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Visito junto a mi padre la exposición que la biblioteca de Aragón dedica al poeta y pintor Antonio Fernández Molina, manchego de nacimiento, zaragozano de adopción.
Pese a transitar aún de puntillas para el gran público, la carrera de Fernández Molina posee una potencia creativa sólo comparable a su papel como nudo logístico entre diversas corrientes de vanguardia y su transmisión a generaciones posteriores de poetas. Antonio repartía mucho juego a sus compañeros de equipo. El catálogo expone precisamente su posición central en la literatura contemporánea y lo hace a través de las dedicatorias firmadas de puño y letra por quienes compartieron con él vida y arte: de Fernando Arrabal a Félix Romeo, de Dalí a Juan Eduardo Cirlot; en ellas, “amistad” resulta la expresión más frecuentada.
Mi padre conocía bien la firma de Fernández Molina. Hace casi 40 años era el cartero que le entregaba paquetes y giros en su casa de la calle Zurita número 19. El contacto cotidiano con aquel cartero, también castellano, aunque no manchego, dio paso a ciertas muestras de confianza. No suficientes ni sustanciosas como para un guión de cine, pero al menos me permitieron conocer desde adolescente la obra del poeta, con la impronta de su caligrafía estampada en los libros que regalaba a mi padre. Ya entonces me traía de cabeza una cuestión: qué podría hacer un poeta en Zaragoza sin que se lo comieran los gusanos.
Hay una fotografía, que se muestra en la exposición, donde un grupo de comensales se asoma a un instante de 1955. Es septiembre y celebran la boda entre Antonio y Josefa Echevarría. Además de los recién casados, el grupo lo componen Manuel Pinillos, Ignacio Ciordia, José Antonio Labordeta, Guillermo Gúdel, Julio Antonio Gómez y Raimundo Salas , la crema de los poetas juerguistas que se citaban en el café Niké. Y es que la razón por la que Fernández Molina había de recalar definitivamente en Zaragoza años después fue la intensa relación con este núcleo de artistas, y en particular con Miguel Labordeta.
El propio Molina cuenta su primera visita a la ciudad años antes. Acompañado por Manuel Pinillos, pues Miguel no pudo acudir a la cita, recorrieron tascas y tugurios. Una noche de alcohol en la que Antonio acabó vaciando su estómago a la puerta de la pensión del “Tubo” donde se hospedaría y el propio Pinillos con una pierna quebrada al esbarizarse en la “vomitona formidable” del manchego. Insospechados ritos de iniciación que unen para siempre a los poetas.
Durante años, y pese a la distancia, Antonio y Miguel Labordeta mantuvieron contacto y relación. Sobre la muerte de Miguel en agosto de 1969, el manchego escribirá: “no olvido sus comentarios sobre las gentes y las tierras de Aragón y sobre el carácter y el comportamiento de los individuos.”
Desde su topera de exiliado, Miguel le mostró el compacto pellejo cotidiano de una ciudad a la que urgía dar una capa de antioxidante. Miguel nunca terminó su posguerra. La misión de chapa y pintura quedaría en manos de Fernández Molina quien acabaría instalado definitivamente en Zaragoza en 1975. “Salvo que Miguel no existe, como si él estuviera”, fueron las palabras de acogida de los Labordeta.
Pero ya no era la misma aquella Zaragoza, a bocados tarascada por la especulación y alumbrada por la fogata fatua del consumismo. Antonio Fernández Molina anotó: “conocí la ciudad a través de la compañía de Miguel y, cuando volví para vivir en ella, destacó su dolorosa ausencia. Tengo la impresión de ver la realidad en imágenes en sus poemas, cuando observo a las gentes sencillas pasear `en los económicos atardeceres´”.
El manchego, ya vecino de Zaragoza, se convirtió en acérrimo azotacalles con una peculiar mirada: “Me sucede a menudo, pasear por la realidad como si lo hiciera dentro del escenario de una película.” Esta confusión entre objetividad y ensueño la plasmaría Fernández Molina en una serie de historias cortas titulada “Plaza de los Sitios” que entre octubre de 1996 y enero de 1997 publicaría en el desaparecido semanario “El Siete de Aragón”, nunca editada como obra independiente.
De fuerte raigambre surrealista, la geografía de la conocida plaza zaragozana se disuelve en un mapa urbano balizado por la imaginación: “una de las figuras de bronce abandona el monumento y corretea entre los niños”. Antonio nos redescubre otra forma de mirar Zaragoza, alejada de las metálicas muchedumbres de los años cincuenta, entre infantil y provocadora (“el niño levanta un charco hasta su boca y lo chupa como a un pirulí”) crítica e inquietante (“los maniquíes femeninos de los comercios cercanos abandonan sus puestos en los escaparates y acuden a reunirse en la plaza”).
En Los Sitios “disfrutaba de un suelo impregnado de sensibilidad”. Como médium, el poeta conjuraba de este modo fantasmas pasados del lugar, traídos de tiempos lúdicos en los que la plaza, entonces llamada de Castelar, albergaba las atracciones feriales durante las fiestas del Pilar: “por el amplio carril de la plaza avanza un curioso vehículo. Al pronto lo confundo con uno de esos coches decorados de forma caprichosa que en las ferias y festejos de los pueblos y los barrios despachan chucherías, bebidas y bocadillos.”
Hasta su muerte en 2005, Fernández Molina formó parte del paisaje de la ciudad. Se le veía con esa parsimonia de quien camina bajo las aguas. Él mismo se definió como paseante, una “pasión” que “suelo hacer sin rumbo fijo y al azar”.
Por eso, cuando el pasado invierno descubrí por Zaragoza, como extraños marcapasos urbanos, desde la calle Baltasar Gracián hasta el parque del Tío Jorge, adheridos a farolas o en reversos de señales de tráfico, pasquines que mostraban la firma y dibujos de Antonio Fernández Molina, comprendí al instante que seguía vivo, cumpliendo aún con el menester ineludible de paseante provocador a través de una ciudad cenicienta que ayudó a engalanar con su poesía.
Visito junto a mi padre la exposición que la biblioteca de Aragón dedica al poeta y pintor Antonio Fernández Molina, manchego de nacimiento, zaragozano de adopción.
Pese a transitar aún de puntillas para el gran público, la carrera de Fernández Molina posee una potencia creativa sólo comparable a su papel como nudo logístico entre diversas corrientes de vanguardia y su transmisión a generaciones posteriores de poetas. Antonio repartía mucho juego a sus compañeros de equipo. El catálogo expone precisamente su posición central en la literatura contemporánea y lo hace a través de las dedicatorias firmadas de puño y letra por quienes compartieron con él vida y arte: de Fernando Arrabal a Félix Romeo, de Dalí a Juan Eduardo Cirlot; en ellas, “amistad” resulta la expresión más frecuentada.