunismo, -¡como si quedasen comunistas en occidente!- culpan de todos los males a los inmigrantes y a los partidos políticos tradicionales que los favorecen, perjudicando al pueblo y coartando su libertad. Son también maestros de la propaganda, pero hoy sus herramientas no son la prensa, la radio y el cine, sino las redes sociales, ¡tan bien manejadas! que algún investigador actual habla de la extrema derecha 2.0. Para distinguirse de los viejos fascismos, se presentan como demócratas y no aluden, al menos explícitamente, al uso de la violencia. Sin embargo, los actos protagonizados en Estados Unidos y Brasil por los seguidores de Trump y Bolsonaro, alentados y jaleados por ambos ex-mandatarios al perder las elecciones, ni han respetado el juego democrático, ni han sido pacíficos.
Para explicar este peligroso fenómeno social se barajan múltiples factores estructurales. La débil llama del nacionalismo xenófobo se reavivó en los años sesenta del pasado siglo con la gran inmigración recibida por países occidentales como Francia, Bélgica, Alemania, Inglaterra, Canadá y Estados Unidos (estos dos últimos siempre han recibido inmigrantes, aunque a partir de esa década su origen mayoritario fue Iberoamérica). Como la economía iba bien, el seguimiento de estos partidos resultó escaso y no se les prestó atención. Con las crisis del petróleo de los setenta y luego la del noventa -consecuencia de la primera Guerra del Golfo- sonó el pistoletazo de salida de su engorde. Las crisis bursátiles y de los cambios de monedas europeas en los noventa y, especialmente, la Gran Recesión de 2008, prepararon el caldo de cultivo ideal para su éxito.